miércoles, 2 de diciembre de 2015

ALVARO CARRILLO, CUATRO MIRADAS


PRIMERA

En recuerdo de la ausencia

un pedazo de tierra y una cruz
y, por Dios, un recuerdo.

La voz de Álvaro Carrillo es ronca, viene de la garganta. Y la raspa. Pocos matices. Corta las frases con brusquedad, aunque a veces se suaviza y logra imprimirles ternura. Voz grave engolándose, pretendiendo elegancia, fraseando con despacio. Las “r” se arrastran. Las “s” se enfatizan.
Es la ausencia: Hay ausencias que triunfan/ y la nuestra triunfó. Añora lo perdido, el goce —signo y señal— que ya no es y por ello vuelve a ser, recuperado, re-vivido, también ahora, en el momento de la voz dolida y gozosa, festiva, casi risueña, lamentándose, regodeándose en el amor ido, impuesto por sí mismo, a pesar, incluso, de haber sido su ave de paso, su mariposa de mil flores. La ausencia y la añoranza: hoy siento la nostalgia de tus brazos,/ de aquellos tus ojazos,/ de aquellos tus amores, confiesa, acepta el andariego, ofreciendo, ahora sí, el corazón, rogando, pidiendo perdón, él, a quien ni cadenas ni lágrimas ataron, arrepentido de dejar en la ausencia al otro amor, y se humilla para obtener la calma y el sosiego, no sólo de la muerte sino del perdón del amor abandonado: amémonos ahora con la paz/ que en otros tiempo nos faltó. Y una lágrima, una plegaria y, por Dios, el olvido.
La ausencia aun en compañía de la amada: yo presiento/ que no estás conmigo/ aunque estés aquí. Y no se nombra la causa, se le describe: esta ingrata mentira de mi corazón. Es la duda, la incertidumbre: si tú me quieres o me engañas,/ sabrá Dios,/ uno no sabe nunca nada. Son los celos: y debo estar loco/ para atormentarme/ sin haber razón. La ausencia que Dios atestigua.
La ausencia y la presencia de lo ausente, que llena la memoria y satura el recuerdo, los eterniza: Pasarán más de mil años,/ muchos más;/ yo no sé si tenga amor la eternidad,/ pero allá tal como aquí/ en la boca llevarás/ sabor a mí. Por si no fuera suficiente, totaliza el amor ofrendado, ubica su marca, la define: tú llevas también/ sabor a mí. Y no por vanidad sino por la fuerza de ese amor, bueno y pobre: bastaría con abrazarte y conversar./ Tanta vida yo te di… Eternizadas, la ausencia y la presencia, tanto tiempo, el del disfrute del amor, que se equipara, ahora, al del recuerdo. Equilibrio de adentro y afuera, de lo real y lo recordado, de lo ausente y lo presente, en quien no se pretende dueño y presume ser nada.
La ausencia y la toma de conciencia del desamor ajeno, de la otra, la dulce enemiga, de la amada: Y hoy resulta/ que no soy de la estatura de tu vida. Se le acusa, se le pretende correspondiendo el amor infructífero: me quieres a pesar de lo que dices, argumentando al amor como una herida: llevamos en el alma cicatrices/ imposibles de borrar. Se le amenaza daño: hasta puedo hacerte mal si me decido. Se le chantajea: tu amor lo tengo muy comprometido. Y en vano, pues al final se otorga el perdón: a fuerzas no será, tal vez porque se enfrenta lo inevitable: otros amores. Pero ya el dolor propio poco importa (ni siquiera sientas pena por dejarme), sino el pacto ante Dios, quien ha de cobrar el agravio, que la promesa se ha devuelto.
El arrepentimiento como antídoto contra la ausencia: Vuelve conmigo mi amor,/ que tus errores no me causan temor. El arrepentimiento y la oferta de aceptación a costa de lo que sea, que la ausencia se prefiere antes juntos y contra el mundo, que en compañía del mundo y en contra de la amada: como eres,/ así yo te quiero. Ahora sí, que el mundo, los otros, las terribles gentes demasiado buenas condenan la soledad, el lunar, la mancha del desamor, del deshonor, de la ausencia, que ha quedado impreso en el amante y ya no ha de desaparecer.
La ausencia absoluta, anclada en la realidad: ya todo lo llenas tú,/ yo no soy nada en ti. Y la resignación: Adiós,/ que de algún modo/ seguiré mi viaje. Porque, a pesar de la indiferencia, del compromiso amoroso, del menosprecio, la dignidad sienta sus fueros (me haces menos/ y ése es mi coraje) y obliga a renunciar a un amor que ha renunciado antes, casi como capricho, se abandona todo, degustando, incluso, la amargura de la felicidad que no es propia o en su compañía: al fin tú eres feliz,/ ni lo vas a notar. Amargura y tristeza.
La tristeza como secuela: desde que te fuiste/ no he tenido luz de luna. En la obscuridad ha vivido desde la partida de la amada y anhela ser alumbrado: yo quiero luz de luna/ para mi noche triste. Entonces, la ausencia es lastre, dolor, muerte: Yo siento tus amarras/ como garfios, como garras/ que me ahogan en la playa/ de la farra y el dolor. Ausencia y tristeza que convierten al amante en cadáver que revive, en fantasma que arrastra sus cadenas/ en la noche callada.
Y la ausencia es silencio, que quien no ha amado/ que no diga nunca que vivió jamás.

SEGUNDA

El negro de la costa

la palabra que me diste
en el corazón la tengo,
y como no me la cumpliste
a que me la cumplas vengo.

Álvaro Carrillo, El Negro de la Costa/ de Guerrero y de Oaxaca, nació en zona mixteca, en El Camalote, municipio de Cacahuatepec en Oaxaca. Candelaria Morales fue su madre, una “mulata” juchiteca, de Juchitán, Guerrero, la patria de quienes peleaban terrenos con los huehuetecos. Llevó, pues, nuestro paisano en el apellido, como se lleva un lunar, una alusión al color de su piel —pariente de Mora, Morado, Moral, Morán, Morelos, Moreno, Moro y todos los demás que se arrejunten. 2 de diciembre de 1919, fecha de su nacimiento; 3 de abril de 1969, de su muerte. Apenas vivió cuarenta y nueve años.
A los diez o los doce ya cantaba y tocaba, según se dice. A los 12 compró su primera guitarra en 75 centavos. Su padre, Francisco José María, era director de la orquesta cacahuatepequeña, que interpretaba danzones, chilenas, boleros y sones, entre otros bailes. Junto con Eleazar Jiménez Jiménez y Gildardo Salinas Guzmán, Álvaro formó su primer trío. Misael Vázquez Guzmán afirma que ellos interpretaron su primera composición, Celia, y ubica en 1940 su ingreso a la Escuela Nacional de Agricultura, en Chapingo, donde escribiría Luz de luna, Magnolia, Eso, Azul, Mañanita, Flores del corazón, Orgullo y Matemáticamente. Su primer éxito sería Amor mío, antes de la fama y la popularidad de Sabor a mí, cuyas interpretaciones son incontables.
 Pelo cuculuste, frente amplia, cejas cortas, ojos pequeños, nariz chata, pómulos altos, boca grande y de labios gruesos, mentón redondeado: sería un inventario del rostro del negro de la Costa/ de Guerrero y de Oaxaca. Y la mirada abierta. Se asemeja a las colosales cabezas olmecas, excepto por la papada. Se nota corpulento más que delgado. Y se sabe afecto a las bebidas alcohólicas. Es un costeño. En su obra existe una dicotomía: por un lado, los boleros y las canciones románticas; por el otro, la chilena. Y en las chilenas es donde se asume costeño, donde refleja los valores masculinos exacerbados: de las mujeres costeñas/ nacen los hombres valientes. Los fuertes y de acero de Agustín Ramírez se convierten en bravucones, temidos, intocables, personificando La Ley: Cierto que echo mis habladas,/ pero Sóstenes me llamo.// A mí nadie me hace nada,/ como quiera yo las gano,/ y no hay ley más respetada/ que el machete entre mis manos, porque ésa es su naturaleza, pues la sangre que es costeña/ no tolera las traiciones. Y en el arte de matar, se presume maestría: No me enseñen a matar/ porque sé cómo se mata, no solamente con el machete, también a balazo tendido: Soy tirador,/ mi retrocarga es la ley. Ubicarse por encima de todos, de los otros: la supremacía se muestra hasta en el oficio: en el agua sé lazar/ sin que se moje la reata.
Y más si se trata de pelear por la hembra, a quien se le concede el privilegio de amarlo, pues él se pesca con trabajo/ y se come con cuidado. El rival es poco, se hace menos, se le increpa: Tú para mí eres pura facha/, tú no aguantas la pelea./ O me dejas la muchacha,/ o me dejas la zalea. Y se pregunta uno si realmente será capaz de desollarlo. Seguro que sí, porque es un bravero que se rifa sin condición, poniendo en riesgo y dispuesto a rajarse el cuero/ con el que ofenda mi corazón. Bravero en serio, sin matices, bravero de condición, sobre todo ante el rival de amores, a quien espanta con facilidad: Hay otro que te pretende,/ ya no se acerca, ¿por qué será?/ Será que le da mi sombra/ y a veces miedo la sombra da. Y la imagen tradicional, la del gallo de pelea como símbolo supremo de lo masculino: Gallo muerto en raya gana/ si el otro corriendo va./ Soy pollo de tu ventana;/ no sé tu gallo por qué se irá./ Y hoy si me da la gana/ aquí otro gallo no cantará,/ porque si canta se morirá. Gallo de pelea ante el rival, pollo ante la doncella dentro de la habitación, cuya ventana permite el atisbo de una promesa amatoria. Y aunque no fuese correspondido, poco importa, se trata de conseguir a toda costa el preciado tesoro himeneo o placentero que la amada o, más bien, deseada, guarda para él: De ti nunca me he retirado/ ni me voy a retirar,/ porque soy gallo jugado:/ aquí en la raya me han de matar. En gallo convertido ahora, luego de vislumbrar el rechazo, el desamor; y la amenaza de ¡Virgo-coito o muerte!: Soy necio en cuestión de amores./ No me voy a retirar/ aunque de rodillas llores,/ ni que me vengan a regañar,/ pues soy de los cazadores/ que a donde apuntan han de pegar,/ y a tus amores vine a apuntar, agrega como si no bastara morirse en la raya o coitear en mullida cama aunque de mecates. Ha de suavizarse el bravero, ha de ser domado por la bella, él, el de la sombra pesada: porque si pisan tu sombra/ yo te aseguro que me han pisado. Pisar al gallo, al pisador.
Mas no todas sus chilenas son apología de tales valores. Para muestra Pinotepa. O Negra cortijana y Jardín florido: Cuatro o cinco limones/ tenía una rama,/ y amanecieron cincuenta/ por la mañana. Como se ve, lírica popular de gran calado, son a veces, aunque prestados, los versos.

TERCERA

Ars Amandi del gavilancillo del viento

…me quieren pa’ golosina
porque he nacido prietito.

¿Que si le gustan las mujeres? ¡Claro que sí! ¿Cómo que no? ¡No fuera de la Costa Chica! Pinotepa me gustó/ por sus sensuales inditas;/ Lo de Soto me encantó/ por sus bellas morenitas, dice por boca de Álvaro Carrillo todo costeño que se asuma costachiqueño, y agrega: Es verdad que Ometepec/ lindas mujeres tenía,/ pero en Cacahuatepec/ encontré la reina mía.
Para todas tienes, Moreno —me pienso, aunque no me lo diga a mí mismo sino a mis otros mí mismos, no enterados aún de mi condición de Enamora’o-Como-Perro-Flojo. Y disgrego porque la fantasía fantasea conmigo y enmigo: ¡Ah, malhaya, pudiera yo con todas! Ser águila de las peñas,/ gavilancillo del viento/ soy el de las costeñas/ que a todas les doy contento. Indias, mestizas, negras u ometepecanas; pinotepeñas, cortijanas, cacahuatecas, amuzgueñas, soteñas, vistahermosianas y tlacamamenses; morenas o morenitas, sensuales, bellas, prendas del alma, ingratas, chaparritas, capullos, palomas, chiquitas, angelitos, corazoncitos, nenas, mujeres, muchachas, mamacitas, preciosas, cachetes color de rosa, sureñas, finas y hasta lindas morenitas con patas de chichalaco. Y agrego a las chinitas, que olvidaba por falla no edipiana sino por venganza ante el desdén sistemático que he sufrido por las cuculustas de verdad.
En la chilena asume y resume don Álvaro la pasión amatoria o erótica del costeño o atribuida a él. Y la pasión aparece acompañada de la alegría, la fiesta, el baile, lo arrecho, pues. La arrechura, una de las características culturales evidentes, manifestada en la música: yo soy coplero/ y te estoy cantando/ porque nació en tu suelo/ la morenita que estoy amando// Me gustan tus mujeres,/por eso aunque no sepa/ yo seguiré cantando/ que viva la Costa con Pinotepa// Mis canciones van volando/ rumbo a Vista Hermosa,/ donde hay muchas mestizas/ y también indias preciosas// Te vengo a cantar con gusto/ mi más hermosa canción. Y para mejor convertirla en cómplice de amores, amiga de pasiones, se la invita: Éntrale negra bonita,/ vente conmigo a cantar/ esta alegre chilenita/ que te voy a dedicar. Al baile también va la pasión amatoria: Si zapateas bonito/ yo te prometo/ hacer con el polvito/de tus zapatos/ un amuleto. Porque, después de la bravura, la felicidad y el contento son signos de la costeñitud: Viva el sol, viva la luna,/ viva la luz del día./ Donde están los costeñitos/ nunca falta la alegría.
¿Que si gusta a las mujeres? No se sabe. Y de lo que se sabe, como que no mucho, aunque tal vez no importa porque se trata de ser El Amante, no el amado; se trata de enamorarlas aunque no correspondan. Cual Cupido, tirar flechas y flechar, pedir: Negra, dame tus ojitos/ para completar dos pares/ porque con los míos solitos/ no puedo llorar mis males.// …la palabra que me diste/ en el corazón la tengo/ y como no me cumpliste/ a que me la cumplas vengo.//… prenda del alma que tengo,/ quiéreme, no seas ingrata, / que yo por amarte vengo/…que me duele el corazón./ Apúrate chaparrita/ a calmar este dolor.// …que me dé suerte/ para que me quieras/ y me acompañes hasta la muerte; prometer: Si quieres ir al cielo/ sueña conmigo,/ porque al cielo se llega/ con las cositas que yo te digo; amenazar: Soy necio en cuestión de amores,/ no me voy a retirar/ aunque de rodillas llores; y, ya de plano, aceptar que no es amado: Tú, pensando en que me voy,/ yo pensando en ti, o reconocer que la pasión es pasajera, es arrechura de momento, rabia del deseo, motivo de disfrute y ya: La pasión de ayer, mi nena,/ poco a poco se acabó./ Sólo la alegre chilena/ que cantamos, ésa no.
El gusto está más en el enamoramiento que en el amor, y se manifiesta en el jugueteo, donde ella es apenas motivo, provocación de la arrechura: Cuídate, linda sureña,/ no me quieras dar picones;/ dime si con otro sueñas,/ para cambiar mis pasiones// …pero cuida tu boquita/ no te la vaya a besar. Y peligrosas pueden resultar, las coquetas: No hay que hacer adoración/ de las que se andan sonriendo,/ porque llega la ocasión/ que al pobre lo están engriendo/ y lo dejan como el farol:/ por fuera inflado y por dentro ardiendo; peligrosas e interesadas en el dinero, engañadoras de pobres. Falsas pueden ser, si no ellas, sus palabras sí: Papeles son papeles,/ cartas con cartas;/ palabras de mujeres/ siempre son falsas. Ni siquiera se parece a la que es en realidad, la morena cerrera/ de cuerpo cenceño/ y alma cimarrona. O su alma ya no es tan cimarrona.
Pero como costeños no hay sólo uno, sino se dan por puñadas, ¿quién ha de ser el mero mero, el Juiqui-Juiqui Ñanga-Ñanga? Que con sus dudas se despidió don Álvaro: Entre tantos gavilanes/ ¿quién te comerá, paloma? Y en mientras ella lo dilucida (es decir, juega a decir que sí y que no), él juega a que ella lo prefiere: me he tardado despidiendo/ porque en la boca tenías/ un besito deteniendo;/ ya mero te lo pedía/ para írmelo comiendo. O si no, se lo imagina.

CUARTA

Poesía morena y de cuerpo cenceño

la madurez ardiente de un hombre del trópico

Le cantó a la Costa Chica, don Álvaro Carrillo. Mi espíritu se nutrió con la savia de la floresta, respirando el aire montaraz y arisco que abre el alma costeña a los silencios infinitos de una soledad cósmica, haciendo más bravíos los fandangos y sofocantemente cálido el estallido de los jolgorios, anota, asume en el prólogo de su Canto a Costa Chica, poema extenso. La justificación, los silencios infinitos de la soledad cósmica, no parecen pertenecer a este territorio que tanto cantó y alabó el oaxaqueño por nacimiento e hijo de crianza de la Costa Chica de Guerrero. Y en abono a esta última idea, agrega: por eso todas mis composiciones y este Canto a la Costa Chica tienen ese sabor tan especial de la región guerrerense, conservando los matices torrenciales de una escala musical, de policromado colorido.
 La primera figura del poema es la Costa Chica como mujer: Morena cerrera de cuerpo cenceño/ y alma cimarrona. Montaraz, la dice, mesteña, arisca, cerrera —tal apenas bajada del cerro a tamborazos, como reza el dicho. Escuálida o enjuta, de carnes escurridas, cuyo cuerpo es cenceño. No paso a creerlo. O el poeta erró o le tocó en mirar una morena no tan frondosa como suelen serlo. Prefiero su alma cimarrona, coincide más con el modo de ser de las costeñas, atrevidas, igualadas, osadas, cimarronas, rebeldes, pues. Aunque esa epitetación refuerza el sentido de cerrera. Y más que tripulando ensueños, el estro del maestro parece bregar con una realidad más pedestre y prosaica, que lo hace rubicón-arse o séase que se es: la dificultad, los esfuerzos y la color rojácea que produce decir la tu poesía que es nube y es golpe roqueño,/ tristeza, jolgorio, paz y rebeldía. Noto al negro o moreno como el color que denota la piel de la Costa Chica.
La segunda estrofa describe, en principio, lo geográfico y económico, es decir, la pobreza provocada por las circunstancias geográficas: Te guardan aislada tus grandes montañas,/ montañas azules, hermanas del cielo,/hechas con el barro de tu propia entraña,/ pero que estrangulan con maligno celo/ el esbelto cuello de tu economía. No anda la poesía por estos versos, a pesar de la tesis expuesta y la imagen del esbelto cuello de la economía, algo audaz, por cierto, dado que intersecta dos áreas por demás antitéticas, la improductiva belleza y la lucrativa economía. Y describe enseguida la conducta de los costeños, empeñados en matarse: tus hijos, como los atridas,/ se escarnian, se odian, y en su tropelías/ vierten el alarde de su sangre estéril, sin que tanta crueldad gratuita y milenaria —biológica, sospecha este lector pacifista cuasi cristiano que ahorita duda si conviene poner o no la otra mejilla en caso necesario— pueda matar a la gran madre sufrida y aguantadora, la Costa Chica mía de don Álvaro. Se avienta en esta estrofa el poeta una palabreja dominguera: redaño, que casi no entiendo, excepto por el diccionario y que me sugiere el imperativo del poeta en causar impresión en el lector por vía del descontón léxico: fuerzas, brío y valor.
Nos dice el estro poético de don Álvaro en la tercera estrofa los milagros que impiden la destrucción de su zona natal, a pesar del bárbaro y salvájico comportamiento de sus hijos, los costachiqueños: No, tú nunca mueres, te protege un suelo,/ te acaricia un mar y te bendice un cielo, con la intervención directa de Dios padre en persona, según aclara en seguida nuestro vate: un evangelio/ que derrama en torno de tus liviandades/ la verdad divina de tu catecismo/ y un mar que es un manto/ azul, que Dios puso en tu piel morena. No sé por qué, pero casi olisqueo la hostia y el cáliz católico.
Pero para regocijo de los folkloristas, don Álvaro recurre también al espíritu del pueblo costachiqueño, la arrechera, cuyo soplo apuntala la eternidad de esa mujer morena, la tal Costa Chica: tú nunca mueres porque estás bullente/ en los cascabeles de tus tradiciones,/ porque hasta el brebaje de tus aguardientes/ deja gotas bellas para mis canciones,/ para la chilena, que es entre tus sones/ el arpegio cumbre que bailan los dioses/ aquí en el Olimpo de mis pretensiones. Se impone una confesión que me hizo Indalecio Ramírez, compositor y protegido dilecto de don Álvaro: “Él era muy grande, muy lírico, tenía mucha cultura. Y era un gran costeño; le gustaba mucho el hecho de ‘vamos a beber en la misma media de aguardiente’. Era muy dado a la paisanada. Era un hombre muy culto. Está toda esa poesía romántica y modernista, y en costeño”. Confesión que corrobora los versos del brebaje. Bueno, en mí, lo que el aguardiente ha dejado no son gotas bellas sino un sonambulismo postborrachera y un sentido de imbecilidad como provocado por los silencios infinitos de una soledad cósmica.
En la cuarta estrofa se asume plenamente costachiqueño, con todo y lo macho de gran machitud y machonería, aderezado con pintoresquismo tradicional: Yo soy de ese pueblo, ingenuo, bravero,/ yo me rifo todo cuando suelto un gallo,/ y en los jaripeos/ yo soy el primero/ que le entra al jaleo/ jineteando un toro,/ montando un caballo/ o arrastrando el vértigo de una vaquilla / en la serpentina de la lechuguilla. Y no le creo, don Álvaro, me se dificulta verlo haciendo todas esas hombrerías, esas charradas, a pesar del buen intento poético con tales licencias y del casi hallazgo en el vértigo de una vaquilla y aunque la serpentina de la lechuguilla sea muy visual y acertada.
Y ya encarrerado, nos ensarta don Álvaro sus memorias, referidas a lo folkosteño: esas ferias chulas/ con sus juegos-danza de los doce pares,/ la tortuga, el tigre y el feo machomula.// Amo el simulacro de las capitanas/ y el vertiginoso juego de la iguana/ y al alebrestado toro de petate. Me sospecho que lo tumbó el machomula, don Álvaro o no entendería de otro modo esa fealdad atribuida gratuitamente. Tampoco sepo eso de el simulacro de las capitanas: ¿Será que las féminas a caballo montan a medias, de pierna cruzada? ¿Será que las féminas no son vaqueras, caballerangas ni militares de rango alguno?
El patriotismo regional estalla sin redaños en la sexta estrofa: jirón de patria, solitario, arisco. Y ha de solicitar permisos para sus versos: deja que mi verso sea repique y trino/ para tu ostracismo/ o la cantinela de los pajarillos/ para tu jauría/ o la nebulosa estrella que derrama estrellas/ para tus abismos. Y me juro de nuevo desconcertado en mi entendimiento poetril: no veo que el ostracismo tenga cabida en esta concepción festiva, alegre, bullanguera y arrecha de la madre patria regional que nos ha venido mostrando don Álvaro, excepto que el chingadazo léxico quiera romperle la madre al lector ignaro. El repiqueteo de tal palabra es tan ruidoso, que apaga el ladrido de la jauría, la cantinela de los paxarilhos y se extiende más allá de la nebulosa estrella que derrama estrellas, por decirlo casi en términos cinemáticos o en sustitución de: ¡Al infinito, y más allá!
El número siete para la última estrofa relata las buenas intenciones, los deseos deseados del aeda costachiqueño, olvidando, tal vez, el adagio del perro comiendo güevo: Y cuando tus hijos ya no sean atridas,/ cuando tus recuerdos hallen su picota,/ cuando se restañen tus arterias rotas/ y queden tus grandes montañas vencidas… Y me detengo por el momento, preguntando si el oficio de atrida es sólo la violencia irracional. Me respondo que no, y paso a lo propio y requerido por don Álvaro para su oficio poético: que este mismo verso, metamorfoseado/ diga el florilegio de un himno sagrado/ de cuyas estrofas/ pendan bucles de oro que besen tu frente. Y para finalizar, recupera versos de la tercia estrofa, mordiendo la serpiente la cola, finiquitando el Canto a Costa Chica: mientras el brebaje de tus aguardientes/ deje chulas gotas para mis canciones,/ para la chilena, que es entre tus sones/ el arpegio cumbre que bailan los dioses/ aquí en el Olimpo de mis pretensiones.

1 comentario:

Unknown dijo...

Grande Eduardo.
Pocas veces tenemos el privilegio de disfrutar de esa lúcida y fina inteligencia como gran narrador y gran pluma guerrerense.
Pocos como el.
Mi admiración y reconocimiento a su enorme calidad intelectual como uno de los grandes.