lunes, 23 de junio de 2014

La poligamia o poliamor y la fidelidad, opciones válidas si son consensadas: Eduardo Añorve


15 de noviembre de 2011
CUAJINICUILAPA DE SANTAMARÍA, GRO.



La poligamia, o más correctamente, el poliamor y la fidelidad son conductas amorosas y modos de vida opuestos que se dan entre los criollos de Cuajinicuilapa y, más que ponderar a una por encima de la otra o juzgar a quienes las asumen, conviene tener presente que las dos opciones son válidas y legítimas si se fundan en el consenso entre quienes están involucrados en ese tipo de relaciones, expuso el estudioso Eduardo Añorve en la charla comunal titulada La poligamia y la fidelidad entre los criollos de Cuajinicuilapa, la noche del pasado lunes 14 de noviembre.

Ante una veintena de asistentes, entre hombres y mujeres, todos ellos adultos, Añorve Zapata comenzó recordando el motivo de esa charla: “Estamos aquí porque hace un año que se fue Andrés Manzano, no sé a dónde. Los que le hicieron una misa creen que se fue a un lugar; los que estamos haciendo esto creemos que se fue a otro lugar… Nosotros no somos dueños de ningún muerto; lo digo porque ahora está de moda homenajearlo. En realidad, este acto, que es un acto académico, está inspirado en la memoria de Andrés Manzano. Si pudiéramos preguntarle a Andrés dónde le gustaría estar, si en la iglesia oyendo misa o aquí, en esta charla, en la fonda La Florcita de Doña Mica, seguro que le gustaría estar oliendo esta florcita y no rezando”.

También respondió a la opinión manifestada por algunos ciudadanos de Cuajinicuilapa que tienen varias parejas en el sentido de que hablar de estos tema era ventilar asuntos privados en ámbitos públicos: “No vamos a hablar si a una persona le gusta arriba o le gusta abajo, sino que vamos a analizar hechos de todos conocidos, porque existen evidencias innegables de esas conductas, como la existencia de los hijos y de las mujeres, y ésas sí son cosas públicas, están a la vista de todos”.

“Desde el punto de vista social y cultural -dijo Añorve Zapata- tenemos que revisar estas conductas públicas porque inciden en la vida de la comunidad, tienen repercusiones en la ella. Es como vernos en el espejo, es ver cómo somos para entender cómo somos”.

De la poligamia, este estudioso dijo que tiene dos aspectos, la poliandria y la poliginia, referida a mujeres y a varones, aunque entre los criollos de Cuajinicuilapa esta práctica amorosa no está legalizada como matrimonio, como ocurre en algunos países, ni es impuesta, sino que se da por elección; en ese sentido, el término más correcto para designarla es poliamor, y en esta charla se utilizaría para referirse concretamente a la poliginia, dejando el tema de la poliandria para otra ocasión.

Además de ser una relación en el que las mujeres eligen involucrarse en ella, el poliamor critica y desafía el concepto patriarcal de la monogamia, el que está basado en la propiedad privada, toda vez que ellas asumen la posesión de su propia persona y a partir de esa decisión se involucran con un hombre que tiene otra pareja, con los riesgos que conlleva.

Luego de poner un ejemplo, explicó: “Yo pensé en por qué esta mujer, que es casada, se arriesga a que la golpee su marido, a armar un pleito en un pueblo en el que todo mundo sabe de esa relación, donde alguien puede terminar muerto, por qué se arriesga a que la arrastren, la balaceen, la maten, y me di cuenta que ella lo hacía por esa cosa que se llama amor, no por otra razón, porque él fuese rico y le diera dinero o protección, sino por amor.

“Entonces, me di cuenta que la teoría que explica que el hombre es el proveedor y que por eso puede tener muchas mujeres, porque puede mantenerlas, esa teoría es falsa, o no era acertada. Hay otros motivos que tienen que ver con la democratización de la sociedad: cuando las mujeres empiezan a tomar conciencia de lo que son y toman lo que llaman su destino en sus manos comienzan a hacer este tipo de elecciones”.

Expuso este estudioso de la cultura criolla que “la tercera en la relación aparece cuando las cosas funcionan mal, cuando existe algún problema en la pareja, y él opta por buscar a alguien fuera del matrimonio o de esa pareja para satisfacer alguna necesidad, como obtener placer, por ejemplo”.

Frecuentemente, entre los criollos de Cuajinicuilapa el varón acude al poliamor cuando su pareja no puede darle hijos varones o cuando ella se encuentra preñada, y en este último caso, la relación que parecía ser temporal adquiere rango de duradera, abundó.

Por otro lado, Añorve Zapata habló de la fidelidad, concepto en que se basa el matrimonio monógamo, y opinó que la fidelidad no es natural, a diferencia del deseo, el que anima al poliamor, sino que ésta es impuesta, y es una decisión errónea porque el deseo y el instinto de supervivencia de la especie son más fuertes: “Esposa, ¿es la que esposa?; querida, ¿es la que quiere, la que se quiere?”.

Y explicó: “Fidelidad tiene que ver con fe, implica adquirir un compromiso. El problema de la fidelidad es que es un concepto, y nosotros no sabemos cómo se puede cumplir un concepto. Es una obligación, la fidelidad, es un ideal difícil de concretar porque es tenue la línea donde comienza o termina una conducta fiel, sobre todo porque el deseo suele despertarse a partir de la vista, y todos vemos o podemos ver frecuentemente a quienes nos despierten el deseo”.

En respuesta a esta opinión, y dentro de la charla, un maestro, de entre los asistentes, expuso un par de casos en los que un hombre polígamo terminó solo al final de su vida, a pesar de haber procreado muchos hijos con varias mujeres; y sobre otro hombre que tuvo unos quince hijos con una mujer y todos ellos lo apreciaron y respetaron:

“Quizá alguien me diga: Yo tengo tres hijos allá, tres hijos allá y tres hijos allá, y soy feliz. Ah, yo creo que la felicidad es un sentimiento interno, que llevamos; es la conciencia la que nos dicta si hacemos bien o hacemos mal. Con esos dos ejemplos, yo me pregunto hacia dónde me inclino. Quizá ya estoy un poquito viejo y ya vivimos un rato, y quizá tuvimos un desliz por ahí, pero nunca perdimos de vista lo esencial, ¿cuál es? Mi familia, mi casa.”, concluyó.

Al respecto, Añorve Zapata comentó que “en nuestro país los matrimonios legales son los monógamos, pero, ante la vista de las circunstancias, el punto de la fidelidad o de la poligamia tiene que ver con la decisión de las personas involucradas; en consecuencia, debieran legalizarse los matrimonios polígamos, porque lo más importante es la decisión de las personas, tomada por consenso”.

En otra intervención, un médico expuso “Algo que he visto, que es una constante. Ahorita que está uno medianamente joven tiene una perspectiva diferente, pero, por ejemplo, a mi consultorio llegan personas de sesenta, ochenta años, hombres, con enfermedades de la próstata, tapados, con cáncer, desahuciados, y prácticamente llegan… en los hospitales ocurre… los dejan y nadie va por ellos, y tuvieron muchos hijos, y se quieren deshacer de esa persona. Entonces, la perspectiva cambia.

“Dices: ¿Qué pasó? Cuando eres joven, pues, sí, hablábamos de las herencias, de los apellidos, pero llega un momento cuando ya económicamente no eres fuerte o ya, prácticamente, estás perdiendo esa fuerza social, esa fuerza económica, entonces, lo dejan y dicen: Ahí, nada más póngale algo, allí. Te lo dejan, en los hospitales los dejan. Y dices: Bueno, ¿dónde están los hijos, dónde está todo eso que se trabajó? Y era lo que decía el maestro. Son diferentes etapas, que viven los seres humanos. A veces se dispersa la educación sobre los hijos. Cuando una persona llega a los noventa años es como un traste viejo, lo vas a echar a la tejavana, a donde nadie lo vea”.

Y evaluó, además, este tipo de charlas públicas: “Esto es muy importante, aunque a veces se sienta una situación tensa, un poco incómoda porque es muy difícil cuando uno se ve al espejo, tanto de un aspecto como del otro. Si tú te ves al espejo, es lo más incómodo, pero eso es lo que vas transformando tú también. El hecho de que se vea a alguien como fiel o como infiel, cuando te estás reflejando, dices: Órale. Como que no es muy fácil, pues, estar ante el espejo. Agarrar, pararte, desvestirte y decir: Éste soy yo. ¿Qué onda, no?

“Eso es lo que hace a este tipo de pláticas un poquito incómodas, pero a mí me parece interesante el ejercicio porque yo, que sepa, no se ha dado en otros lugares, que se hable tan francamente y… difícilmente… y que no es fácil hablar, porque sí se evade, sí se elude. Se trata de no enfrentarse, de no verse mal. ¿Por qué? Porque, como tú bien lo dices, la sociedad marca lo que debe de ser: las parejas fieles, las parejas que deben jurarse amor hasta que la muerte los separe. Pero eso es lo que otros quisieran que las demás gentes hicieran, y quienes dictan esas leyes nunca lo han hecho, porque saben que es imposible, ¿no?”.

jueves, 8 de mayo de 2014

LA BÚSQUEDA DEL MACHOMULA




UNO
Según Corominas, mulo y mulato comparten la misma raíz etimológica: se derivan del latín MÜLUS. La primer palabra significa “macho”; la segunda, “macho joven”, por comparación de la generación híbrida del mulato con la del mulo.
DOS
No conocemos totalmente el tiempo ni los modos que han compartido indios y negros en México, aunque en algunos lugares parezcan existir antiguos restos de esa amistad —pienso en las majestuosas cabezas olmecas: a mi entender, son cabezas de negros, no de jaguares-hombres ni serpientes-jaguares ni hombres ojos de serpiente y boca de serpiente.
Los negros esclavos llegados a la Costa Chica —esa entidad sentimental aún no bien delimitada— encontraron protección en el territorio y en los cuerpos de las mujeres nativas y se mezclaron con las amuzgas, quahuitecas y mixtecas, y demás grupos indígenas; con violencia seguramente, dado que ése es uno de los rasgos de los hombres: el poder, y sus hábitos inmemoriales. Una versión establece que cien negros llegaron con cien negras; no nos importe. Los blancos estaban presentes; y tuvieron que amulatarse.
Los hijos de los distintos fueron ni indios ni blancos ni negros. Mulas y machos, tal vez.

TRES
Los hijos heredaron el espanto de la persecución, la fatiga del trabajo forzado, el dolor del látigo y el hierro. Y casi siempre algún tono del negro en la piel —negro azul, negro cenizo, negro café, negro morado, negro amarillo, ecéctera—. Los hijos no miraron hacia atrás sino hacia adentro: aprendieron a olvidar. Olvidaron la distancia. Desaprendieron los idiomas dominados para afirmarse en el dominante. El eterno aquí y ahora decidieron vivir.

CUATRO
En Cerro de las Tablas, en cierto tiempo, un malilla[1] fabrica su caballito de vara, se pone antifaz y se amarra una reata de lechuguilla a la cintura; al extremo de la reata está otro malilla: al individuo que lo permite —por sonsera o descuido—, lo arrastran y lo raspan; porque hay muchos tras ellos, jugando y mallugándose (chanza, pero sí pesada), que para eso estos traen sus bejucos de malva, para ofender en defensa propia. El machomula se chinga a quien se le pone enfrente y lo enfrenta.
Distinto del multicolorido machomula amuzgo, esclavo del rencor y el odio: “Machomula: ¡Hijo de la chingada!”, lo saludan. Dicen que es un negro; mejor dicho, El Negro.
Los cerreños no saben que su mascarada tiene origen indio, si no tal vez ni la representan: lo único que quieren de los guancos[2] es su fuerza de trabajo eficiente y barata; aunque puedan aceptarlos como ciudadanos después de años y años de convivir con ellos; aunque quieran cogerse a sus guancas y, si es necesario, emparentar con ellos. Con aspereza, sí, mas convienen sus hábitos y costumbres; hay un lugar de coincidencia que trasciende los intereses y propósitos individuales.
Dos modos de lo mismo que lo hacen distinto. Somos hijos del machomula.

CINCO
El recuento del proceso de mestizaje en la Costa Chica es inacabable y arduo: ni documentos ni memoria colectiva suficientes. La imaginación y la intuición deben ser instrumentos fundamentales en esta búsqueda del ser machomulesco. La pesquisa debe estar en manos de los hijos de los distintos, en los nuevos otros, los hijos del machomula. El conocimiento de lo que hemos sido y de lo que somos debe emanar de todos, y no ser preocupación sólo de investigadores y del Estado.
(¡Ah!, triste tristeza. Acabo de visitar San Nicolás y vi derruido el redondo que significaba el intento de involucrar a jóvenes y niños en el baile de la artesa: otro proyecto gubernamental más abortado.)
La cultura real, diaria, se vive; los hijos del machomula la viven, no necesita ser rescatada: sólo hay que señalarla. Lo que de ella permanece es lo auténtico y humano; a ello habrá que apostar.

SEIS
Crimen contra los negros, crimen contra los indios, la conquista. No más crímenes.
Hay un movimiento social en la Costa Chica que pugna por delimitar su mapa histórico y cultural; en ello están puestos los sentimientos, las amistades y rencores, la pasión y la inteligencia. Se avanza a grandes pasos. Habrá que apresurarse porque el mapa se ensancha y cambia constantemente. El machomula parió otros hijos, en los que aún no fijamos la vista; sólo que los parió allende la frontera: aprenden inglés y pagan con dólares.

SIETE
Porque parió el machomula, ahora que paran sus hijos.



[1]. Malilla: calidad de malo; maloso, pícaro, travieso.

[2]. Guanco: el hombre que vive en la zona templada en contraposición al que vive en la costa; modo despectivo de nombrar a los indios.

La cumbia y el bolero, continuum cultural de los afroindios de la Costa Chica



(Para leerse con música)



Como no tengo nada que regalarte

quiero que escuches mis humildes palabras.

Bertín Gómez



Al escuchar música doy un sentido a otro que no soy yo.

La diferencia individual vivida en la comunidad.

Luc Delannoy



Los valores de una copla


Por las blancas doy un peso,/ por las negras un tostón,/ por las indias no doy nada… canta una copla nuestra. Desde hace cientos de años, tal vez quinientos, una cosmovisión europea vino a dar valor a las personas en función del color de su piel y, aparentemente, de su raza. En la parte alta se colocaron ellos, los blancos; en medio, a los de color quebrado o negro u oscuro; al final, abajo, a los indígenas o indios. A principios del siglo XXI, esa cosmovisión vive entre nosotros, la reproducimos, reproducimos esta visión discriminatoria, la vivimos.




Búsqueda de lo negro o africano

Durante los últimos treinta años, en la Costa Chica de Guerrero y de Oaxaca –que inicia en Acapulco y termina en Huatulco– ha devenido un movimiento por reconocer y recuperar la historia y las culturas de origen africano. Estudiosos e individuos legos, frasteros y locales, curiosos todos, en pos de “lo negro” o “lo africano”, seguramente motivados por los estudios de Gonzalo Aguirre Beltrán (La población negra de México, 1946, y Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo negro,1958) y también, más cercanamente, en publicaciones como un artículo aparecido en el número 44 de la revista México Desconocido –julio de 1980, La escondida “miniÁfrica” mexicana–. Dos perspectivas que teñirán los conceptos de la identidad local: la auto percepción desde lo cotidiano y el reconocimiento desde la historia y la etnografía, desde fuera.





Lo negro, lo indígena, lo mestizo, lo afromestizo,

lo afromexicano…

Seguramente la mejor elaboración del concepto de lo negro para los costeños es una atribuida al magnífico Álvaro Carrillo: Soy el negro de Costa/ de Guerrero y de Oaxaca;/ no me enseñen a matar/ porque sé cómo se mata/ y en el agua sé lazar/ sin que se moje la reata. Eso, en el año de 1954, antes del actual boom de lo negro-africano. Aunque desde mucho antes, el Estado mexicano [cuya forma más perceptible es la educación] nos inculcó con insidia y malignidad que los costeños somos mestizos, cual la mayoría de los mexicanos, nacionalistas a cual más. Todo parece estar bien, excepto cuando eres el excluido y te discriminan; excepto que el concepto de “mestizo” aducido, enseñado y aprendido tiene una deficiencia: incluye sólo a españoles e indígenas y deja en lo oscuro a los negros, a los venidos de África. “¿Por qué nosotros no aparecemos en ese libro?”, criticaría, un tanto acongojado, Rey David, creador de un grupo de música que se nombra Yanga –nombre de un caudillo africano que consiguió tierra y libertad para él y sus cimarrones, en la zona del Cofre de Perote, a principios del siglo XVII–. “Mestizo”, pues, es discriminatorio por excluir esta vena o rama de origen africano.

Pareciera, por otro lado, pluriculturales como somos, que decir “indígena” en la Costa Chica es asunto sencillo; sin embargo, dando una ojeada rapidísima hacia el comienzo de esta interculturalidad de americanos, africanos y europeos (anoto, en función de su cantidad) sabremos que 1522 es el año de choque entre estos tres grandes grupos (blancos, negros e indígenas, anoto, en función de su importancia económica, militar, etc.), integrados por castellanos, yorubas y bantús, y por mixtecas, zapotecas, chatinas, nahuas, quahuitecas, amuzgas, huehuetecas, ayacastlas, tlapanecas, yopes o yopis o yopimes, acatecas, cintecas y tuztecas. Como se ve, los “indígenas” no solamente eran muchos en número, sino también eran diversos (desde los señoríos yopimes de Acapulco, hasta el mixteco de Tututepec; desde el palenque de La Sabana hasta el de Coyula: casi 500 kilómetros de longitud). De todas esas raíces venimos, más o menos. Y eso si no olvido a algunas, o las desconozco por ignorancia. No todos estos grupos sobrevivieron los siglos de genocidio y  explotación europea, claro. Algunos investigadores hablan de que, en apenas cincuenta años, sólo pervivió el uno por ciento de la población indígena originaria.

En los años 80, los estudiosos del tema de la presencia africana en estas tierras recurrieron al concepto “afromestizos”, dando por sentado que somos un país de mestizos y poniendo énfasis en la que llamaron “la tercera raíz”, la africana. Todo bien, excepto que esa misma denominación puede utilizarse en peruanos, hondureños, ecuatorianos, colombianos y demás gentilicios, donde co-existieron, confrontadas por interconectadas, estas culturalidades. De ese modo, los académicos daban continuidad a la visión discriminatoria del Estado mexicano, pues el término “mestizo” elude la ubicación geográfica y, por ende, la política, tendiendo hacia una aparente conciliación, ficticia, que se le atribuye. Ahí está Vasconcelos, tutelado por el espíritu que hablará por “nuestra” raza, la cósmica. Y los modernos “encuentros de dos culturas”. En los 90 se retomaron otros dos conceptos, con una carga política más precisa: “negro” y “afromexicano”; el uno, espectacular, sobre todo para los estadunidenses, que mucho lo promovieron y promueven; el segundo, local, discreto, sin mucha trascendencia. El primero también es discriminatorio, niega nuestra pluriculturalidad y nuestra interculturalidad. El segundo, es más justo, aunque artificioso porque no ha penetrado la visión del común pópulo, a quien pretende reivindicar. Esta búsqueda de lo negro-africano ha dejado de lado un hecho: el gran mestizaje o mezcla en la zona ocurrió entre indígenas y africanos y sus descendientes. Por ello, conviene también comenzar a hablar de lo afroindio, porque ninguno de los tres grupos originarios de esta cultura costeña permaneció puro. Aparte, es un acto de justicia. A partir de este impactante choque, hablemos, pues, de los afroindios de la Costa Chica.





Cultura de exhibición contra cultura viva

 Hay elementos culturales que pueden observarse cotidianamente en la Costa Chica, elementos que se comparten, independientemente de la lengua de cada pueblo, grupo o individuo y de los hábitos culturales particulares, que muchas veces son préstamos entre los pueblos, de los cuales no tenemos certeza de su origen. Ejemplifico: el telar de cintura es una tecnología indígena prehispánica y preafricana; sin embargo, en una zona algodonera como la nuestra, quienes también la practicaron profusamente, y la enriquecieron, fueron los descendientes de los esclavos negros africanos -muchos de ellos, vaqueros-; hace cuarenta años, en poblaciones a las que se les pretende capitales de la negritud como Cuajinicuilapa o San Nicolás, los hombres vestían los cotones y los calzones de manta -signos distintivos de los actuales “indios”- manufacturados por sus oscuras mujeres.

En fin, en esta búsqueda hemos llegado a fundamentalismos absurdos como la certeza del origen negro o africano de palabras, cosmovisión, creencias, conocimientos de magia y medicina, fábulas, formas de comunicación orales, ritmos, bailes y danzas, comida, etc. Difícil, dificilísimo, muy, muy difícil. Es posible, tal vez, identificar zonas donde se puede vislumbrar el origen, pero el asunto sigue siendo complicado. Como resultante de esta búsqueda se ha puesto demasiado énfasis en formas culturales como el baile de los diablos y los vaqueros o el toro de petate, la chilena, la artesa, los versos, el corrido, etc. Craso error, grueso, gordo y espeso error cometimos, cometemos. Reduccionismo, pues. Limitación. La Costa Chica es mucho más. Se ha creado, con esa inercia, una “cultura” negra, afromestiza o afromexicana de exhibición, para probar a propios y extraños un supuesto origen o pasado o pertenencia. En ese viaje se ha olvidado que ése es sólo un estrato limitado de nuestra cultura, que la cultura de la Costa Chica no se agota allí. Y que lo que unifica a tantos individuos es la cultura viva. Es un estrato más rico, más diverso, más incluyente. Por ahora, sólo me referiré a un aspecto, la música costeña, y de ella, a la cumbia y al bolero.





La cumbia y el bolero unifican a los costeños

e invaden el Altiplano [o Altépetl]


Aunque para algunos cumbia es voz africana que significa fiesta, jolgorio o fandango, hay quien afirma que era el nombre de la música que mulatos y mulatas bailaban entre sí o que aquellos enseñaban a las indias a bailar, ombligo contra ombligo [como la recién moderna lambada, del norte de Brasil, otra zona de negros], “cargándola montada”, a mediados del siglo XVII y a lo largo del XVIII en la zona del actual estado de Veracruz, baile por el cual eran perseguidos y castigados, hecho que los obligaba a internarse en el monte y realizar, escondidos de la moral religiosa española, sus fandangos que, además, aderezaban con tabaco y aguardiente.

[Leerse con Cangrejito playero] A principios de los años setenta del siglo pasado, un grupo de indígenas chaparros y gorditos armó una revolución que inició en Acapulco, se diseminó por la Costa, incendió todo el país y se desparramó por el continente. En principio, ellos fueron productores de sus propios discos, es decir, hicieron una mala grabación de algunas de sus canciones, llevaron las pistas al DF para que les maquilaran un disco LP, cuyos acetatos vendían durante los bailes que amenizaban, hasta que una de las compañías disqueras grandes se los apropió y los contrató “en exclusiva” (ganaron dinero de verdad: en esos tiempos, los mejor pagados en el ámbito cobraban hasta 25 mil pesos por presentación, en tanto ellos llegaron a cobrar hasta 100 mil pesos). Y dejaron de ser independientes, a costa de la fama y el dinero. “Eran descuadrados, desentonados, desafinados y cada quien terminaba como Dios le daba a entender”, escribió un crítico del Altiplano Central sobre el famoso Acapulco Tropical, los famosos Monstruos del Trópico, entre quienes se cuentan Walter Torres, Lauro Navarrete, Elder Torres y Margarito García. A pesar de ello, el Acapulco Tropical llevó la cumbia a ser escuchada por millones de oídos y a mover infinidad de culos con sus sosas cumbias. Y también los llevó a ser imitados. Eran algo insólito: un ritmo diferente y nuevo, o eso pareció.

En las antípodas de la epopeya del Acapulco Tropical se puede situar a La Luz Roja de San Marcos, en el terreno musical, claro está. [Entra Charanga costeña, en versión de este grupo, con Aniceto al acordeón, un poco más lenta que en la suya propia]: A mediados de los setenta, Aniceto Molina se integró, con todo y sus dos acordeones, a La Luz Roja, y ambos llegaron a una de las cimas más altas y prolongadas de la cumbia costeña, creando un estilo que llamaron colombia-mexicano. Vendieron y siguen vendiendo discos, tanto cantando cumbias como boleros costeños, de composiciones propias y ajenas, ahora CD o DVD, haciendo bailar a indios, negros y blancos, es decir, a todo mundo, aquí y allá. Incluso, conjuntos mixtecos y amuzgos, por ejemplo, cantan en sus propias lenguas estas canciones, estas cumbias, dándoles toques particulares, pero siempre imitando esta línea. Curiosamente, en este grupo se dan la mano nuevamente Sudamérica y La Costa Chica, como en la época de auge y poderío de la Nueva España, cuando se crea la chilena, emparentada con la zamacueca. En Charanga costeña, amén del ritmo y otros aspectos musicales, encontramos palabras específicas, muy dichas y escuchadas por nosotros: fandango, costa, charanga, pachanga, charangueando, ganga, que aluden a nuestra vida cotidiana, a pesar del localismo “mula” por “muleta”.

[Es momento de puchar El poquilín] En Huajintepec, en 1973, Higinio Peláez agrupó a varios músicos excelentes con el nombre de Los Multisónicos de la Costa. Durante mucho tiempo, el disco que ellos grabaron (nombrado significativamente Fandango Costeño, 1975) fue el único en el cual aparecían chilenas. Allí se incluyen algunas joyas de nuestra música, como El santo seco, La mosca coqueta, El palomo, Bonito Huajintepec, El alingo-lingo y El son, además de El poquilín, obviamente. Riqueza de metales, saxos y trompetas. Una tarola incisiva, precisa y redoblante, con su respectivo cencerro. El bajo moviéndose, discreto, al fondo. ¿Y la guitarra? Un güiro confuso, pero notorio. Una cadencia pausada, indiana, muy incitante a mover la patita y todo el cuerpo frente a alguna morena o negra o india o guanca o güera o blanquita o lo que fuere. A más de treinta años, esta composición de Juan Morales, El poquilín, sigue dando candela a las fiestas, a veces en su estado de pureza original, a veces oídopulado por un sonidero local o hiphopeado por algún rapero: en cualquiera de estas formas, El poquilín es, sigue siendo, será. Borra las diferencias, y sólo importa moverse, dejarse llevar por esas delicadas cadencias. Música de fusión, la de los primeros Multisónicos, como la de Los Magallones, los del Conjunto Magallón, los del estilo huehueteco, Los más gallones de la Costa Chica, quienes recuperaron piezas viejas y las rehicieron, nos las devolvieron otras para hacerlas nuestras, como El Cuararé o Tortuga del arenal.

En esta universalización de lo local, en ese proceso de globalización desde la periferia hacia el centro, José Barette y su Grupo Miramar tienen su nicho apartado, en uno de los lugares más altos del tapanco costeño [A estas alturas, el órgano y la batería, y la sutil guitarra, ya nos introdujeron a la nostalgia de Una lágrima y un recuerdo]: La pretensión de este grupo de parecerse a los grupos musicales del centro y el norte, modernizados con aparatos eléctricos y sonidos suaves, propios de la llamada balada, no los hace desprenderse de ese modo de cantar, de ese lloriqueo en la voz para mejor convencerse, por verdadera actuación, del dolor propio y convencer al escucha de la veracidad de ese dolor, cantado en esta vez a una “bella y falsía mujer”, a la que se le alaba y denosta, para conquistarla por reconvenimiento o regaño. El bolero costeño, otro modo de respirar del paisano, hermano sufriente de la cumbia, a pesar de los adornos propios de esa época y delatados en la pretensión de un órgano tenue y arrastrante o en el golpeteo de una batería de muchos tambores, de lágrimas y recuerdos (¿A poco nomás somos de uno?). El bolero costeño, desde el mar, desde Oaxaca, conquistando la Costa, el país, la América. Y como sello distintivo, el localismo que se le suelta al cantante: mamita. Era 1978.

Estoy sufriendo por ti, es el título [y se sospecha que ya la estamos escuchando]. Emiliano Gallardo, el compositor. Los Cumbieros del Sur, el conjunto. Aunque tuvieron muchos éxitos y difusión en los setenta, no sólo en nuestra región sino en el país y el continente, esta canción es una de las más logradas del bolero costeño. Fue compuesta y grabada en 2003, hace tres años, y es una de las canciones más escuchadas en la Costa Chica. En ella se condensa un trozo de poesía, emparentada con la copla tradicional, con la copla antigua que todavía perdura y nos muestra su belleza y sabiduría: Si algún día llego a morir/ y muerto quieras mirarme,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes/ si en vida me despreciaste.// Si amor tú me vas a dar,/ dámelo ahora que estoy vivo,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes?/ Ni me llores, te lo pido. Belleza y poesía, por la hondura del sentimiento expresado, por la certeza de la enseñanza vital, con la concisión de los versos, y la voz del hombre que no llora pero que parece llorar.

Al final, “desde Cuajinicuilapa, Guerrero”, como dice Esteba Bernal en la introducción, Me voy pa Carolina. ¡Súbele el volumen! De nuevo, en este nuevo siglo, en un pueblito de nombre San Nicolás, un hombre, el del acordeón arrecho, como le gusta llamarse y ser llamado, compone una cumbia y continúa la revolución que involucra a unos y otros, a propios y extraños. Es la culminación de un proceso, sospecho, que pudo incluso revivir a seis conjuntos musicales con el mismo nombre: Mar Azul. No bastó un solo conjunto para tanta gente, la de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca y la de la Costa Chica de las Carolinas, de Illinois, de Atlanta, de California, de Estados Unidos, del Norte. Más allá de las enseñanzas, de la anécdota, de los tantos saludos, de los tantos Mar Azul, la cumbia (de la mano del bolero) sigue moviendo los cuerpos, los espíritus, las sombras, los tonos de los costeños, dando continuidad e uniformidad a un movimiento que rebasa a los individuos y sus nombres, a sus colores o tipos de nariz y pelo, de sus lenguas, de sus edades y sexos.

Estamos ante una cultura viva que no solamente ha sido dominada y ha resistido, sino que ha tenido momentos de avasallamiento sobre otras, las dominantes. ¿A poco ninguno aquí ha bailado esta música?

lunes, 5 de mayo de 2014

LOS NEGROS DE CRI-CRÍ: DE LA OSCURIDAD A LA LUZ




Es frecuente hallar en los negros de las canciones de Cri-Crí una aspiración: lo blanco, la luz; la belleza. Parece que pretenden blanquearse la piel; y no sólo eso, sino ascender en estatus. Por ejemplo, el desnarigado Rey de Chocolate, con nariz de cacahuate, pretendía los amores de la Princesa Caramelo. El chato rey color chocolate soportaba indefenso —como soportaron la esclavitud algunos negros esclavos— los desprecios de la bella: a pesar de su riqueza (castillo/ con murallas de membrillo,/ con sus patios de almendrita, y sus torres de turrón, donde el merengue, los barquillos, el refresco de limón, el azúcar y las colaciones abundan); a pesar de que le brotaba miel de la cabeza. Por alguna razón no explícita, la bella decidirá consentir los amores del feo, pidiendo al erótico paje Pirulí comunicar su enamoramiento. Aparece como comparsa del Oscuro Rey de Cocholate en estas vicisitudes el Marqués de Piloncillo, o sea de panela, chanchaca, chincate, o sea azúcar oscura o negra o prieta. ¿Será que, si un merengue lo aplastó al tirar el castillo con tanto llanto desamorado, el Rey de Chocolate cambió de oscuro a claro, a blanco como el merengue, y por ello la Principessa Caramelo decidió favorecerlo con sus caricias y demás atributos? Sépalo Gabilondo Soler y su negra conciencia.
Cleta Dominga es la historia de una negrita pequeña/ [que] tenía el capricho de ver brillar en el cielo/ la luna tropical,/ esa luna de nácar,/ redonda maraca/ que sale del mar. Su destino, el sentido de su existencia, tan caprichosa, consiste en esperar, esperar y esperar (no hacía más que esperar) para ver el brillo, el nácar, la plata de la luna tropical que mora en el mar y sale a iluminarnos, a estimular la esperanza. Pero la negra Cleta Dominga está salada, sus esperanzas se ven fácilmente truncadas porque como en boca de lobo/ la obscuridad se cerró,/ sin un clarito en las nubes,/ ni tan siquiera un tirón, y ya no ha de cumplir su capricho, de ver brillar en el cielo a esa luna de plata/ que sale temblando/ mojada del mar. Como la amante que espera por el amor y no llega, la negrita esperaba,/ no hacía más que esperar.
En la veracruzana playa, donde tiene su origen don Gabilondo (a) Cri-Crí, se pasea el Cocuyito Playero, iluminando la oscuridad con su linterna de plata para que el camino no se pierda, como se le ha perdido un negro al cantante: Negrito ven junto a mí,/ pues hace rato que te perdí/ y si es de noche has de saber/ que a los negritos no puedo ver; aunque acá es el cantante-pregonero quien clama al cocuyo por luz porque la noche cayó,/ y todo está mucho más negro que el carbón./ Hay que comprender/ que ni siquiera mis narices puedo ver. Claro, si todo está más negro que el carbón, ¿cómo observar a Negrito que es más negro que la noche y que el carbón? De tan negro que es, ni él mismo se mira —a menos que esté cegato—; tal vez por eso hay que salvarlo, hay que mostrarle el camino: Negrito ven para acá,/ agarra fuerte mi cinturón,/ pero camina, no hay que jalar/ porque me expones a un tropezón. Se ha preguntado y se pregunta el pregonero: ¿Quién va por la obscuridad?/ ¿Quién va por la obscuridad?/ ¿Quién va por la obscuridad? Seguro que él no, y Negrito sí. Él quiere llegar a su casita en Veracruz, llevando a Negrito consigo; él, que puede demandar la luz.
Cucurumbé sí que no se andaba con medias tintas: la descarada, su carita podía blanquear en las blancas olas. Quería ser blanca/ como la luna,/ como la espuma/ que tiene el mar. Envidiaba a las conchitas/ por su pálido color: quería ser pálida, descolorida. ¡Imposible! ¡Qué atrevimiento de negra! ¡Ni con todos los baños en mar que de leche fuese! Y aparece el personaje ubicador: un pescado con bombín/ se le acercó/ y, quitándose la bomba/ la saludó, refregándole en la cara —eso sí, con delicadeza— su entintada marca, su destino, la firmeza de su color: ¡Pero válgame Señor!/ ¿Pues qué no ves/ que así negra estás bonita,/ negrita Cucurumbé?, en tanto la convence de su tontera. Digresión: Imaginar un pescado con bombín me invita a ver un negro liso ensombrerado, de esos de copa alta; aunque la transfiguración del bombín en bomba —justificada por la métrica y la rítmica—, transfigura mi entendimiento: según la autoridad del maestro Santamaría, bomba, además de significar sombrero de copa alta, es en el sureste del país, copla improvisada, por lo común irónica, intencionada y erótica, y también sátira, ironía, pulla dirigida a una persona, por lo común a quema ropa y de improviso. ¿Imagina mi entendimiento estos sentidos en el vocablo o es inocente don Gabilondo de tanto enredo erotizante y, en realidad, el lindo pescadito no estaba insinuándosele a nuestra Cucurumba? Lo cierto es que el pescado —que no pez, mexicano dixit— quería convencer a Cucurumbé de ser bonita, por tener carita bonita, a pesar de ser negrinha.
¿Y si el tal pescado era negro? Entonces, y como dice el dicho: el Comal le dijo a la Olla: Con sus tiznes me ha estropeado ya de fijo/ la elegancia que yo truje, canta Cri-Crí. ¡Ah, qué negro tan liso y reliso!, digo. Delicadito tío Comal. Que’s que no quere que lo tizne l’Olla, que no le menoscabe la innata elegancia, como si no fuera un presumido!/ Vaya, vaya./ Lo trajeron de la plaza percudido/ y ni ánimas que diga/ que es galán de la pantalla. ¿No le da vergüenza? ¡Lo trajeron percudido! ¡Percudido! O sea: sucio, nejo, oscuro, prieto. Y se queja, el rascuache, le hace fuchi-fuchi a su pareja; y ella se enoja, se envalentona y amenaza: Si lo agarro lo convierto en tepalcates/ y ni ánimas que grite pa’ que venga la patrulla. El mísero Comal recurre al insulto: ¿Qué dijites? ¡Ya estás vieja!/ Si no puedes con la sopa de quelites,/ mucho menos con lentejas. Y eso que ella es su quelite, su querida, su recargadera. Ha de salirse con la suya la tía Olla: ¡Puras habas!, le asesta; e imagino que se la mienta levantando el puño.
De igual modo retacharon al ilusionado amigo Jicote Aguamielero: “¡Puras habas!”, diría la bella de esta historia: Parece, parece que no sabe con quién habla/ igualado bigotón./ ¡Soy la reina, la reina por bonita/ y un jicote aguamielero/ no cuadra con mi amor. Igualado como negro, dirían en mi pueblo. Cualquier cosa quiere, sino a la regia majestad. Igualado: Leí que éramos iguales,/ asegún la Constitución,/ la sociedad sin clases la creí, refuta. E insiste en accesar al real tálamo nupcial. Mandando cerrar la puerta,/ la reina se le negó,/ porque su afán es que se ha de casar/ con un emperador, como es de suponer. Y estalla en majestuosa cólera: Parece, parece que no sabe,/ no sabe con quien trata/ ese prieto barrigón. Y aquí declara y aclara la reina su fobia: prieto barrigón. ¿Abomina de él por prieto? ¿Por barrigón? Lo menos de dudar es la color del fruncido Jicote: prieta la piel tiene.
Aparte están las figuras del Negrito Bailarín y del Negrito Sandía; no aspiran a blanquearse ni a la luz: son como son. El primero es un juguete, un negrito bailarín/ de bastón y con bombín,/ con clavel en el ojal,/ pero que se porta mal. ¿Cómo querría don Gabilondo que un tipo engalanado, con pinta de enamorador, a punto de fiesta y aparte negro no se “porte mal”? Hasta se me afigura ser el seductor de Cucurumbé, con todo y bombín, el morenito. Aunque como a cualquier juguete que se precie, se le ocupa, sirve para divertir a otro, está esclavizado, se le obliga a cumplir con los deseos de otro: ¡Hey amigo, lo compré/ para ve’ bailar a uste’!/ Perezoso, ¡mueva los pies! Perexoxo bailarín, nieve tampoco es. Por su parte, Negrito Sandía tiene cara angelical y es lindo/ igual a un querubín, a pesar de que se trata de un negrito. Deslenguado, pícaro, ingrato, tontero, discutidor, grosero, descortés, y más. A lo único que teme son los garrotazos de su tía, al palo que utiliza; y el castigo sí que lo horroriza. Un cuento,/ tan triste de repetir. ¿Triste? Si Cri-Crí-Gabilondo-Soler lo disfruta: Y después de la paliza/ me voy a morir de risa. ¿O sólo es una finta más?
Coda [y no a destiempo]: Acabo de entender o intuir o imaginar, después de escuchar por muchas veces la canción Este triste mirar en voz de quien la soñó, Ña Marina Guerrero, acompañado de negra y criolla compañía, que la tal muñeca que se afea escondida tras los rincones,/ temerosa que alguien la vea, con todo y su triste mirar, es negra, aunque tal vez Gabilondo ni lo sepa o tema decirlo.

viernes, 18 de abril de 2014

NO ME QUIERO SALVAR


(La Esquina de Xipe)
Para el Yor, el convertido
Antes huía de mí,
ahora me salgo al encuentro…
Víctor Manuel

Siempre he sido lerdo, obtuso o tarugo para esos asuntos de la religión, de las creencias en seres supra o infra naturales. En mi infancia acudí por voluntad de otros a la iglesia, fui bautizado, confirmado y comunionado e, incluso, caseme de blanco y toda la cosa por esa misma vía, aunque en realidad durante mucho tiempo fui incrédulo: acudí a todos esos actos aparentemente religiosos como quien oye misa, sin prestar atención y más por obligación ante mis semejantes que por convicción, y atento, sí, a la hora de las chelas y el mole, los tamales o la barbacoa y el baile, sobre todo cuando fungí de padrino de niños que sigo queriendo, a pesar de que ya no soy y, tal vez, nunca fui católico, como se sospecha o sostiene que semos los mexicanos.

En mi adolescencia y juventud me declaré ateo, más convencido que aconsejado por el maestro Rius y unos librillos rojos que llegaban de China y hablaban de la inexistencia de Dios y del opio del pueblo. Ateo, y no gracias a Dios sino al marxismo dialéctico, que embonó perfectamente con mi carácter y mi modo de entender y vivir el mundo. Ateo, ni comunista ni socialista sino anarquista, enemigo de todo lo que significase poder para oprimir, como en el caso de las iglesias, más que de las religiones. En ese tiempo descubrí que el cristianismo fue en su origen una religión revolucionaria, pues pretendía en medio de un imperio que todos los hombres, desde el emperador hasta el esclavo, eran semejantes o iguales ante la ley de Dios. Y no conozco más ley de Dios que dos preceptos: tratar al otro como a uno mismo. Si ese precepto lo practicaran los creyentes en Dios (en cualquiera de sus advocaciones o nombres), seguro que me suscribo a la idiosincracia. El otro precepto lo enunció así un poeta español, diciendo que el niño Jesús dice que pecado es/ hablar mal de los vecinos,/ y que pecado no es/ besarse por los caminos.

No creo en Dios, no creo en las religiones, no creo en las iglesias (espero haber enunciado bien estas definiciones). Para el caso de Dios, he entendido que mi entendimiento es estúpido o incapaz o insuficiente, que mi mente no alcanza a desentrañar o comprender o aprehender o inteligir o intuir su presencia. Por ello suspendo mi juicio: de Dios, no sé si existe o si no existe. En cuestión de religiones, me agrada el budismo, pero sólo en lo que dice y no en lo que hace; la mitología griega me apasiona, particularmente porque es invención de una imaginación fecunda; de la santería conozco poco, a pesar de que a veces me asumo bajo la égida de Exhú, el yoruba, o del Santo Niño de Atocha católico; en fin, sospecho que hay una religión para cada gusto o talante: que os aproveche. Tomad, vosotros, catadores ruines de vinillos humanos, esos vasos donde el jugo de lirio a grandes sorbos sin compasión y sin temor se beben, dejó escrito el amadísimo José Martí.

Mi experiencia con amigos míos, creyentes en religiones diversas, me mueve a risa. AE profesaba una especie de budismo-aztequismo-marcialismo que la conminaba a la privación de todo lo mundano, como un modo de purificación del cuerpo para purificar por esa vía el espíritu. Llegó a esta posición después de haber derramado placeres en exceso. Me interesaba su verborrea y los soportes ideológicos de su religión, sobre todo porque sus argumentos solían ser interesantes, aunque no siempre verosímiles. Olvidaba mencionar su vegetarianismo, el cual compartí y disfruté, pero su abominación por la carne nos llevó a la ruptura: nuestra conversación y compañía eran excelentes, hasta que la carne mía pidió su cuota de placer y ella se negó a tocar siquiera esta mortificada y doliente y necesitada y oscura carne. Entendí que, obtenidas de ese modo, las cosas del cielo y la gloria no me interesaban. Ya sabía que también por el cuerpo se llega a ambas. Y abandoné el juego.

Otra amiga, extranjera, se definía como jansenista (hija putativa del herético Jansen o Jansenio -traducido al casteñol). Los jansenistas creen que los humanos no tenemos libertad para decidir nada pues todo ya está destinado por Dios; por lo mismo, no podemos hacer bien ni mirando a quien, si Dios no lo quiere, y sólo nos salvaremos o condenaremos si Dios quiere (como con el chiste del de la vaca). Ella, como los pocos que son los jansenistas, creía que era una elegida para salvarse. Eso está bien, son sólo creencias, pensaba este que escribe. Hasta que un día tuvimos que compartir una jornada entera en Tecoyame, a orilla de mar: lejos de su hábitat, no tenía qué comer pues se les prohíbe comer “todo lo que tenga ojos o sea su producto”. Pasamos la de Dios es padre para encontrarle comida en ésta, para ella, inhóspita zona. La gente que nos hospedaba, por supuestamente, estaba más espantada que asombrada: ¡Habrase visto gente así! ¡Por Dios!

Casos muy más cabrones he visto en ateos que se convirtieron en hermanos o cristianos o de logias similares: fanáticos de rabo a cabo, y al cabo. En fin. Que no tengo talento para seguir pastores. Entiendo que las religiones van más allá de ser el opio del pueblo, la droga que adormece las conciencias, aunque las iglesias casi siempre estén al servicio de poderes más terrenales que divinos para desdecir con hechos ese precepto del hombre semejante del hombre, o que su actuación parezca inspirada más por El Malo que por El Altísimo. Cosas de hombres, pues, las religiones y, por ello, mágicas, míticas, maravillosas, angelicales incluso. Las religiones, no las iglesias: las ideas, los mitos, las historias, los preceptos, no los sacerdotes, clérigos, canónigos, pastores y eclesiásticos. La maravilla de la esperanza contra la vileza del engaño o la manipulación.

Y cosa de cada quien, sus creencias y religiones e iglesias. Yo sólo expongo mi pensamiento, en público. No creo tener ni poseer esa cosa inexistente que llaman La Verdad; en todo caso, existen las verdades, la de cada cual, y todas son válidas. Yo digo mi verdad, pues. La pongo en letras impresas para que quien quiera la lea y critique o acepte. No voy ni iré puerta por puerta para imponérsela a nadie, ni pretendo convencer a nadie para que piense de este mismo modo; al contrario, por pretensión de singularidad, me complazco pensando que soy único. Tampoco por lo aquí expuesto dejaré de acudir a comerme el mole de los cuarenta días, después de haber estado en la misa acompañando a gente que quiero y que me quiere. Como dice Víctor Manuel: no me prometas salvación/, que se me ablanda el corazón…

jueves, 17 de abril de 2014

REDONDO AFRICANO EN MÉXICO, EN RIESGO DE EXTINCIÓN




Tecoyame es una cuadrilla, unas cuantas casitas en un vallecito a orillas de un arroyo que va a dar a la mar océana, al Pacífico. Es un pueblo de negros, o de morenos, como se dice localmente para no ofender. Las palmas son muy altas y las mece constantemente la brisa del mar, que se encuentra a un kilómetro y medio: la Barra Tecoyame, dice el mapa de INEGI. Es un pueblo pequeño y pobre: la mayoría de sus casas son de jaulilla. “Jabalí de piedra” o “Piedra del jabalí”, según entiendo, significa el nombre: es nahoa, lo que me hace pensar en que en el origen fue un asentamiento prehispánico. A dos kilómetros de allí, hacia el poniente, se ubica Punta Maldonado, o El Faro, playa muy visitada y apreciada. Tecoyame no es visitado sino a veces, y por personas atraídas por una casa vetusta: un redondo. “Tiene cincuenta y seis años”, dice doña Coya, su propietaria. La señora tiene ochenta y acaba de caerse; se le zafó un brazo; está yendo a rehabilitación. Se da ánimos para recuperarse. La discusión con su hijo se suspendió por el momento: él quiere tumbar esa casa y construir una más moderna, con techo de lámina de asbesto. Ella se opone.

El redondo es una construcción de madera y lodo. Gonzalo Aguirre Beltrán, en su libro Cuijla le dedica varias páginas: “La habitación de planta redonda… es un tipo tradicional de vivienda no sólo en Cuijla, sino en gran parte de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca.”. Este antropólogo excelente visitó la zona durante 1948 y 1949; más o menos por las fechas en que se construyó el redondo de doña Coya. “Todo parece indicar que tal tipo de casa es una retención cultural de procedencia africana, más específicamente bantú”, continúa don Gonzalo quien, seguramente no conoció este redondo. Agrega que a pesar de que este tipo de construcciones se conocía en la época precortesiana, los “Amuzga, los Mixteca y los Trique” que utilizan estas viviendas las tomaron como préstamo cultural de los negros costeños. El argumento fundamental para su afirmación es que “a pesar de los elementos de duda que introduce el conocimiento anterior, fácil es comprobar cómo la construcción del redondo, con función de vivienda, sigue al pie de la letra los patrones arquitectónicos africanos”.

Y describe don Gonzalo cada uno de tales patrones: la construcción del cono y del cilindro, la colocación o ensamblaje de ambos, el uso, los anexos y la función: “El redondo tiene uso principal como sitio de protección para la familia durante las horas de la noche destinadas al sueño, esto es, en los momentos en que el cuijleño se encuentra desarmado contra las injurias de los hombres y de los sobrenaturales”, informa. En efecto, doña Coya, su hijo Amado, su nuera y sus dos nietos todavía utilizan el redondo como vivienda. Son la única familia en la Costa Chica que utiliza un redondo como vivienda. El redondo de doña Coya es el único en la Costa Chica y, tal vez, en México, cuando menos el único relacionado con la cultura africana (bantú, en este caso) en México: es un vestigio, un monumento, una prueba física de la presencia africana en México, de la contribución de los negros esclavos y sus descendientes a la constitución de esta nación. Es el patrimonio de una familia; también es patrimonio cultural, histórico, etnográfico y sentimental de los afromexicanos; también es patrimonio nacional, patrimonio colectivo, patrimonio del mundo. Ahora, este redondo, el redondo, está en riesgo de ser destruido.

Los materiales con que fue construido y el modo de construcción son similares a los descritos por Aguirre Beltrán, según cuentan Amado y doña Coya: morillos de morillero u hormiguero u hormiguillo; armazón o jaulilla hecha con horcones de malacate y chipile o cacahuananche y de bejuco trementino entrelazado; amarres de bejucos güilote y chinaco. Relleno y revestimiento de barro ocre o dorado. Tiene alrededor de ocho metros de diámetro y cinco de alto en la cúspide del cono. El techo es de palapa de coco. Antes fue de zacate llanero y de palma real. El techo se cambia cada año o cada dos, porque el material se deteriora fácilmente. Ahora es difícil utilizar zacate llanero para el techo porque no es fácil conseguirlo. Y la palma real propicia la proliferación de alacranes. Por eso se utiliza palapa; además que es más fácil adquirirla. Aunque no en Tecoyame porque las palmas son muy altas y los bajadores o cortadores no quieren subirse a cortar palapas “ni aunque les pague diez pesos por cada una”, dice Amado.

“Es más caro que si tuviéramos una casa sencilla de material y techo de lámina”, continúa. “Imagínate: estar cambiándolo (el techo) a cada rato”. Además, se necesitan cientos de palapas para techar el redondo; porque el techo debe estar tupido de palapas secas para impedir que el agua de las lluvias penetre. Es una vivienda fresca durante el calor del día y caliente por las noches frescas o frías. Al estilo antiguo, la familia de doña Coya, tiene una cama de vara, de las que se construyen con cuatro horcones enterrados en el piso y una estera de varas encima. Televisión, refrigerador, otra cama, cajas para guardar ropa (baúles), aparato de música o estéreo.

Doña Coya, Cointa Chávez Velazco, es originaria de Pinotepa Nacional, Oaxaca. Llegó hace más de medio siglo a Tecoyame, también perteneciente al mismo estado. Su marido falleció hace años y ella quedó como propietaria del redondo. Ella no quiere que lo destruyan: “Le digo a Amado que viene mucha gente a verlo; vienen de otros lados, de Estados Unidos, de México (DF), de Cuaji, de Oaxaca, de Cuba. Una vez vino un negrote, así de grandote, que ni entraba por la puerta; tuvo que entrar agachado. Viene el padre Glynn y manda a mucha gente; es más, él quedó de ayudarnos, yo creo que nos va a ayudar”, argumenta. Y su hijo responde: “Sí pues, él quedó de ayudarnos, como muchos que vienen aquí, pero, ya ves, no nos han ayudado”. Amado Clavel también nació en Pinotepa. Amado y su madre son mixtecos. “Sí, hijo, pero es importante o les interesa mucho, por eso vienen a verlo. Yo digo que hay que dejarlo”, contrargumenta ella. Y él asiente. Por lo menos por esta vez, aunque no se nota convencido a cabalidad. En Cuaji, donde residió muchos años antes de establecerse en Tecoyame, ya le han conseguido la palapa y el transporte; sólo espera las condiciones para ir por ella y cambiar el techo.

Parecería paradójico que el último redondo de origen africano –y su destino– pertenezca y esté en custodia de dos indígenas, de dos mixtecos. Sin embargo, este hecho demuestra que el mestizaje en la Costa Chica ha sido intenso y no sólo se detecta únicamente en el color de la piel, sino en la cultura. Por cierto, la mujer de Amado es negra.

viernes, 14 de marzo de 2014

INDALECIO RAMÍREZ, EL TACITURNO

Distrito Federal. Es el café San José, cercano a la XEW, La voz de América Latina desde México. La mesa está en un rincón, al fondo del establecimiento: sitio privilegiado, donde han sido escritas muchas de las canciones de Indalecio Ramírez. Es el jueves 10 de julio [de 1999]. Son casi las dos de la tarde. El maestro y yo conversamos.

 





















El principio
—¿De Igualapa es usted?
—De Igualapa…
—¿Cuándo nació?
—El 19 de febrero de 1927.
—De familia de músicos…
—Mi padre fue músico, pero era de Ometepec…
—Un gran músico…
—Sí…
—De él viene la herencia…
—Posiblemente. Sí, mi padre fue un valor guerrerense, reconocido. Y como compositor hizo algunas chilenas de allá… famosas que son ya ahorita… Verdad de Dios, La talapeña
—Él tocó, incluso, con Zitarroza…
—Estuvo con Zitarroza alguna vez. Creo que se vieron en Cuernavaca. Yo estuve con Zitarroza, pero aquí, en su casa.
—¿Desde cuándo ha estado usted componiendo sus canciones?
—¡Uh! Desde que tenía dieciocho años. Ya en forma, es decir, comercialmente, desde los años sesenta.
—¿La primera canción comercial que se le grabó?
Rosa negra. La grabó un trío que se llamaba Los andariegos, de Guerrero. Después ya vino don Juan Mendoza; ese era un artista ya conocido. La canción se llamó Soy cobarde.

Álvaro Carrillo aparece
—¿Cómo llegó usted acá?
—Es de todos sabidos… de todos los costeños es sabido que a mí me trajo el ingeniero Álvaro Carrillo. Él siempre llegaba en las navidades a casa de don Salvador Añorve Herrera, papá del Güero Añorve Reina, en paz descanse mi compadre. Ahí llegaba, y mi compadre le habló de mí al ingeniero. Entonces yo tomaba mucho. Dijo que yo dejara de beber un año, después de oír mis canciones que yo hacía allá, chilenas y todo, ¿no? Pasó ese año, y dijo que dejara otro, para no reincidir. Y fue así que en el año de 1960 yo llegué a la ciudad de México, a Peralvillo; allá tenía un negocio el ingeniero, creo que se llamaba Las Palmas. Había un hotel grande y ahí vivía él, y en el sótano tenía su negocio. Allí llegué. Como al año, dos años, tiraron todo eso porque pasó la calle de Reforma. Y de ahí para acá, he vivido aquí.
—¿Qué compositor le gusta?
—Desde siempre tenemos que admirar a alguien en la vida. Para mí, el ingeniero Álvaro Carrillo, Después de él, Armando Manzanero.
—José Agustín Ramírez, ¿qué le parece?
—Muy completo, muy guerrerense en el aspecto que le cantó como nadie al estado de Guerrero. Pudo haber sido internacional pero se dedicó a cantarle como nadie a Guerrero, como nadie le había cantado, ni le ha cantado ni le cantará, tal vez. Era único.
—¿Algún cantante que le guste?
—Todos van pasando. Los que me gustan a mí ya se murieron. Por ejemplo Carlos Madrigal, que le decían El Yoni; era hondureño, pero se hacía pasar por veracruzano, jarocho, de Alvarado…
—Como el maestro Lara…
—Bueno, pero el maestro siquiera era mexicano. Él era único. Generaciones y generaciones se toman, de alguna manera, machotes o… Es decir, todos acudimos a él, porque fue de los primeros. Un romántico de aquellos que ya no hay. Como bolerista, yo que me dedico al bolero también, yo admiré y sigo admirando al maestro Álvaro Carrillo, pero él, a la vez, por ser primero el maestro Lara, tuvo que recoger algo de él.

Inspiración y creación
—¿Cómo hace para componer? ¿En qué se inspira?
—No, pues esto es cosa que Dios te da. Estar justamente en el momento, en el momento de escribir. Porque, cuentan algunos amigos que son constructores de canciones, y las hacen bien; hacen hasta un LP; había un señor que así lo hacía. Un LP siempre consta de doce o de diez; de aquellos; de ahora les metes hasta las que quieras. Ésa es mi forma de componer, cuando tengo la idea debo tener el momento de hacer aquello, si no ni a mí me gusta. No sale bien, salen versos muertos.
—¿Y cómo le llega la idea?
—No, la idea se busca. Se busca o… Son vivencias, pocas. Lo demás es cosa de trabajo. Sería, también, una tragedia grande para cualquier autor que a él todo le hubiera pasado. No, no es posible. En mi caso, yo siempre escribía lo que me pasaba o oía a algún amigo que su caso era igual que el mío, yo lo hacía mío, o lo hago mío, ¿no?, porque sigo escribiendo. En esta mesa es donde hice mis mejores canciones. Muchas, vaya. Porque yo viví por aquí, frente al cine Teresa; allí vivía yo. Después de ir a promover a la grabadora, ya me venía aquí, al café. Hace cuarenta y tres años que visito yo aquí.
—¿Toca usted?
—Toco guitarra.
—Se dice que aprendió usted rústicamente…
—Soy empírico, esa es la palabra. Por allá le decimos lírico. Lírico es el poeta que es espontáneo; es decir, que habla en prosa pero es espontáneo, no tiene medida no tiene patrón; habla de lo bello o de lo feo, como quiera…
—¿Lee poesía o cosas por el estilo?
—No, no, no. Yo no uso ningún libro ni nada, y soy el único, hasta ahora, que no soy académico ni nada. Porque el sentimiento no va a la escuela, no hay escuela para compositores. Eso es cosa que Dios te regala, un sentir especial para hacer tus cosas. No se trata de hacer versos; hay muchos versistas. Esto se trata de canciones, canciones que tienen que resumir en cuatro cuartetas toda la historia de lo que quieras decir.
—¿Cómo sabe que una historia vale la pena ser contada?
—Porque tú la sientes, tú la estás creando. Estás hablando de ti, de tus vivencias… que alguna vez hayas tenido. Yo tengo más de mil canciones hechas.

De canciones e intérpretes
—¿Ha publicado todas sus canciones?
—No, apenas como trescientas.
—¿Alguna que le guste?
—Todas me gustan. Lo único que te sé decir, es que mis canciones… es decir, la que me dio a conocer, se llama Una limosna. Y si las canciones hablaran, así como nosotros, posiblemente me echaría en cara todos los días, porque no me gusta Una limosna; sin embargo es la que me ha dado a conocer donde quiera. El nombre, me entiendes. Porque es internacional; la han grabado en todo el mundo, en muchos idiomas. Yo guardo las versiones más trascendentes, de mi carrera. Me han grabado tanto; y uno cree que cuando están los discos van a existir siempre; y hay que guardar una siquiera. Yo no tengo todos los discos, los tengo en papeles.
—¿Cuál de sus intérpretes le gusta?
—Gente que no me han grabado. De veras. Me gustaría que me hubiera grabado uno de mi tierra, un joven que hasta ya se murió, de Igualapa, cantaba muy bonito para mi gusto. Se llamaba Zenaido. Ahorita, el que canta mis canciones bonito es el teniente Ramiro Aparicio, de Igualapa. Él no se dedica a la música, lo hace por gusto, y me gusta porque es un sentir del sur, digamos, como el mío. Aquí te graban comercialmente. De los que han muerto, por ejemplo, Juanito Mendoza era muy sentido. Los demás merecen mi respeto y mi gratitud porque me han grabado. Hasta el mismo don Vicente Fernández, que es bravío, ha grabado cosas que me gustan. Él me ha grabado como unas dieciséis canciones; su hijo también me ha grabado.

Indalecio tiene ojos claros. Es amable. Habla con pausa, tranquilamente. Parece más joven de lo que es. No parece indio.

La verdad bohemia
—¿Deja dinero eso de ser compositor?
—Si te graba uno que tenga nombre como Vicente, ser compositor o artista… y hacerle frente a esta ciudad ya eres un triunfador, nomás con que vivas en la ciudad. Yo no me quejo; he sido triunfador desde que permanezco aquí. Tengo 43 años de vivir en la ciudad, 20 años aquí en el centro y 23 allá donde tengo mi casa, en la delegación Tláhuac.
—¿Alguno de sus hijos heredó su talento?
—Uno de ellos, José, ya fallecido, cantaba. De los otros, ninguno.
—Usted sí heredo de su padre…
—Posiblemente. Es decir, es mi padre y tal vez algo se herede, aunque lo nuestro es distinto: él es un gran chilenero, un gran músico en su guitarra. Yo soy bolerista, he hecho dos chilenas solamente. Puro bolero, porque eso es lo que siento.
—Es romántico…
—Sí.
—¿Se ha enamorado mucho?
—Ni tanto, con una vez que enamores ya te apendejas, y ya. (Se ríe. Nos reímos)
—¿Han habido muchas mujeres?
—Lo necesario. Yo no fui un… A mí Dios me dio lo que necesitaba solamente.
—¿Le escribió a las mujeres que amaba?
—Muy poco. Cada canción tiene su historia… Yo escribo lo que me llega al corazón. Fui borracho antes; cuando yo bebía venían unas ideas bonitas, pero se embotan los pensamientos y no las llevas a cabo. Al menos en mí, yo todo lo he hecho ya en juicio. Necesito tener el por qué voy a escribir, el motivo, aunque sean experiencias de otras personas, pero tiene que parecerse a lo mío.
—¿Ha hecho canciones por encargo?
—No. Nada. He escrito para mi guitarra… Grabaciones, sólo he hecho un disco para la RCA Víctor, porque me mandaron a llamar. Nunca me gustó grabar yo, y cantaba bien… Es lo único he grabado. Bueno, últimamente grabamos entre dieciséis artistas el disco La verdad de la bohemia, y se hizo tal como se sucede cuando estás con los amigos, ya sabes, estás cantando… Que te turbaste, te equivocaste, así sucede, es la verdad de la bohemia, no regresas a arreglarlo…
—¿Convivió con los bohemios de Ometepec, los Aguirre..?
—Ajá. Sí. Yo convivía con los borrachos… La guitarra, toda mi vida… andaba allá de apogeo, en la tomadera.
—¿Qué canciones le gustaba escuchar en su juventud?
—Julio Jaramillo, ese me gusta mucho. Yo soy triste, por cierto… mis canciones, mi forma de decir. Se ha dicho que uno nunca está solo en verdad, aunque esté en un monte, allá; tienes tus recuerdos, tus ideas, tus creencias.

El proyecto para culminar
—¿Se quedará a vivir en el Distrito? ¿Regresará a Igualapa?
—Ya me quedé a vivir aquí, aquí está mi trabajo, aquí me gano la vida. En mi tierra existe ahora un movimiento grande. Yo tengo sesenta y seis años, y nunca había hecho nada por mi pueblo. Ahora opté porque se haga la casa de la cultura, compré un terreno, convoqué a todos los profesionistas de Igualapa para ver si le entrábamos porque yo no iba a poder. Y le entraron. Se va a llamar Maestros por cooperación, Igualapa, Gro… porque, en aquellos tiempos estábamos incomunicados, hasta el cuarenta y nueve que abrieron brecha para allá. No había mucha escuela. Esas damas que aprendieron, esos señores, ya los alquilaban de las cuadrillas, el Comisario o alguien que pensaba que había que estudiar buscaban a esos señores, damas, jóvenes, que fueran a darle las primeras letras a los niños. Porque ves que puedes leer mejor que los que están en las escuelas, pero tu saber allá no vale para nada si no tienes título… Entonces, a esa gente le pagaban con maíz, frijol, gallina, un cuche… Esa es la cooperación.
—¿Y cómo le surgió la idea?
—Piensa que los pueblos que no tienen cultura no crecen nunca. Yo quiero que mi pueblo crezca, culturalmente cuando menos. Te manda cualquiera, nomás porque es rico… Ves al pueblo de Ometepec, que tienen el poder; ellos tuvieron más cultura.
—¿Qué recuerda de Igualapa?
—La comida, por ejemplo; las picaditas con queso y salsa nomás, el boje asado…
—¿Y que extraña?
—Todo se extraña. En mi caso ya no tengo nada en la vida, más que mi pueblo, y mi proyecto que hoy ya es del pueblo. Ahora andamos buscando entrevistarnos con el señor Gobernador para ver que nos ayuden. Eso es mucho y es poco, porque tenemos que trabajar todos. Yo pagué el terreno y todo lo legal, los trámites, el notario. Soy el donador, el iniciador, o no sé qué… Somos una asociación civil. Ya tenemos los planos, la maqueta. Todo se ha hecho por cooperación. Pero lo más grande que el dinero es la voluntad, el deseo de cooperar, de trabajar, que te hagan caso, que te ayuden. Yo no quiero que mi pueblo dé un peso, que den trabajo, la mano de obra, la fajina. Ahora en junio, la Universidad de Guerrero me dio un trofeo, y la promesa de dar su parte, lo que le corresponda, para la casa de la cultura.

El taciturno indio de Igualapa
—¿Cuánto tiempo tarda haciendo una canción?
—Canciones como Una moneda la hice en un cuarto de hora. Otras me tardo hasta un año, porque no me gustan y ahí las dejo… Las canciones que salen rápido son las mejores, porque las otras las piensas y las piensas, no te gustan. Tengo muchos comienzos en mi casa, grabados o escritos.
—¿Escribe a mano?
—Sí, aunque algunas las grabo ahora. En otros tiempos tuve que aprender un poco de música, en Azoyú, antes de venirme. Yo me gané un concurso estatal me gané el primer con El indio suriano
—¿De ahí viene el apelativo que le dan?
—No, había que concursar con seudónimo y yo me puse El indio de Igualapa. Y ya, últimamente, Martín Urieta me puso El taciturno indio de Igualapa. Con la canción Igualapa me gané el tercer lugar en el mismo concurso. El tercero se lo dieron a otro, pero yo me lo gané.
—Me decía que aprendió música en Azoyú…
—Sí, con el maestro Tancho. Para poder escribir las patitas, digo, de las melodías. Yo hago la música y la letra; los arreglos los hace otra persona, un arreglista. Yo entrego mi guión y ya; lo demás lo hacen otros.
—¿Los artistas le solicitan canciones?
—Claro. Yo acabo estar con Pepe Aguilar once meses en primer lugar de las listas de popularidad con mi canción Que sepan todos. Esa fue grabada originalmente por el señor Vicente Fernández en el noventa y dos. Todo mundo casi se la aprendió como él, pero duró más con Pepe.
—¿Y cómo le pagan?
—Me pagan regalías. Ahora estoy trabajando para mí, con la Sociedad de Compositores y Autores de México; yo trabajé muchos años para las editoras: te cobran el cincuenta por ciento, y tú tienes que hacerlo si quieres ver tu nombre en el disco. Son casas que no deberían existir, pero existen. Te explotan.
—¿Ha pensado en grabar un disco con sus canciones favoritas?
—Claro que lo quisiera, pero ya en estos tiempos… Cuando me buscaban nunca quise, es decir, podía hacerlo…
—¿No cree que los compositores interpretan sus canciones con más autenticidad que los cantantes?
—Sí, a mí me gusta mucho Álvaro Carrillo porque las dice como las hizo, como las sintió. O el maestro Lara porque, aunque no tiene voz, pero dice bonito sus cosas.
—Manzanero…
—Claro. Acabamos de estar en Acapulco, me echaron la mano para reunir dinero para la casa de la cultura.
—Sí, en El Sur publicaron que…
—…se llenó la mitad, fueron como quinientas personas. Muchos de mi pueblo anduvieron allí, pero no se fueron a sentar, estaban ayudando; otra gente compró su boleto pero no fue. Pero sí hubo cooperación. En El Sur dijeron que fue un fraude, que no sé qué… Eso no es cierto. Para los periodistas, pues… Como no vieron… Ni la Sinfónica que es de da’o, no van a verla; apenas unos cuantos. Por la cultura nadie hace nada. Todos los políticos lo que hacen es, los de mi pueblo, pues, comprar ganado, encierros…
—¿Tiene partido?
—No. Yo voy a votar porque soy un ciudadano, pero yo no milito en algún partido. La cultura como las canciones no tienen partido.

Indalecio Ramírez, El taciturno, gusta de hablar; la conversación le emociona. Sus ojos se iluminan cuando responde. La sonrisa es frecuente en sus labios. Mueve poco las manos. Es un hombre seguro de sí mismo, y respetuoso.

Responsabilidad y admiración
—Cuando escribe, ¿piensa en quienes puedan escucharlo?
—El pueblo, pues, la gente que conoce mi línea. Nunca pienso en quien va a cantar lo que compongo. La gente se identifica con mis canciones porque puede ser que esté terminando con ese ser querido o viceversa, estás empezando con ella. Y por eso se hacen inolvidables las canciones, y luego se asocia: “Fue cuando yo conocí a fulana…”. Aunque no se ha declarado quién es mejor, si el que compone o el que escucha, porque es un arte saber oír. Para saber sentir, te tiene que doler. Las canciones se asocian de acuerdo a lo que hayas vivido, llegaba el amor a tu vida o se estaba despidiendo; todo es importante. Para eso es importante fijarse en la letra, más que en la música, porque te va a decir lo que tú hubieras querido decir.
—¿Es mucha responsabilidad escribir canciones, decir por otros?
—No, responsabilidad la tiene alguien que… En mi caso yo tengo cuarenta y tres años de ser reconocido y sigo escribiendo, por la gracia de Dios. Tengo la responsabilidad de no caer en el chocheo. Tienes que darle, cuando menos, lo mismo al pueblo; de lo contrario ya estás chocheando, estás diciendo tonteras, cosas que no deben ser, vaya.
—Pero hay una maduración a medida en que va pasando el tiempo y componiendo.
—Por lógica, ¿no? Se tiene un progreso. El que compone nunca debe tener envidia, de esas envidias que enferman el alma; que siempre sienta la misma envidia de superación. Y cuando escucha una canción muy hermosa y diga “¿De quién será? ¡Qué bonita está! Yo voy a ser otra, pero en mi estilo, como esa”.
—¿Y ha sentido envidia?
—¡Cómo no! Muchas, hay muchas canciones, en especial una argentina, de alguien que se pelea con su corazón, que está sufriendo y dice “el que tiene la culpa es este hijo ‘eputa”, pero lo dice con tanto sentimiento. Admiro también la honradez de la mujer de Chuy Rasgado, de doña Eladia; Chuy Rasgado, el de Naila. Resulta que había sido su esposo, su amor, lo que quieras; y cuando quiso hablarle de nuevo Chuy, ahí fue cuando ella respetó aquel amor tan grande: “No, no puedo, yo ya me embriagué con otro hombre, ya soy de otro hombre”. Eso dice la letra. “Tonta”, esa palabra cotidiana; para mí, encontró un acomodo. Ella se llamaba Eladia. En zapoteco “Na” quiere decir “doña”; es decir doña Ela. Pero nosotros nomás decimos Naila.

La música y la poesía
—¿Conoció a Julio Jaramillo?
—Tuve la oportunidad de conocerlo, de tratarlo, aquí en México, en Acapulco. Allá en Acapulco fui a verlo. Yo ya lo había conocido aquí en México. Con un amigo, Ramiro Reina Soto, que en paz descanse, fuimos a ver a Julio. A él lo echamos en medio, a Julio. Yo lo conocí, lo admiré mucho, admiré su forma de cantar; lo sigo admirando. Es de las voces propias de la música sudamericana.
—¿Se inspiró usted alguna vez en la música sudamericana?
—No. No porque yo lo viví, no hubo necesidad de conocer esos géneros. Allá se cultivaba el pasillo desde hace tiempo, desde que yo me empecé a fijar; esos son de siempre. Una canción que se llamaba… Sólo me acuerdo de la letra, que dice: En mis noches tan tristes,/ de mi jardín rosal/ yo traigo en mi cartera/ el mejor madrigal./ Dame a besar tu frente/ como preciada ofrenda/ para calmar la enorme/ locura de este mal./ Mira, mi corazón/ es un triste mendigo/ que vaga taciturno,/ errante y sin abrigo./ Si tú me amas de veras/ nunca me abandones,/ porque yo te daré mis canciones/ y a cambio de mis versos,/ amor, que me regales.
—¿Escucha música?
—¿Qué si escucho música? Yo oigo música cuando mi hija pone su música. Yo no estoy divorciado de la música moderna. Pero también mi hija tiene música de Chopin, de esa gente, ¿no? Y esa te relaja. A mí lo que me gusta son melodías como El padrino, instrumentales. Me gusta oír toda la música, pero eso en vía de trabajo: ranchera, tropical, norteña, lo que sea. Qué es lo que se está estilando en esa música.
—¿Ha hecho música tropical?
—No, las han hecho. Por ejemplo, Una moneda está grabada con Blanca Rosa Gil, una cubana. Pocas canciones se hacen para un género determinado. Aunque hay muchos como el maestro Homero Aguilar, que escribió para la Sonora Santanera. Toda música se puede hacer tropical, algunas se prestan más.
—Juan Gabriel es muy versátil…
—Sí, es muy grande, muy sabio, digo, para la industria.
—¿Y para usted?
—Tiene cosas buenas, que a mi gusto le guste. Canciones completas, completas, Amor eterno, por ejemplo, Lágrimas y lluvia. Canciones bonitas. Todo lo que hace es bonito, y que está completo. Tú sabes que en el Noa Noa son puros tururu, y que solamente él puede acomodar. Es un sabio, vaya.
—¿Y José Alfredo?
—No se diga. Es el maestro de todos los que hacen rancheras. Y para todos los que escribimos. Alguien que diga “yo voy a ser su sucesor”, nunca serán, basta que escriba más fino que él y ya no son, ya no son. Que escriban como él escribió está canijo; para el pueblo, vaya, y en qué forma y bonito.
—¿Usted tiene un estilo?
—Yo sí. Mis canciones se distinguen por la metáfora en el decir. Por ejemplo La hora ciega. Mis canciones siempre tienen aunque sea una palabrita, que me distingue en mi forma de escribir. La hora ciega tiene una metáfora muy bella, que es sencillita: Esperé la felicidad/ y llegó a mi soledad/ la vejez y los desengaños,/ y en el perchero del tiempo/ estoy colgando mis años. Eso es bonito. Hay canciones, poesías que llevan el ritmo; ésta no, ésta solamente con la música. Te puedo decir una con buen ritmo, que me grabó una puertorriqueña de nombre Lucecita, una que ganó un concurso internacional, una canción que se llama Géminis. Esa dice bonito: Porque todo aquello que no es de nadie, es tuyo, como es el cielo, las estrellas, cosas de poeta solamente.  Y ofrecer, que no empobrece, el dar es lo que aniquila. Entonces, le está proponiendo que si se queda, ¿no? Se llama, Si te quedas. Dice: Si te quedas,/ si me haces compañía,/ un sol adolescente te daré cada día./ Si te quedas/ un crepúsculo nuevo/ te daré cada tarde./ Si  te quedas a realizar mi anhelo,/ despintaré la noche para teñir tu pelo./ Si te quedas,/ te daré lo más bello:/ un collar de mañanas/ para adornar tu cuello.
—¿Se considera un poeta?
—No. Me nombran. Yo no… Se me ha dicho que soy un buen letrista, que eso contenga poesía, figuras, no las busco, así nacen. Me preguntan que cómo le hago. Yo no sé, yo les digo que esa es la consecuencia de no tener un amplio español; acudo a las metáforas.
—…y en el perchero del tiempo/ estoy colgando mis años
—Sí, es una metáfora bien hecha, es muy sencilla. Yo salgo mejor con eso que un español recto y elegante. Me valgo de las metáforas porque así nacen.
—¿Usted no usa la poesía popular de la Costa Chica?
—Yo admiro mucho a Joaquín Álvarez Añorve, cuando dice: …y en una ‘maca jolluda.., con todo el acento nuestro, igual que chirundo y todo eso. Pero esa no es mi línea, a mí no se me da. Sería tanto no escribir lo que me gusta. Yo escribo lo que me gusta y pienso que, para aquello, hay otros que lo hacen mejor, porque esa es su línea. Me gusta escucharla porque yo he vivido entre eso: chueco, chirundo, pateco y chando…
—¿Y la poesía de Álvaro Carrillo?
—No. Él era muy grande, muy lírico, tenía mucha cultura. Y era un gran costeño; le gustaba mucho el hecho de “vamos a beber en la misma media de aguardiente”. Era muy dado a la paisanada. Y un gran culto. Se ha dicho que para que tú puedas calificar a alguien debes saber cuando menos igual, o de lo contrario ser de una cultura mayor. En mi caso yo lo digo porque yo oí a los que sí eran grandes, en aquellos tiempos. Era un hombre muy culto. Está toda esa poesía romántica y modernista, y en costeño. Por ejemplo, en el poema Canto a la Costa Chica había muchos conceptos que yo no sabía. “Y cuando los recueros/ hayan sus picotes…” ¿Qué son los recueros para ti? A ver…
—No lo sé.
—Las recuas, los arrieros. Él usaba mucho esas cosas de la Costa. Esas palabras cultas, de la mitología griega y eso, las está mencionando en el español que él usa  allí. El hilo de Ariadna, y demás. Y el que sabe las disfruta más.
—¿Y en sus canciones, anda la mitología?
—No. Yo confieso que no soy académico. Yo aprendí a leer y escribir y me fui sobre lo que me iba a dar de comer. De lo académico no sé, yo lo ignoro. Yo aprendí a leer y escribir en Estados Unidos en 1945, cuando me fui de bracero con un amigo que fue mi compadre, José Reyes Escamilla, de Soledad Doblado, Veracruz. Nos fuimos juntos en el tren, nos quedamos en el mismo vagón, porque fuimos a trabajar en la vía.
—¿De mojado?
—No, legal. Yo me vine de Veracruz con unos trabajadores de una termoeléctrica; yo me vine en el bonche, como se dice ahora. Yo no tuve oportunidad de estudiar así, como los demás niños. Estuve en Estados Unidos dos años y me regresé a Veracruz.

Es bonito que te olviden. El amor no correspondido
—¿Y dónde se enamoró?
—En mi pueblo.
—¿Allí se casó?
–No. Me casé en la ciudad de Ometepec.
—¿Con la mujer que amaba?
—No. No tuve esa suerte. Ahora, sirve solamente de consejo para cuando tengo que decir… cuando me buscan para presentar a la muchacha. Yo de eso no sé. Yo les digo a mi manera que es bueno se enamoren con el corazón, porque es bonita la promesa del amor. “Si tú me llevas bajo ese árbol, allí viviré contigo, contenta”, eso es querer con el corazón. Ya cuando se van a casar, hay que pensar con la cabeza: ¿Qué me va a dar este hombre? ¿Qué vamos a comer? Esa es la realidad. Ya se piensa. Pero es bonito, hay que tener esos amores para saber distinguir.
—Su primer amor no se realizó…
—No. Pero había que seguir viviendo. Esa no es la respuesta, ¿verdad? En una entrevista reciente me preguntaron qué cómo había sido mi niñez, y yo dije que hermosa, igual que la de todos los niños. Yo no sabía que el rico era más que yo, yo era niño y ya. Y te enamoras… y te gusta hasta la hija del presidente. Allá uno con los calzones chundos, todo jodido, pero igual que los otros niños. Yo no sabía que el que tenía dinero valía más. Yo aprendí que grande es el que se prepara. El rico, millonario, te va a dar algo, no tiene ninguna obligación de tu desgracia, si por flojo, por lo que tú quieras, no hiciste dinero. Y tampoco sabes cómo hizo él su dinero, trabajando, robando, herencia; por lo tanto, “Adiós señor”, con respeto. Si después de aquel saludo, con respeto, no hay nada de allá para acá, no modos; hay muchos a quien saludar.
—Regresando. Si la mujer de la que se enamora uno no lo corresponde, ¿qué se puede hacer?
—Tomarlo como un ensayo, y todo. El corazón solo se empieza a fijar, y ya.
—¿Se vuelve uno a enamorar?
—Sí, pero aunque ya con malicia. Ya te pasó una vez, y vas con precaución, ¿me entiendes? El primer amor es el más bello.
—¿Le ha escrito a su primer amor?
–Pues, que yo recuerde, escribo alrededor de… como todos, alrededor del amor, del desamor, pero esa experiencia, pobre de aquel que no la tenga. Es hermoso.
—Usted tiene la facultad de crear algo con esa experiencia…
—Sí, pero no. Son cosas que son tan íntimas. Es como aquel que dice “yo tengo la fortuna de que nadie me ha olvidado”. Yo respondo que tiene la desgracia de tener quien te haya olvidado; quiere decir que nunca te han querido. Para que te puedan olvidar, necesita que te hayan tomado en cuenta. Es bonito que te olviden.