miércoles, 7 de abril de 2021

DE ESA “EFÍMERA” Y RELEVANTE MÚSICA DE NEGROS CRIOLLOS

[PLATICÁNDOLE A ESTEBA BERNAL POR QUÉ CARLOS RUIZ NO ESCRIBE DE LO QUE SABE, SINO DE LO QUE CREE SABER]


Leo un texto de un etnomusicólogo mexicano sobre formas culturales de la Costa Chica, y noto que se sigue insistiendo, sin probarlo, que no son propias, sino que son ajenas, que han sido inspiradas en otras latitudes, que han sido impuestas, pero no se reconoce la creatividad y el arte en los híbridos construidos a partir de ello (toda forma cultural es producto de cruces e intercruces, claro, no las hay puras), desde el momento en que se mira desde arriba, con desdén, sin rigor, desde el gabinete, apresuradamente, desde una óptica prejuiciosa. Visión turnia, la del Carlos Ruiz, que mira puros subhumanos, desde fuera, sin empatizar, como meros objetos, no como sujetos: imitadores, maleables, sin creatividad. Y, sobre todo, a la música propia, criolla, como la cumbia y el bolero, se le reduce a mera mercancía, pero no se acepta que es una cultura de resistencia, marginal, precisamente frente a, e inmersa, en el voraginoso movimiento de la globalización que todo lo trastoca, despojando a los pueblos, marginales, que venden los productos de su arte, pero no su esencia, no su espíritu, sino que resisten, no se acomodan ni se adaptan sin imprimirle características propias, locales, inquietantes, incómodas, independientes, que el estudioso no quiere ver ni aprecia.

Lo primero que le dificulta a Carlos Ruiz atisbar lo que ve (aunque tal vez sea más propio escribir: lo que escucha) y penetrar en su significado, es un prejuicio: en su análisis sigue utilizando un concepto anquilosado e impreciso, el pretendidamente correcto, pulcro, objetivo e imparcial afrodescendientes, categoría discriminatoria que estampa en el título de su disertación para ordenar su texto a partir de esa columna vertebral, que construye con artificiosidad y afectación —digamos— académica: «Al filo de la globalización: localidad regional y expresiones musicales afrodescendientes de la Costa Chica». Este artículo es el primero que aparece en el libro Etnomusicología y globalización. Dinámicas cosmopolitas de la música popular que publicó El Colegio de la Frontera Norte en 2020. Además, induce un choque semántico al insertarlo (arcaico y fósil, como es) en un contexto pretendidamente actual, el de la globalización reciente. Afromestizos es un concepto que discrimina porque no ubica territorial ni históricamente a esos sujetos (o a ese sujeto colectivo), quienes se consideran mexicanos, a mucha honra y orgullo, y prefieren antes llamarse negros (nada qué ver con ése de muy en moda rollo panafricanista ni de orgullo negro gringo, ni entelequias que se le parezcan) que afromestizos o afromexicanos. Negros criollos, de la Costa Chica. Ubicados en México, en el término afromestizo, lo mestizo (inasible) devora lo afro (no es gratuito que en la Constitución se estampara el afromexicano).

Ya entrado en la justificación de su des-atisbo, o marco teórico, Ruiz Rodríguez, enrédase lindamente con esos hilos discursivos (aparte de que su sintaxis tiende a lo confuso e impreciso, crítica que ensarto aquí por tratarse de un artículo académico y, por ello, pretendidamente científico o teórico): «En el acercamiento podrá advertirse que esta región, si bien fuertemente influida en lo cultural desde mucho tiempo atrás, mantiene en su tejido social arraigadas tradiciones culturales que dan cuenta de una perenne localidad regional», anota, en la introducción de su ensayo. Primero: ¿Hay alguna región en América que no sea una región «fuertemente influida en lo cultural desde mucho tiempo atrás»?, ¿la hay en la Europa, en el África o en el Asia?, ¿o es sólo la Costa Chica? Tampoco queda claro a qué se refiere con «mucho tiempo atrás». ¿Desde la llegada de los frasteros, en el XVI? ¿Desde la llegada de los frasteros y estudiosos, a mediados del XX? Esa perpetua, permanente, continua, incesante, imperecedera e inmortal «localidad regional», ¿sigue siéndolo después de haber sido «fuertemente influida y, con ello, cambiante, en lo cultural desde mucho tiempo atrás»? ¿Cambia sin alterarse? A fuerza de dudas, sigamos leyendo. Paciencia, y nos iluminamos.

Expone, luego, sus pretensiones, entre las que llaman la atención dos: «…la agencia tecnológica como alternativa a la escasez de músicos tradicionales; el surgimiento y permanencia de expresiones musicales locales a partir de influencias en la región». Es decir, afirma que existe una «escasez de músicos tradicionales», y que son sustituidos por la «agencia tecnológica»; entonces, ¿qué es eso que no define y que sí enuncia como «agencia tecnológica»? Además, que han surgido y permanecen expresiones musicales a partir de influencias. Y al explicar esas pretensiones, vuelve al término afrodescendientes, ahora utilizado para referirse a los frasteros, los que llegaron, la población que descendía de africanos, cuya población «jugó un papel central como portadora, generadora y reproductora de estas expresiones». Tampoco deja en claro qué o quién es un músico tradicional, de esos que escasean ahora, según dijo. Ya se enredó, y me enredó. ¿Eran los mismos sujetos, esos que jugaron ese papel central (involucrados en los tales viajes de ida y vuelta) con quienes, viviendo aquí, fueron fuertemente influidos desde mucho tiempo atrás por aquellos que llegaron en tales viajes?

«Luego de la llegada de los primeros africanos en épocas coloniales, el paulatino amasijo histórico de su cultura se fraguó a partir de una permanente convivencia entre castas cuyos referentes culturales africanos fueron base, ingrediente o aderezo de una diversidad de expresiones músico-dancísticas. De esos diálogos resultaron manifestaciones diversas que hoy se consideran representativas de la cultura afrodescendiente de la Costa Chica: danzas de raigambre religiosa como diablos vaqueros, o bailes de orden festivo como el fandango de artesa o los bailes de hoja y tarimba dan cuenta de ello (Ruiz, 2009)». ¿Se consideran representativas?, ¿por esa comunidad? No lo explica. ¿No será él quien las considera representativas? ¿A la gente de qué poblaciones concretas, localidades, representan los diablos, los vaqueros, el fandango de artesa y los bailes de hoja y tarimba?, ¿de qué municipios? Acoto: hubiera preferido yo que acudiera a conceptos más precisos, como relevancia social, o algo así, pero el académico y sabihondo es él. Dos observaciones: ¿omitió a propósito el corrido local, la chilena, la cumbia y el bolero criollos, o estos no son representativos, o estos no tienen «referentes culturales africanos» en su base? Otra anotación: sustenta su afirmación de que ésas son las danzas representativas en su propio dicho, en su mero criterio; de allí la auto-cita. O, ¿el corrido, la chilena, la cumbia y el bolero criollos sólo son músicas y no danzas?

Párrafos después, nuestro Carlos Ruiz rehace, para ampliarlo, este inventario: «En el entorno costeño, la cultura musical afrodescendiente se compone de una diversidad de tradiciones musicales y músico-dancísticas, que pueden comprender expresiones de antigua prosapia, principalmente transmitidas entre generaciones por tradición oral (artesa, diablos, tortuga, toro, mariposa, doce pares, moros, apaches, sones, etc.), por medios escritos (diálogos y relaciones de danzas, parabienes, etc.), o bien, más recientes, transmitidas prioritariamente por vía mediática (cumbia, charanga/merequetengue/guaracha, reggaetón, etc.), o una combinación de las anteriores (chilena, corrido, repertorios de banda de viento, etc.). En la Costa Chica estas expresiones forman parte del ciclo vital colectivo e individual, que recuerdan la propia historia, configuran identidades y tejen lazos sociales, entre otras importantes funciones». Hay que echar de ver que ahora este erudito olvidó incluir en ese repertorio al de tan «antigua prosapia» bolero, no sólo el condensado en los que escribió con excelente arte y maestría ese negro que fue don Álvaro Carrillo, sino, además, el que se ha concebido, escrito, musicado y compuesto e interpretado y enraizado bolero que comienza con Cirino Arellane’ y Bertín Góme’, como Mientes tú y Soledad, ambos paridos en 1974 (días más, días menos), probablemente porque estas canciones criollas no se cantan ni se escuchan ni se disfrutan en el inasible ente que es la academia,  sino en vulgares bailes colectivos, cantinas de cerveza, mujeres y rocola o cocha-que-se-traga-las-monedas, casas de gente que no gana más de seis mil al mes, taxis y combis de servicio colectivo, etc., a lo largo y a lo ancho y a lo profundo de ese ente concreto que nombramos Costa Chica, por amuzgos, negros criollos, mixtecos, mestizos, triques, zapotecos, “mestizos”, y hasta por afromexicanos y afromexicanas y afromexicanes y afromexican@s y afromexicanxs (llamados estos así por la mágica acción de auto adscribirse y volverse visibles a la tendencia globalizadora de pertenecer a alguna minoría marginal en la que se les enclaustra, como en el tal apartado C del artículo segundo de la Constitución, por mandato e imposición de organismos internacionales y de gobiernos mexicanos, sobre todo del federal y de los estatales, para alejar supersticiones ligadas al atraso y la pobreza, pero inservibles).

Y sigue, nuestro Carlitos: «Hoy en día es ampliamente perceptible la participación de estas expresiones músico-dancísticas en las festividades colectivas con las que están relacionadas». ¿Antes no era «ampliamente perceptible»?, o, ¿antes no nos visitaban ampliamente los etnomusicólogos? Digo, él, que habla del «tiempo viejo», debe haber escuchado que en aquellos ayeres el corrido era otro corrido: con mayor duración (horas, y hasta días, para contar una historia ocupaban un corridero y luego otro y luego otro, alternándose, bebiendo agua tibia con miel para no dañarse la garganta, y en derredor, un montón de hombres adolescentes, jóvenes y viejos bebiendo aguardiente y bailando entre ellos y con alguna mujer de las llamadas alegres y de gusto), con otra cadencia, con otro tiempo, con más belleza en sus letras.

Y hablando de tiempo nuevo, de lo actual, este investigador incurre en pifias inexplicables, como cuando asegura que: «La tecnología actual –básicamente los medios de grabación audiovisual incorporados a los teléfonos celulares– ha permitido el registro local de una gran cantidad de celebraciones comunitarias, lo cual ya por sí mismo es relevante; sin embargo, lo que es aún más interesante es la proyección casi inmediata de estos registros por medio de plataformas como YouTube»; curiosamente, no menciona a Facebook, el vehículo más relevante para esta nuestra sociedad ambidiestra, que tiene un ojo en El Norte y otro en su pueblo, en la Costa Chica, y a través del cual se realizan innumerables comunicaciones e intercambios cada día. Ahora, hasta la antaña gente del tiempo viejo tiene fei’ para comunicarse con sus hijos, parientes y amigos. ¿Lo ignora el académico?, ¿lo menosprecia por vulgar y villano (de quienes viven en los villorrios nuestros)? Sólo él sabe. Y continuamos con tales y cuales dudas suscitadas por la lectura de su ensayo o texto académico. Pero él también tiene dudas: «Al parecer, las festividades y sus expresiones músico-dancísticas colaboran a apuntalar identidades entre los migrantes costeños del norte, que residen en el estado de Carolina del Norte o en California, Estados Unidos». La chaña, con eso de «al parecer», no porque dude, sino porque afirma y confirma que ni él está convencido. Y la paisanada no está sólo en esos dos estados, sino en un chingo más. Pero hay que cuestionar aquí su afirmación de que esas expresiones músico-dancísticas, que él señala como esenciales para las gentes de la Costa Chica que migró hacia allá, «colaboran a apuntalar identidades entre los migrantes costeños del norte»; pregunto: en el Norte, ¿nuestros paisanos realmente requieren de esas expresiones para no dejar de ser costeños, o afrodescendientes de la Costa Chica, o lo que se le parezca? Es decir: si la mayoría emigró siendo mayor de edad, ya formados como personas, como costeños, con sus identidades locales construidas y enraizadas; ¿cómo, entonces, podrían dejar de desidentificarse como costeños, por ejemplo? ¿Se quita allá lo aprendido por esas personas durante su dos primeras décadas de vida?, ¿se diluye? Además, en los años ochenta, cuando ocurrieron migraciones importantes, dado el empobrecimiento de la gente y la búsqueda de alternativas económicas para sobrevivir, la tecnología (de hace treinta, cuarenta años) no permitía una intercomunicación tan rápida y profusa. ¿’tons qué, mami? Digo, son dudas de uno.

Se referirá luego al toro de petate, pero eso no me incumbe aquí, y paso a mirar el apartado que titula Un Mar Azul: desvaneciendo fronteras musicales. Una de las primeras dudas que vienen en su lectura es: ¿Por qué habla de merequetenguecharanga y guaracha, sin utilizar la palabra cumbia, dado que es ésta la protagonista en los títulos de las canciones (y de sus letras) del Mar Azul y del modo en que conceptualiza esta música entre nosotros? «En tiempos más recientes, un caso representativo que afloró de los diálogos que esta región ha mantenido con el exterior es la expresión musical que hoy se conoce en la Costa Chica como merequetengue, también llamada charanga guaracha», escribe. Pero sólo en el CD Megamix de merequetengues (Discos El Puma) se utiliza esa palabra para englobar las cumbias marazulinas. Y lo que es pior: Pa’ definir esa expresión musical sí recurre a la entrada «Cumbia mexicana» de Wikipedia. No tiene uno nada contra la tal enciclopedia digital, pero, ¿le dio flojera consultar textos más —digamos— académicos? Lo más pior es que lo cita, o sea, deja la huella, que ni el gato. En esta afirmación, Carlos Ruiz enfatiza que la cumbia criolla, de la Costa Chica, viene de fuera. Parece que no leyó el libro El mar de los deseos, de tata Antonio García de León. Lo mucho muy pior es que cita a este libro como una de las fuentes de estas elucubraciones tropicales (por aquello de que a esta música se le relaciona con este término, tropical). «…hacia fines de la década de 1960, la influencia de algunos grupos colombianos se dejó sentir en puntos estratégicos del país, principalmente en la capital y en grandes centros urbanos, como Monterrey. […] Tal es el caso de la Costa Chica, donde surgieron varios grupos musicales a partir de su influencia; uno de ellos, quizá el más conocido, es el conjunto Mar Azul». Cierto, pero incompleto: la cumbia criolla no se inspiró en lo sucedido en la capital Tenochca, ni en la árida Monterrey, sino en Acapulquito, precisamente en las personas que integraban el mítico Acapulco Tropical, los llamados El Monstruo del Trópico, por cierto. Es decir, no fue una influencia directa de las playas marinas colombianas, sino del mar sagrado acapulcano. Allá fueron a nutrirse y contagiarse de esos ritmos los primeros músicos costeños, como don Cirino Arellanes (a) Cirino Arellano, del también mítico Corralero Navy; allá, también, en Acapulco, compró sus aparatos para formar su grupo en Corralero, precisamente; incluso, él dice que dos de sus integrantes y alumnos (los hermanos Bernal) migraron hacia Chacagua, donde se incluyeron en el naciente Mar Azul, fundado por Jesús Hernández Salinas, acompañado de José Tornez, Márgaro Larrea y Bertín Gómez García. Al tiempo que el Corralero grababa y popularizaba su bolerito Mientes tú, el Mar Azul grababa un disco de 45 rpm con Soledad(de Bertín), en la cara A, y Cumbia del Mar Azul (de Jesú), en la cara B. Era 1974.

Menciona, también, Carlitos Ruiz que «sicos como Alejo Durán, Humberto Pavón (Grupo Cañaveral), Lucho Argaín (Sonora Dinamita) y Alfredo Gutiérrez (Corraleros de Majagual) formaron parte de este ímpetu. En el caso de la Costa Chica, su visita a importantes polos regionales, como Acapulco o San Marcos, dejaría una huella profunda en el gusto regional». Neta que se pasa este académico. Cuando los colombianos llegaron a estas tierras, ya había música criolla local sonando, y no por haber sido inspirada por ellos, sino por músicos como Mike Laure. Pero (algo más inexplicable en este investigador de gabinete) es la ausencia del nombre de Aniceto Molina, quien se sumó a la ya muy relevante Luz Roja de San Marcos (en cuyo primer disco apareció como Luz Roja de Acapulco, para aprovechar el movimiento que ya había iniciado El Acapulco), y la Luz era un conjunto musical que ya tenía su estilo y sus éxitos, basados estos en los boleritos de Régulo Alcocer, al que unos meses después se sumaría Domingo Valdivia. Una de sus canciones más relevantes en su época precolombiana de la Luz fue Mi gran dolor (del mero Régulo), además de cumbias como La burra bronca y de su versión de La sanmarqueña (fusión de cumbia y chilena, como las fusiones similares que hicieron Los Magallones, quienes tenían una tradición añeja que entroncaba con la música de Cuba, como puede colegirse de canciones como El negro de la Habana o la mención de la jicotea en algunas de sus canciones). Allí, en San Marcos, Aniceto vendría a darle a la música de la Luz Roja un toque más cercano a la de Corraleros de Majagual y de otros grupos colombianos similares, híbrido que llamaron cumbia colombia-mex.

Y hablando de ese primer Mar Azul, nuestro estudioso afirma que: «A la usanza de los grupos tropicales de la época, el ensamble instrumental se conformaba por requinto, güiro, bajo, tarolas, acordeón y una o dos voces; básicamente el repertorio se componía de cumbias, combinadas con baladas y boleros». Aunque no aclara qué entiende por «grupos tropicales de la época», porque Mike Laure y sus Cometas, que él investigador menciona, utilizaban acordeón, clarinete, saxofón, güiro, congas, guitarra eléctrica y batería acústica. Por cierto, Wikipedia asegura que la batería acústica de Mike «…fue parte del sello definitivo de la cumbia mexicana, pues era la primera vez que se interpretaba cumbia creando la base del ritmo con los bombos, toms y platillos de la batería, signo definitivo característico de los grupos tropicales de los 1970’s». Mar Azul, y la mayoría de los grupos de cumbia y bolero criollos de la Costa Chica, utilizaron y utilizan las tarolas para construir sus bases rítmicas. La excepción es la de Los Magallones, quienes integraban desde mucho antes instrumentos de viento, como pistón, saxofón, trombón y trompeta. Y tocaban música tropical, además, como la misteriosa Pata cambá.

Y, pues no, tú. Los dos primeros discos de larga duración del criollo Mar Azul (Soledad, que grabó con AMS Records, y 15 éxitos del Mar Azul-Yo, El Negrito Vacilador, grabado con Discos Orquídea) no incluyen baladas, ni una. Por cierto, su primer disco fue Soledad, no el que grabaron con Discos Orquídea (como asegura el estudioso que estudiamos), éste fue una recopilación de éxitos. Hay cumbias (La güeritaCumbia del Mar Azul—con acordeón sonante—, Pájaro cardenalMe acuerdo del besito —con acordeón—, La vida del pescador Las florecitas) y boleros (Soledad —con un acordeón desafinando—,  Amigo míoCecilia y Amor de los dos —que no es propia, pero que se la apropia Bertín); baladas, cero. En el segundo LP están las cumbias Yo, El Negrito (con acordeón), El chupacosasLa ZacateraAl ritmo del bajoMaría TeresaGloria (con acordeón), La Diabla (con acordeón), Perico locoCumbia Mar Azul (con acordeón), El borrachitoMaría DoloresPorque te quiero y Mi paseo en Chacagua (con acordeón); y los boleros Amelia (con acordeón) y Flor Silvestre (con acordeón); será hasta que llegue Esteban Bernal (por invitación de José Tornez. No tenemos acordeonista, vente a tocar nosotros, dijo Esteban que le dijo José) cuando el acordeón sea protagonista en el Mar Azul y, después, en los múltiples Mar Azul que se desprendieron de este primitivo conjunto musical (a excepción de la agrupación que, a mediados de los años noventa, abandonara Esteban, la cual acudió a los teclados para sustituir el acordeón, y sería con la reinclusión de éste cuando el ahora Internacional Mar Azul volviera a este instrumento). Por cierto, eso de El Negrito Vacilador es el apodo que le daban y asumía don Jesú en vida.

Dice otras cosas desafinadas el señor Ruiz, pero, para ya no aburrirme, voy a referirme solamente a una afirmación sobre la música del Mar Azul: «Un rasgo peculiar de esta música tiene que ver con el estilo, caracterizado por una mezcla de formas musicales diversas que acompañan a letras hilarantes en las que se combina el agudo sentido del humor local con la admiración y apego a la propia tierra y su naturaleza». He escuchado centenares de canciones suyas (durante cuarenta y tantos años, aunque en esta última semana he estado atento a ellas durante varios días y a toda hora) y no he encontrado una que mueva a risa, a pesar de que algunas son chuscas y chistosas o irreverentes, y hasta groseras, o incursionan en un lenguaje de doble sentido, algo común en la música popular de todas las latitudes mexicanas. Si fuera el caso, hilarantes tal vez lo sean algunas canciones del grupo Fandango Costeño, como La mosca coquetaLa casimira y El cotorro, o de Los Cumbieros del Sur, con El perico de ToñitaEl indito y El palito de Marañón, o la ya mencionada La burra bronca. En fin.

Para que no se vayan a confundir con falsos imitadores, decían los del Internacional en sus presentaciones para acusar como oportunistas y espurios a los demás Mar Azul que abundaron después del éxito de Me voy pa’ Carolina (la gente quería ver a Esteban, escuchar y bailar su música). Este texto fue iniciado unos quince días hará, antes de que Esteba falleciera. Ahora le devuelvo al amigazo las palabras que canta en la canción La diabetes, enfermedad ésta que él padeciera: Ya le pegó la diabeti’/ a su amigo Esteban Bernal;/ ya se va pa’l otro mundo,/ ya no les puede tocar.// Yo me voy de aquí,/ voy al otro mundo,/ yo voy a tocar/ donde no me vea ninguno.


[SEMANARIO TRINCHERA · Eduardo Añorve · Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro. · 2 de abril de 2021]

jueves, 1 de abril de 2021

EL POETA ATRAPADO [Leyendo a Juan García Jiménez]


¡Yo he escrito muchos versos y nunca lo he sabido!

(Poema Autobiográficas)

Juan García Jiménez es un poeta atrapado. Lo prueban los siguientes versos de La feria, del libro Luna de barrio:


El penco saltó la tranca

y dio un brinco al barranco.

¡Qué penco tan bruto y bronco

que deja trunco el ahínco

de su jinete zopenco..!


* * *

Un negro de negro rango

al ritmo de La zandunga

luce vistoso jorongo;

y cuando baila el huapango

todos imitan su ritmo:

¡desde el adusto hasta el rengo!




Ahora que no versa al estilo vernaculista, se nota su predilección por la sonoridad de las palabras, su gusto por la rima; se sospecha que le agradaba escucharse, degustar en boca propia cada sonido, recitarse en voz alta sus argucias literarias, oír sus culteranías en voz viva, antes de que otros las recitasen: En ambas coplas se engalana con variaciones en las segundas vocales tónicas de las rimas: barranco, penco y zopenco, ahínco, bronco, trunco, en la primera; rango y huapango, rengo, jorongo, en la segunda, con el añadido de zandunga y, obviamente, sin las faltantes ingo y ungo (que chingo, gringo y pingo, y chungo y piculungo habrían resultado idóneos, y reto, a riesgo de anclar el sentido o desquiciarlo). Recurre, además, a rimas internas: penco versus penco, negro versus negro y ritmo versus ritmo. Otro recurso que refuerza la musicalidad de las coplas es el metro, la medida de cada verso: son octosílabos. Incurre (y lo digo por no repetir el verbo del principio), incluso, en hiato en la segunda línea de la copla primera, al desinalefar o separar el dio del un, como no ocurre en el habla común, y resulta curioso porque la sinalefa es un recurso que los poemas vernáculos aprovechan y exceden.

Y se excede, nuestro Juan. En el poema Autobigráficas se lee: El sueño es un ensueño risueño que retoña/ cariños en el alma... Quizá sueña mi ensueño, donde abundan sonidos similares: aliteración, repetición de vocales (abiertas en este caso) y consonantes: sueño-ensueño-risueño-ensueño y sus parientes retoña y cariños. Se sigue sospechando que le deleitaba recitar sus versos ante sí mismo, se dejaba atrapar por su sonido. Trabaja García Jiménez con versos de la métrica clásica: de los de arte menor, de ocho sílabas; de arte mayor, de once, doce y, preferentemente, de catorce sílabas, que suele alternar con los de siete. Sus estrofas son variables, excepto en los sonetos y en uno que otro poema. Tiene más oficio, nuestro poeta, que poesía.

Sus poemas son anécdotas en verso, generalmente. En ellos usa y abusa el poeta de los tópicos vernáculos: sentimentalismo exacerbado, particularmente el sufrimiento que provocan la pobreza y el desamor; imitación y exaltación del habla popular (se reconoce que el poeta tenía buen oído); el machismo como un valor patrio; simpatía por los pobres y la pobreza; un sentido de la nacionalidad mexicana (se le presenta como el autor folklórico por excelencia); etc. Seguro que sus mejores versos están en el libro Cuando el amor cantaba. La causa se ignora — aunque se sospeche—; lo cierto es que García Jiménez encuentra en estos recursos retóricos causa y efecto para abundar poemas. Acto seguido, se regodea, se auto-complace y complace a los lectores; se deja intimidar por el estilo de la época, sin atreverse a ensayar en versos como los hasta arriba anotados, donde se insinúa que puede desprenderse del sentimentalismo, por ejemplo. O en sus poemas eróticos, como veremos, porque sus panegíricos resultan sosos y anodinos.



¿A ti qué te cuesta hacer que yo goce?

(Poema Mi querencia)

En los primeros poemas, sobre todo los de corte vernáculo, el poeta utiliza y repite figuras para decir la mujer o, mejor dicho, los toma como símbolos del cuerpo femenino, los senos y la boca o los labios:


que tienen los senos como pomarrosa,

¡como jicaritas hechas en Uruapan!;

...

y tienen los labios com’una granada

(Michuacán del alma)


***

labios de pitaya, como una sandía;

...

¡senos como jícaras!

(Mi tierra querida)


***

y beso tus senos que son pomarrosas

y casi, Rosaura,

parecen palomas y tamién parecen

jicaritas blancas

(¡Vente pa mi casa..!)


***

¡y qué boca guinda como pa chuparle

la sangre en sus besos!;

¡qué pechos rollizos, como dos palomos

acurrucaditos, latiendo y latiendo..!

(¡Ca vez que mi acuerdo..!)


***

Tus labios en onde reventó a güen tiempo

alguna pitaya

me besaron harto

...

tus senos de lirio dentro del corpiño

por tantito escapan

(Como una esperanza)


***

que me coma la fruta de su boca

qui’mpieza a reventar;

qui apriete entre mis manos las pomas de sus pechos

(Plegaria)


***

la que’n el corpiño lleva dos palomas

retozando gusto

(Gorgonio)

Erotismo elemental, apenas descriptivo, enunciante. El atrevimiento, la ruptura con esas figuras repetidas se da en la boca guinda, donde el poeta-amante ha de chupar —vampiro— la sangre de la amada-labios-color-sangre-viva. Y eso es el inicio. En los poemas Pecadora, Poema trunco... y Lavanderita del río, García Jiménez se desentrampa y destrampa y le suelta la rienda al penco tan bruto y bronco del erotismo. En el primero de estos tres poemas la mujer (apostrofada pecadora, sin que se sepa bien a bien la causa, aunque se sospeche) es descrita con las artimañas retóricas anteriores en que se nota la excitación del poeta (presagio de un coito apresurado y frenético); enseguida reflexiona y delata su miedo:


Te quiere mi dolor, pero me pienso

que acaso eres lo mismo que las otras:

envenenada miel, flor entre espinas,

audaz y engañadora...

Supone aquí este escribano que funge como lector que el miedo no tiene origen moral, como insinúa el titulo del poema, sino físico-anatómico. Enfrentar tamaña fiera erótica no será pan con chocolate en domingo después de misa de seis:


El amor no es un sueño...; ¡es el tributo

de tu cuerpo brindándose en la alcoba;

de tus senos temblándote entre mis manos...

de tu boca temblando con mi boca...

de tus muslos vellosos y rollizos

enredándose a mí como una boa..!

A pesar del inconfesado miedo, convertido en No temo tu abandono, el ometepecense amante acepta el reto y asume su papel masculino: Pero, ¡ven, ven a mí! ¡Ven, insinúa/ con tus amplias caderas mi derrota!, al grito de: ¡Ven a mis brazos, que te espero/ para acabarte toda! Seguro es que sin melodramatismo el poema ganaría, y el lector, por añadidura, a pesar de ser éste un poema onanista porque nunca el coito se consuma. Del Poema trunco... habría que desdeñar los primeros cuartetos y quedarse con el final. Lo transcribo porque está por encima de la teatralidad, el moralismo y la macha visión de los primeros:


¡Ah! tu rosa íntima... tan sólo imaginada

en las noches más lúbricas, cuando el insomnio espina;

¡y que perfuma sólo bajo tu falda fina..!,

¡y sólo por tus muslos ha sido acariciada!


Lavanderita del río es un romance zopenco, mal imaginado y peor ejecutado, sobre todo porque en él regresan las ataduras vernáculas del poeta: el dramatismo de la anécdota, lo gratuito del valiente armado con machete para asaltar el himen de la de la negra color, la justificación de la violación y la solidaridad con el violador y la intención de violarla, además.


¡Qué caramba: él no es un bembo,

nomás un zambo y cambujo..!

(Romance de Fredesvindo)

Y ahora, la color. Apenas que reconoce y anota García Jiménez que en la Costa Chica existen negros, morenos, prietos, zambos, cambujos y otras especies, se le olvida que los ha ignorado o los ha tenido olvidados, y apenas asomados, en sus poemarios. Cuando han aparecido nombrados como negros, se refiere a los estadunidenses:


y surja Lincoln en la hora trágica.

¡Cristo ilumine su visión de apóstol

y levante en su pecho, barricadas,

donde la perseguida raza negra

halle refugio como en propia casa.

Es en el Romance de Fredesvindo donde lo negro del negro se anegra. Para denigrarlo (o sea, convertirlo en negro, y ridículo, por añadidura), claro está:


Pateco, chimeco y chando,

con el pelo rechilvudo

y cuculuxtle...

...

¡Bembo, bembo, Fredesvindo..!:

piernitas de tingüiliche,

metiche como el bejuco;

nigüento, pero nigüento;

ya mero andabas chirundo...

...

¡Qué caramba; él no es un bembo,

nomás un zambo y cambujo..!

Podría comentarse este esperpento, pero se prefiere utilizar la ocasión y dejar asentado que, según parece, nuestro Juan dejó escuela: abundan ahora, como hongo entre la cuita’e vaca después de la lluvia, imitadores ramplones de esta línea, de este estilo, y no sólo poetas y recitadores, sino maestros de escuela, cortadores de pelo, matanceros y otros sin quihacer metidos a escritores. Pedirle más a García Jiménez sería demasiado, y más si pensamos en la fama obtenida en vida, que perdura hasta hoy, aunque apenas se le lea, aunque se le homenajee por inercia, y aunque se le nombre El Poeta de la Patria Chica, ¡qué caramba, él no es un bembo, ni menos de negro rango!