viernes, 18 de abril de 2014

NO ME QUIERO SALVAR


(La Esquina de Xipe)
Para el Yor, el convertido
Antes huía de mí,
ahora me salgo al encuentro…
Víctor Manuel

Siempre he sido lerdo, obtuso o tarugo para esos asuntos de la religión, de las creencias en seres supra o infra naturales. En mi infancia acudí por voluntad de otros a la iglesia, fui bautizado, confirmado y comunionado e, incluso, caseme de blanco y toda la cosa por esa misma vía, aunque en realidad durante mucho tiempo fui incrédulo: acudí a todos esos actos aparentemente religiosos como quien oye misa, sin prestar atención y más por obligación ante mis semejantes que por convicción, y atento, sí, a la hora de las chelas y el mole, los tamales o la barbacoa y el baile, sobre todo cuando fungí de padrino de niños que sigo queriendo, a pesar de que ya no soy y, tal vez, nunca fui católico, como se sospecha o sostiene que semos los mexicanos.

En mi adolescencia y juventud me declaré ateo, más convencido que aconsejado por el maestro Rius y unos librillos rojos que llegaban de China y hablaban de la inexistencia de Dios y del opio del pueblo. Ateo, y no gracias a Dios sino al marxismo dialéctico, que embonó perfectamente con mi carácter y mi modo de entender y vivir el mundo. Ateo, ni comunista ni socialista sino anarquista, enemigo de todo lo que significase poder para oprimir, como en el caso de las iglesias, más que de las religiones. En ese tiempo descubrí que el cristianismo fue en su origen una religión revolucionaria, pues pretendía en medio de un imperio que todos los hombres, desde el emperador hasta el esclavo, eran semejantes o iguales ante la ley de Dios. Y no conozco más ley de Dios que dos preceptos: tratar al otro como a uno mismo. Si ese precepto lo practicaran los creyentes en Dios (en cualquiera de sus advocaciones o nombres), seguro que me suscribo a la idiosincracia. El otro precepto lo enunció así un poeta español, diciendo que el niño Jesús dice que pecado es/ hablar mal de los vecinos,/ y que pecado no es/ besarse por los caminos.

No creo en Dios, no creo en las religiones, no creo en las iglesias (espero haber enunciado bien estas definiciones). Para el caso de Dios, he entendido que mi entendimiento es estúpido o incapaz o insuficiente, que mi mente no alcanza a desentrañar o comprender o aprehender o inteligir o intuir su presencia. Por ello suspendo mi juicio: de Dios, no sé si existe o si no existe. En cuestión de religiones, me agrada el budismo, pero sólo en lo que dice y no en lo que hace; la mitología griega me apasiona, particularmente porque es invención de una imaginación fecunda; de la santería conozco poco, a pesar de que a veces me asumo bajo la égida de Exhú, el yoruba, o del Santo Niño de Atocha católico; en fin, sospecho que hay una religión para cada gusto o talante: que os aproveche. Tomad, vosotros, catadores ruines de vinillos humanos, esos vasos donde el jugo de lirio a grandes sorbos sin compasión y sin temor se beben, dejó escrito el amadísimo José Martí.

Mi experiencia con amigos míos, creyentes en religiones diversas, me mueve a risa. AE profesaba una especie de budismo-aztequismo-marcialismo que la conminaba a la privación de todo lo mundano, como un modo de purificación del cuerpo para purificar por esa vía el espíritu. Llegó a esta posición después de haber derramado placeres en exceso. Me interesaba su verborrea y los soportes ideológicos de su religión, sobre todo porque sus argumentos solían ser interesantes, aunque no siempre verosímiles. Olvidaba mencionar su vegetarianismo, el cual compartí y disfruté, pero su abominación por la carne nos llevó a la ruptura: nuestra conversación y compañía eran excelentes, hasta que la carne mía pidió su cuota de placer y ella se negó a tocar siquiera esta mortificada y doliente y necesitada y oscura carne. Entendí que, obtenidas de ese modo, las cosas del cielo y la gloria no me interesaban. Ya sabía que también por el cuerpo se llega a ambas. Y abandoné el juego.

Otra amiga, extranjera, se definía como jansenista (hija putativa del herético Jansen o Jansenio -traducido al casteñol). Los jansenistas creen que los humanos no tenemos libertad para decidir nada pues todo ya está destinado por Dios; por lo mismo, no podemos hacer bien ni mirando a quien, si Dios no lo quiere, y sólo nos salvaremos o condenaremos si Dios quiere (como con el chiste del de la vaca). Ella, como los pocos que son los jansenistas, creía que era una elegida para salvarse. Eso está bien, son sólo creencias, pensaba este que escribe. Hasta que un día tuvimos que compartir una jornada entera en Tecoyame, a orilla de mar: lejos de su hábitat, no tenía qué comer pues se les prohíbe comer “todo lo que tenga ojos o sea su producto”. Pasamos la de Dios es padre para encontrarle comida en ésta, para ella, inhóspita zona. La gente que nos hospedaba, por supuestamente, estaba más espantada que asombrada: ¡Habrase visto gente así! ¡Por Dios!

Casos muy más cabrones he visto en ateos que se convirtieron en hermanos o cristianos o de logias similares: fanáticos de rabo a cabo, y al cabo. En fin. Que no tengo talento para seguir pastores. Entiendo que las religiones van más allá de ser el opio del pueblo, la droga que adormece las conciencias, aunque las iglesias casi siempre estén al servicio de poderes más terrenales que divinos para desdecir con hechos ese precepto del hombre semejante del hombre, o que su actuación parezca inspirada más por El Malo que por El Altísimo. Cosas de hombres, pues, las religiones y, por ello, mágicas, míticas, maravillosas, angelicales incluso. Las religiones, no las iglesias: las ideas, los mitos, las historias, los preceptos, no los sacerdotes, clérigos, canónigos, pastores y eclesiásticos. La maravilla de la esperanza contra la vileza del engaño o la manipulación.

Y cosa de cada quien, sus creencias y religiones e iglesias. Yo sólo expongo mi pensamiento, en público. No creo tener ni poseer esa cosa inexistente que llaman La Verdad; en todo caso, existen las verdades, la de cada cual, y todas son válidas. Yo digo mi verdad, pues. La pongo en letras impresas para que quien quiera la lea y critique o acepte. No voy ni iré puerta por puerta para imponérsela a nadie, ni pretendo convencer a nadie para que piense de este mismo modo; al contrario, por pretensión de singularidad, me complazco pensando que soy único. Tampoco por lo aquí expuesto dejaré de acudir a comerme el mole de los cuarenta días, después de haber estado en la misa acompañando a gente que quiero y que me quiere. Como dice Víctor Manuel: no me prometas salvación/, que se me ablanda el corazón…

jueves, 17 de abril de 2014

REDONDO AFRICANO EN MÉXICO, EN RIESGO DE EXTINCIÓN




Tecoyame es una cuadrilla, unas cuantas casitas en un vallecito a orillas de un arroyo que va a dar a la mar océana, al Pacífico. Es un pueblo de negros, o de morenos, como se dice localmente para no ofender. Las palmas son muy altas y las mece constantemente la brisa del mar, que se encuentra a un kilómetro y medio: la Barra Tecoyame, dice el mapa de INEGI. Es un pueblo pequeño y pobre: la mayoría de sus casas son de jaulilla. “Jabalí de piedra” o “Piedra del jabalí”, según entiendo, significa el nombre: es nahoa, lo que me hace pensar en que en el origen fue un asentamiento prehispánico. A dos kilómetros de allí, hacia el poniente, se ubica Punta Maldonado, o El Faro, playa muy visitada y apreciada. Tecoyame no es visitado sino a veces, y por personas atraídas por una casa vetusta: un redondo. “Tiene cincuenta y seis años”, dice doña Coya, su propietaria. La señora tiene ochenta y acaba de caerse; se le zafó un brazo; está yendo a rehabilitación. Se da ánimos para recuperarse. La discusión con su hijo se suspendió por el momento: él quiere tumbar esa casa y construir una más moderna, con techo de lámina de asbesto. Ella se opone.

El redondo es una construcción de madera y lodo. Gonzalo Aguirre Beltrán, en su libro Cuijla le dedica varias páginas: “La habitación de planta redonda… es un tipo tradicional de vivienda no sólo en Cuijla, sino en gran parte de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca.”. Este antropólogo excelente visitó la zona durante 1948 y 1949; más o menos por las fechas en que se construyó el redondo de doña Coya. “Todo parece indicar que tal tipo de casa es una retención cultural de procedencia africana, más específicamente bantú”, continúa don Gonzalo quien, seguramente no conoció este redondo. Agrega que a pesar de que este tipo de construcciones se conocía en la época precortesiana, los “Amuzga, los Mixteca y los Trique” que utilizan estas viviendas las tomaron como préstamo cultural de los negros costeños. El argumento fundamental para su afirmación es que “a pesar de los elementos de duda que introduce el conocimiento anterior, fácil es comprobar cómo la construcción del redondo, con función de vivienda, sigue al pie de la letra los patrones arquitectónicos africanos”.

Y describe don Gonzalo cada uno de tales patrones: la construcción del cono y del cilindro, la colocación o ensamblaje de ambos, el uso, los anexos y la función: “El redondo tiene uso principal como sitio de protección para la familia durante las horas de la noche destinadas al sueño, esto es, en los momentos en que el cuijleño se encuentra desarmado contra las injurias de los hombres y de los sobrenaturales”, informa. En efecto, doña Coya, su hijo Amado, su nuera y sus dos nietos todavía utilizan el redondo como vivienda. Son la única familia en la Costa Chica que utiliza un redondo como vivienda. El redondo de doña Coya es el único en la Costa Chica y, tal vez, en México, cuando menos el único relacionado con la cultura africana (bantú, en este caso) en México: es un vestigio, un monumento, una prueba física de la presencia africana en México, de la contribución de los negros esclavos y sus descendientes a la constitución de esta nación. Es el patrimonio de una familia; también es patrimonio cultural, histórico, etnográfico y sentimental de los afromexicanos; también es patrimonio nacional, patrimonio colectivo, patrimonio del mundo. Ahora, este redondo, el redondo, está en riesgo de ser destruido.

Los materiales con que fue construido y el modo de construcción son similares a los descritos por Aguirre Beltrán, según cuentan Amado y doña Coya: morillos de morillero u hormiguero u hormiguillo; armazón o jaulilla hecha con horcones de malacate y chipile o cacahuananche y de bejuco trementino entrelazado; amarres de bejucos güilote y chinaco. Relleno y revestimiento de barro ocre o dorado. Tiene alrededor de ocho metros de diámetro y cinco de alto en la cúspide del cono. El techo es de palapa de coco. Antes fue de zacate llanero y de palma real. El techo se cambia cada año o cada dos, porque el material se deteriora fácilmente. Ahora es difícil utilizar zacate llanero para el techo porque no es fácil conseguirlo. Y la palma real propicia la proliferación de alacranes. Por eso se utiliza palapa; además que es más fácil adquirirla. Aunque no en Tecoyame porque las palmas son muy altas y los bajadores o cortadores no quieren subirse a cortar palapas “ni aunque les pague diez pesos por cada una”, dice Amado.

“Es más caro que si tuviéramos una casa sencilla de material y techo de lámina”, continúa. “Imagínate: estar cambiándolo (el techo) a cada rato”. Además, se necesitan cientos de palapas para techar el redondo; porque el techo debe estar tupido de palapas secas para impedir que el agua de las lluvias penetre. Es una vivienda fresca durante el calor del día y caliente por las noches frescas o frías. Al estilo antiguo, la familia de doña Coya, tiene una cama de vara, de las que se construyen con cuatro horcones enterrados en el piso y una estera de varas encima. Televisión, refrigerador, otra cama, cajas para guardar ropa (baúles), aparato de música o estéreo.

Doña Coya, Cointa Chávez Velazco, es originaria de Pinotepa Nacional, Oaxaca. Llegó hace más de medio siglo a Tecoyame, también perteneciente al mismo estado. Su marido falleció hace años y ella quedó como propietaria del redondo. Ella no quiere que lo destruyan: “Le digo a Amado que viene mucha gente a verlo; vienen de otros lados, de Estados Unidos, de México (DF), de Cuaji, de Oaxaca, de Cuba. Una vez vino un negrote, así de grandote, que ni entraba por la puerta; tuvo que entrar agachado. Viene el padre Glynn y manda a mucha gente; es más, él quedó de ayudarnos, yo creo que nos va a ayudar”, argumenta. Y su hijo responde: “Sí pues, él quedó de ayudarnos, como muchos que vienen aquí, pero, ya ves, no nos han ayudado”. Amado Clavel también nació en Pinotepa. Amado y su madre son mixtecos. “Sí, hijo, pero es importante o les interesa mucho, por eso vienen a verlo. Yo digo que hay que dejarlo”, contrargumenta ella. Y él asiente. Por lo menos por esta vez, aunque no se nota convencido a cabalidad. En Cuaji, donde residió muchos años antes de establecerse en Tecoyame, ya le han conseguido la palapa y el transporte; sólo espera las condiciones para ir por ella y cambiar el techo.

Parecería paradójico que el último redondo de origen africano –y su destino– pertenezca y esté en custodia de dos indígenas, de dos mixtecos. Sin embargo, este hecho demuestra que el mestizaje en la Costa Chica ha sido intenso y no sólo se detecta únicamente en el color de la piel, sino en la cultura. Por cierto, la mujer de Amado es negra.