sábado, 20 de noviembre de 2010

Se murió Andrés Manzano, y lo enterramos el lunes


(Crónica más que personal)

Como siempre, la muerte es sorpresiva cuando no la esperamos. La muerte de otro, sobre todo si lo queremos.

La noche del sábado 13 de noviembre no se podía dormir. Sólo algunas personas en Cuajinicuilapa de Santamaría sabían que Andrés Manzano había sido hospitalizado, pero que se encontraba bien: había cenado y estaba caminando, y dijo que se iba a recuperar, que estaba bien, cuando menos a alguien con quien habló por teléfono.

Me enteré en la mañana del domingo porque me hablaron para preguntarme si era cierto. Increíble, esa idea; increíbles, esas palabras; increíble, ese hecho. Y tomé el teléfono para marcar su número, pero no me respondió. Así es él, pensé, tarda para responder, no porque quiera sino porque no siempre se le dan bien estas minucias.

Marqué el número de uno de sus hijos, y le dije que había recibido una jodida noticia, todavía sin creer tanta belleza cruel, que Andrés había muerto. Sí, me respondió el señor Andrés, con calma (y no sé si eso lo aprendió del otro señor Andrés, por el que yo preguntaba sin querer saber que sí), alguien anda dando esa jodida noticia, me replicó. Mierda, sentí y pensé, y dije otras cosas que no recuerdo. Colgué el teléfono o, mejor dicho, le puché el botoncito ése. No bien dejé el aparatito en la mesa y entró un mensaje para darme una noticia que ya no era noticia: Andrés Manzano había muerto. Mi padre me buscaba. Me acomodé mis cosas y salí a la calle, después de comentarlo en casa. También a los míos le dolió.

Fui a casa de una hermana suya, y nos apretamos manos y brazos, además de la pena que compartimos. Pasé a casa de Andrés y todo los presentes andaban siguiendo un viejo argumento sin escribir, acomodando todo para velar los huesos muertos, la sangre muerta, la carne muerta de Andrés Manzano.

Mi mente flotaba en medio de recuerdos y recuerdos de recuerdos: imágenes, palabras, gestos, hechos, música, voces, ruidos. Andrés Manzano había muerto, y con su muerte el mundo se empobrecía, como no ocurre con frecuencia, ni de tiempo en tiempo, sino como ocurre pocas veces en un pueblo y en una región como la nuestra. Mi padre dice que para los demás su vida vale poco, pero para él vale mucho, vale todo. Para Andrés Manzano la vida ya no valía nada, pero yo sabía que su vida sí había valido mucho para muchos, y que su vida debería seguir valiendo mucho, porque era un ejemplo a seguir, sobre todo en estos tiempos de incivilidad y de tirar la ley al monte.

Aunque sé escarbar una tumba, no podría hacerlo excepto con daño para una de mis muñecas que está fracturada desde hace años; tampoco sabría ir a por leña o a acarrear sillas y mesas, ni adornar el altar ni rezar ni matar animales para preparar la comida, ni cocinar. Nada de eso podía aportar a esta pesadumbre colectiva que implicaba la muerte, la vela y el enterramiento de Andrés Manzano. Pensé en que podría compartir mis reflexiones sobre el significado de una vida así. No el recuento de sus obras ni de su vida, sino el significado profundo de un hombre liberal, humanista, inteligente, sabio y modesto como él; su legado para nosotros, esta micro sociedad que acostumbra a denostar a los vivos y encumbrar a los muertos.

Marqué el número de unas muchachitas que conducen un programa en la estación radiofónica de la Unisur para proponerles que ese domingo, en su espacio, abordaran el hecho y me dieran cabida para exponer mis reflexiones, pero no contestaron a mi llamada. Más tarde, hablé con el coordinador de esa universidad a la que Andrés perteneció y de la cual fue fundador; sin embargo, tampoco obtuve respuesta. Pensé que ese hecho debería leerlo como la imposibilidad de hacer un programa así, y me senté a pensar. Pero la mala conciencia no me dejaba tranquilo e insistí en comunicarme con esas muchachitas, y tuve suerte, de la buena, y pudimos ponernos de acuerdo para transmitir ese programa. Más tarde, recibí una llamada del coordinador comentándome lo lamentable de la jodida noticia, y coincidimos: la muerte de Andrés Manzano era terrible. Me informó también que durante esa semana Radio Unisur estaría transmitiendo y abordando el tema. Nos despedimos.

Fui a la estación en la tarde, y hablamos y hablamos sobre Andrés Manzano, y escuchamos música por dos horas, de seis a ocho. Escuchamos a Álvaro Carrillo, uno de los costeños más famosos, cuya música y poesía le agradaba a Andrés Manzano; de hecho, parte de la música que pusimos al aire se encuentra en esos dos CD que copié de unos que Andrés Manzano le regaló a un compadre suyo. También escuchamos a Israel Cachao López, un excelente bajista cubano que falleció hace unos años. Se murió pero no creo que le agradaría verme llorando como no sé hacerlo; mejor hablar de él con música, como un homenaje vital a su memoria, a su vida, tan vital que fue. Al final de esa emisión tuve que correr para terminar mis notas y enviar mi material a esta redacción: El Faro aparecería el lunes, y había que cumplir con lo propio.

El lunes por la mañana, antes de la misa, gente que me quiere me reclamó por no haber estado en la vela del cadáver muerto y sin visos de revivir de Andrés Manzano. No supe explicar que no sé velar muertos, que no sé llorarlos, que no sé despedirlos, que no sé rezarles, que no sé bendecirlos, que mi presencia en un lugar de esos sería inservible: sólo me emborracharía y hablaría pendejada y media para atraer la atención y hacer como que sí sé lo que no sé o medio sé. Tampoco sabría decir que a Andrés Manzano no le hacían mucha gracia esas fiestas, ni misas ni rezos ni altares ni cosas de ese corte, aunque hubiese acudido a otras. ¡El jacobino Andrés velado y misado como si católico hubiese sido!

Pero no se salió de la caja, como dijiste, si lo llevábamos a la iglesia a escuchar misa, me dijo un amigo de los cien o doscientos que acudieron a la misa, un tanto crédulo, temeroso de que mis torpes premoniciones se cumplieran. ¡Un jacobino radical en misa! ¡Cosas veredes!, apuntó Cervantes. Aunque, si bien es cierto que Andrés Manzano descreía de la iglesia, sí entendía perfectamente el papel de bálsamo que tiene la fe entre los humanos, y acudía a misa para acompañar a los deudos de sus amigos, familiares, parientes y paisanos. Nunca lo vi cargar muertos, y no creo que lo haya hecho… pero eso no importa.

Iban a ser las nueve de la mañana del lunes cuando el cortejo salió de la iglesia, tomó la calle San Nicolás, con rumbo a la principal, Cuauhtémoc, y se dirigió al horroroso edificio del Ayuntamiento de Cuajinicuilapa, donde el Cabildo lo homenajearía con un último pase de lista y un minuto de aplausos. El Cabildo en pleno ofició esta misa laica, y los doscientos asistentes aplaudieron un minuto para despedir a ese político que trabajó en ese edificio por años. Sólo un hijo de Andrés Manzano, de esos de los achacados, despotricó contra esta misa laica, pero Andrés Manzano no lo tomó por malagradecido: sabía que no todos los hijos, aun los achacados, se logran y que no es culpa de uno si un hijo le sale pendejo: de todos modos se le quiere como a los normales. Luego de tan breve ceremonia, de cinco minutos más o menos, el cortejo corrió a paso lento hacia donde paseaba Filadelfo Robles antes de que lo mataran: del mismo modo, Andrés Manzano en su casa de madera y su brosa detrás de él, el líder todavía, caminaron hacia el Barrio Abajo, sin Juan Silva con su instrumento ni Juventino con su bajo. Rumbo al panteón. Doña Saula y otras señoras despicaban sus dolientes voces con sus cantos para vivos que conviven con muertos, en tanto el coro de algunas asistentes le respondía. El mismo Juliancito Bravo engallaba su enérgica y profunda voz para acompañar los cantos.

La gente en sus casas y negocios salía a la calle, como es costumbre, para ver pasar un ataúd con una bandera mexicana encima, cargado por cuatro hombres que se renovaban constantemente, y seguidos por doscientas, tal vez trescientas, porque se iban agregando otras, personas. Flores en mano, velas en mano. Lentamente por la calle Cuauhtémoc bajó este cortejo, hasta llegar a la De La Paz, y torcer sobre ella, hacia el sur, hacia ese lugar de muchos espíritus que es el panteón. Ese muerto no lleva música, observaba una niña que apresuraba a una joven a salir a ver el cortejo. Ni música ni cuetes.

Lo que siguió fue sencillo: arribar al panteón, llegar ante la tumba, depositar el sarcófago, enterrarlo. El panteón de Cuajinicuilapa de Santamaría está atestado y es difícil entrar en multitud: la mitad de los asistentes se quedó afuera; la otra mitad se ubicaba lo mejor posible para mirar cómo caían las paletadas de tierra colorada sobre el ataúd de Andrés Manzano. Alguna gente lloraba en silencio; otros, en voz más alta; y hasta algunos que no lo quisieron le lloraban. Fue rápido, pero yo no me quedé hasta el final: un amigo embriagado por el dolor y el alcohol me reclamaba para que no dejáramos ir de nuestros recuerdos a Andrés Manzano, lejos de allí, en compañía de nosotros mismos. Todavía teníamos que acostumbrarnos a la sorpresa, la trágica sorpresa por la muerte de Andrés Manzano. Y el único modo de exorcizar ese dolor eran las palabras entre amigos, como el amigo Andrés Manzano, cuyo cadáver acabábamos de enterrar.

Andrés Manzano, político humanista y visionario de Cuajinicuilapa



Para Andrés y Ernesto

La noche del sábado pasado falleció Andrés Manzano Añorve en Acapulco. Murió por falta de Cuaji, sospecho. En 2002 o 2003, festejando su cumpleaños cincuenta o algo así, bebimos y comimos en su casa, donde vivía con una calentana que lo cuidaba como a su hijo menor de edad, en el Distrito Federal. Él se bebió dos cervezas, contra la voluntad de la calentana, y ya se encontraba borracho. Se fue a dormir. Contra su voluntad, también, festejamos su cumpleaños, porque la calentana quería que conviviera con gente cercana a él en la ciudad. Él recordó un chiste que solía hacer: “Como dice mi hijo Ernesto: Papá, tómate tu media cerveza y vete a dormir, porque ya no aguanto para beber”. A Andrés Manzano le cayó el azúcar, es decir, padecía diabetes y esa condición adversa lo hizo acatar los dictados de la calentana para protegerse, para seguir viviendo y tener una vida de calidad. Más tarde, la política, que era su otra mujer o su mujer verdadera, y las circunstancias lo hicieron regresar a Cuajinicuilapa, en 2005. En este pueblo se dio cuenta de que seguía siendo líder y que su grupo le era fiel porque le preguntaron, lo cuestionaron, le insistieron, le pidieron y le exigieron que los encabezara de nuevo para competir por la presidencia municipal: era tal la escasez de políticos jóvenes y capaces que él tuvo que involucrarse en esa lucha que no deseaba, que su trabajo y su prestigio no habían podido ser desbancados.

En esta ocasión no aspiraba a ser presidente municipal, ya lo había sido dos veces y no tenía interés en repetir; sin embargo, no quería defraudar a su gente y se metió a la lucha, con el ánimo de que surgiera un candidato que entendiera la necesidad de la unidad de los varios grupos e intereses en el PRD, su partido, para derrotar al PRI. Y las veces que intentó declinar por los precandidatos en disputa, la cerrazón de uno o dos de estos se lo impidió. Tuvo que soportar, incluso, insultos para conseguir que el PRD no se rompiera como había hecho tres años atrás, perdiendo la elección. En ese sentido, el segundo triunfo que obtuvo el PRD en Cuajinicuilapa le debe mucho a él. Antes, él fue el primer presidente de oposición, por el PRD, precisamente. Y su gobierno era muy recordado: cuando en 2005, en compañía de Vicente Cortés Rodríguez, el candidato, visitábamos a la gente en las colonias y los barrios de Cuajinicuilapa y en las comunidades, le manifestaban su apoyo porque durante su administración gobernó procurando beneficiar a todos, realizando obras, por ejemplo, en las cuales la gente se involucraba en proporcionar materiales o aportar la mano de obra, pongamos por caso. En El Cacalote nos dijeron, por ejemplo, que la última obra que les habían hecho fue un molino de viento para surtirse de agua. La hizo Andrés Manzano, o el licenciado, como gustaba la gente en llamarlo.

Regreso al hilo con que enhebro estas reflexiones: en Cuajinicuilapa, después de regresar, en 2005, en medio de conflictos, negociaciones y trapacerías políticas Andrés Manzano se fortaleció, y no sólo emocional y psicológicamente, sino físicamente. “Rejuveneciste, Andrés Manzano”, solía decirle, viéndolo tan lejos de aquel viejito que se emborrachaba con su media cerveza. Se veía joven. “El conflicto te rejuvenece, Andrés Manzano”, le decía. Tanta energía recuperada le permitió, incluso, volver a agarrar mujer, una hermosa negra del Cerro del Indio. Parecía que la vida de cuidados no era mejor que ésta, la de los excesos: bebíamos y charlábamos durante horas, discutiendo sobre cualquier tema, porque no había tema que él, sapientísimo, no conociera y supiera. Dejó la dieta: cuando íbamos a comer carnitas en Ometepec, por ejemplo, pedía surtida y remarcaba que le incluyeran cuerito: “Si hay que pecar, hay que pecar bien, no a medias”, afirmaba. Como el personaje del cuento La sunamita (de la excelsa Inés Arredondo), quien emergió vivo de la cama-tumba en que agonizaba cuando una mujer bella y joven, su sobrina Luisa, llegó a atenderlo (a calentarle la cama, como al rey Salomón), Andrés Manzano revivió al volver al campo de batalla político, donde consiguió triunfos importantes, intangibles pero reales y verdaderos.

La muerte de Andrés Manzano debe servirnos para reflexionar sobre lo que somos como sociedad, como costeños, cuando menos. Fue un hombre congruente, sus acciones y sus pensamientos y creencias correspondían, es decir, actuaba conforme a sus principios, los cuales no estaban sujetos a perversión: era negociador y procuraba el diálogo incluso con sus enemigos si se trataba del beneficio y del interés de todos o de muchos. En ese sentido, no creía que la violencia fuera un camino adecuado para resolver las diferencias, por profundas o difíciles que fueran. Hablar y pensar antes de actuar, respetando al otro. Esa era otra de sus cualidades: ser respetuoso, tanto de niños y adultos como de amigos y enemigos, de hombres y de mujeres, de indios y de negros. Matar, para él, como modo de resolver algún conflicto, era el peor acto humano, exceptuando la defensa de la vida propia. Por cierto, ahora que releo y reescribo recuerdo que tampoco le causa molestia alguna o incomodidad asumirse como indio; al contrario, se reía y contaba que una mujer de El Terrero, en una de sus campañas, le reclamó que cómo era posible que él, un indio, quisiera gobernar a los negros. Asumía, de ese modo, el origen de su padre, el doctor Manzano, quien nació en el centro del país: era indio, decía Andrés, por eso yo también soy indio. En realidad, aunque también reafirmaba lo que dio en llamar “el África profunda” (basado en la conceptualización de Bonfil Batalla), Andrés Manzano fue un cosmopolita, en el cual se conjugaron diversas culturas y él explotó esa riqueza, con humor, con honestidad.

Fue un hombre generoso, porque no sólo daba lo que no era de él, como gobernante, como servidor público, sino también disponía de lo propio para ayudar a los demás. No guardaba rencor: hubo quienes procuraron hacerle daño y, si bien es cierto que no puso la otra mejilla, sí actuó en esos casos con mesura, con sentido de justicia y ecuanimidad, con inteligencia, basado en razones, antes que en deseos de revancha. Ello tampoco significa que fuese inocente o estuviese indefenso: conocía que el poder -y él lo tuvo- implica una alta responsabilidad, un compromiso con los otros. No conozco un caso del que pudiera decirse que haya actuado con exceso o para procurar daño, de manera consciente. Recordaba, en los últimos años, un apotegma de los masones: los peores enemigos del hombre son el fanatismo, la ignorancia, la religión y la superstición. Y a ellos consideraba como responsables de la conducta de la mayoría de la gente. En ciertos momentos, cuando se exasperaba, traía a colación una copla, la cual hizo colocar sobre su escritorio cuando fungía como síndico: Mándame pena y dolor,/ mándame males añejos,/ pero lidiar con pendejos/ no me lo mandes señor.

Fue un hombre excepcional no porque no haya tenido errores, sino porque a pesar de ellos dejó huella, y profunda. Ya adulto volvió a estudiar e hizo una maestría en administración pública; era un lector incansable y sin prejuicios que lo mismo leía novelas que manuales sobre cientología y otras baratijas, guiado por un auténtico afán de curiosidad y por la idea de que nada de lo humano debiera serle ajeno. Respetuoso de los otros, abierto, crítico, con excelente sentido de humor y visionario, Andrés Manzano también estuvo involucrado en tres proyectos comunitarios, incluso, un par de ellos fue impulsado directamente por él: la creación del museo de las culturas afromestizas y la fundación de la delegación de Cruz Roja de Cuajinicuilapa. Formó parte, además, del colegio académico de la Universidad Intercultural de los Pueblos del Sur, de la que fue fundador.

Su talante osado e inteligente y creativo se desplegó cuando fue presidente municipal por segunda ocasión: recuperó el concepto de autonomía municipal y lo asumió para beneficio de la población. En ese sentido, supo establecer relaciones de colaboración con otros gobernantes, y no de subordinación, como frecuentemente ocurre con los presidentes municipales, que viven temerosos de que les regateen o retrasen los recursos que por ley les corresponde y no son capaces de buscar fuentes alternativas de ingreso, como se hizo en Cuajinicuilapa desde hace años, bajo la batuta de Andrés Manzano: expedición de licencias para conducir, por ejemplo, o el saneamiento presupuestal de departamentos como el de Agua Potable y Alcantarillado y su necesaria municipalización.

Ahora que ha fallecido, intempestivamente, de modo sorpresivo, ese político humanista y visionario, recuerdo que en 2005, antes de regresar a Cuaji, donde pretendía vivir por más tiempo que el que duró en el gobierno municipal como síndico procurador, se encontraba construyendo una casa de madera, donde me hospedó alguna noche. En esas fechas no tenía energía eléctrica y sí apenas algunos servicios básicos; esa casa está ubicada en algún suburbio de Chilpancingo. Luego de ello, intentaba pensar por qué algunos mal intencionados seguían asegurando que Manzano había robado, que tenía una fortuna. Me consta también que su salario como síndico, en ese tiempo, era su ingreso más importante. Y el único modo de entender la saña de algunas personas para calumniarlo fue imaginando que algún miedo en el fondo de ellas las llevaba a no aceptar que ese hombre era superior moralmente, porque aceptarlo era aceptar que ellas eran peores, lo cual considero una tontera porque cada quien tiene su propio valor, y más que envidiar y querer destruir a alguien bueno es mejor emularlo y estimarlo, aprenderle. Algunos de sus detractores, incluso lloraron en su sepelio, en un acto de hipocresía. En fin. Él seguramente se habría reído de esas vicisitudes que salan las conductas humanas: estaba más allá de esas pequeñeces.

Lo único que quedó pendiente es una plática en la que iba a darme consejo sobre asuntos de amores, él, un conocedor profundo de lo que se llama el alma. No pudimos concretarla, aunque ayer me sorprendí y me sorprendió cuando, al abrir la bandeja de mi correo electrónico, me llegó un mensaje de Andrés Manzano Añorve para invitarme a charlar con él. Eso me hace confiar en que ha de seguir con nosotros, cuando menos conmigo, en mi pensamiento, donde seguimos platicando sobre todos esos proyectos inconclusos, como escribir sus memorias (era gran conocedor de la historia del siglo pasado y de éste de la Costa Chica, en la parte guerrerense, por ejemplo), sobre las cosas que hacemos, hicimos, haremos. Por mi parte, sigo platicando con él, y estas charlas me muestran (a mí, que alguna vez me declaré materialista dialéctico consumado y, por tanto, enemigo de sobrenaturalidades) que la existencia tiene y adquiere muchas formas e identidades, como Proteo. Y ya con ésta me despido, se murió un gallo jugado, de esos que no mataban, pero no matar lo hacía más valiente que los que matan.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Aran Shetterly, así se hacen los chismes...

Tomado de la Revista Cronopio (http://www.revistacronopio.com/?p=3010&cpage=1#comment-1729)Periodismo

Posted by admin on October 10th, 2010


NEGRO EN MÉXICO: LA OTRA CARA DE LA MEJICANIDAD

Por Aran Shetterly*

¿De dónde venimos?
¿Qué somos?
¿Hacia dónde vamos?
(Paul Gauguin).

Me senté en la sombra, bajo una palapa y esperé al bote-taxi que me habría de llevar desde el pequeño pueblo de Zapotalito, a través de las lagunas de Chacahua, al pueblo, incluso más pequeño, de Chacahua, que se extiende entre los manglares del borde de la costa pacífica mexicana. Justo al lado del endeble muelle de madera, aves fregata acosaban pelicanos, esperando apropiarse de peces.

El bote apareció a la vista y, momentos después, el zumbido del motor alcanzó mis oídos. Cerca de 10 metros desde la orilla, el piloto cortó el poder, levantó el aparejo y encalló en la playa. Un hombre saltó del bote, descalzo, llevando unas viejas bermudas amarillas de surf y una camiseta. Un afro completo se englobaba bajo su gorra de béisbol.

Cargué mi mochila en el bote y me senté en un travesaño mientras el chofer nos sondeaba hacia aguas más profundas. Volviéndome a mirar hacia Zapotalito, lo observé mientras sumergía el motor fuera de borda en las aguas turbias.

«¿De dónde eres?» Pregunté.
«De Cuba»
«¿De Cuba? ¿Cómo terminaste aquí?»

El hombre rió. «Un barco de esclavos naufragó junto a la costa. Algunos de los esclavos lograron llegar a la playa. Hemos estado aquí desde eso.»

Haló el cordón, el motor rugió y yo sostuve mi sombrero mientras el bote alcanzaba velocidad y se dirigía hacia los canales laberínticos de la laguna, dejándome en mis cavilaciones sobre cómo un barco cubano de esclavos había llegado a la costa oeste mexicana.

UNA POBLACIÓN POCO CONOCIDA
Pocas personas, incluyendo a la mayoría de los mexicanos, se dan cuenta de que una población significativa de mexicanos negros vive a lo largo de la «Costa Chica» de México que se extiende desde justo al este de Acapulco bajando hasta Huatulco, en el estado de Oaxaca.

Si uno piensa en Afro-Mexicanos, tiende a hacerlo respecto a Veracruz, en la costa del golfo del país.

El mayor puerto del Caribe mexicano, Veracruz, es conocido por su carnaval, por el danzón cubano y por un guerrero africano del siglo XVI, llamado Yanga, quien estableció un pueblo negro libre en las montañas de la zona.

Y, sin embargo, la población negra de la costa oeste es significativamente mayor, a pesar de ser menos estudiada o comprendida, debido, al menos en parte, a su aislamiento geográfico.

De acuerdo con el académico norteamericano Bobby Vaughn, «Mientras que la población contemporánea de negros mexicanos es muy pequeña en Veracruz comparada con la de Costa Chica, el discurso sobre la negritud en Veracruz es dominante. Veracruz es contemplado por la imaginación popular mexicana como un estado negro y, si bien esto se debe en parte al legado del esclavismo en Veracruz, esta imaginación se origina más en un intercambio cultural ocurrido con Cuba durante el siglo XIX.»

La historia hispánica de México como importador de esclavos es a menudo opacada por el número de africanos vendidos como trabajadores en el Caribe, los Estados Unidos y Brasil.

Hasta 1650, sin embargo, hubo más esclavos africanos en México que en cualquier otro lugar de las Américas. Y, más sorprendentemente aún, Vaughn propone que la población hispánica radicada en México no superó a la de africanos hasta 1810.

Esta historia es estudiada por sólo un puñado de académicos amateur y profesionales, curiosos sobre el rol jugado por los africanos en México. Muchos mexicanos saben que el segundo presidente del país, Vicente Guerrero, era de ascendencia africana. Igualmente lo era José María Morelos, el héroe nacional que luchó y murió por la independencia mexicana frente a España. Pero, incluso así, la realidad cotidiana de lo que significa ser negro en la Costa Chica permanece en gran medida ignorada por los mexicanos no-negros y, de igual manera, por muchos mexicanos negros.

RAÍCES DESCONOCIDAS
Mientras recorría las sendas de Chacahua, vi gente de todos los matices, desde bronceado claro hasta chocolate oscuro. Vi cabellos lisos y afros y todo lo intermedio entre éstos. Casi todos, sin embargo, incluso aquéllos que podían pasar por mestizos (el término más común para la mezcla entre indígena mexicano y español) se identificaban como «morenos» o «negros».

Al preguntar sobre la historia del pueblo y su gente se me dijo, «Tienes que hablar con los de los viejos tiempos.»

Mientras el ocaso se asentaba, observé una mujer vieja sentada en una silla en su patio de tierra bien rastrillada. Su sencilla casa de madera se levantaba detrás de ella y, a su lado, ardía un fogón de leña.

«¿Desde dónde vino la gente de Chacahua? Le pregunté.
«Pues, hubo un accidente de avión en los 1950» repuso ella.
¿Era esta historia un ‘non-sequitur’ o una versión moderna de la historia del barco de esclavos?
«Pero, por qué es así su pelo?»

Ella alargó la mano y se tocó las puntas blancas de su afro. «No sé por qué es mi pelo así. Soy mexicana».

UNA CUESTIÓN DE CONCIENCIA

Cuando el padre Glyn Jemmott escucha estas historias narradas por mexicanos negros, para explicar (o no explicar) su presencia en México, un gesto de dolor cruza su rostro.

«No es sólo ignorancia», dice, «Están aferrándose a un mito que se les entregó como un modo de racionalizar y reformar el pasado. La parte enfermiza de la broma es que lo aceptan. Pero, —y aquí concede una cualidad posiblemente subversiva a los mitos—, cuando un hombre negro se encoge de hombros, ¿qué tanto es indiferencia y qué tanto supervivencia?»

Jemmott es de Trinidad. Fue ordenado Sacerdote Católico Romano en 1977. Vino a Ciudad Oaxaca a principio de la década de 1980 y poco tiempo después visitó Pinotepa Nacional, una capital municipal en la esquina suroeste del Estado de Oaxaca.

Cuando vio a toda la gente negra que allí vivía, se dio cuenta de que era allí donde estaba destinado a ser ministro. «Tenía que estar allí,» dice.

El Padre Glyn, como es conocido entre sus feligreses, fue enviado a ser el sacerdote parroquial de la pequeña y polvorienta aldea de Ciruelo. Llevó allí no sólo su fe, sino una creencia en la identidad pan-africana y en la justicia social. Ha dedicado los últimos 22 años de su vida a las necesidades espirituales de sus feligreses y a nutrir las llamadas incipientes hacia la justicia en estas comunidades rurales empobrecidas y aisladas.

A fin de lograr estos dos últimos objetivos y para aumentar la conciencia general sobre la población negra de México, creó una organización llamada México Negro. Este apelativo enfatiza la «africanidad» de la gente, más que su mestizaje. La «negritud», afirma él, existe en México.

«La cuestión de la justicia es básica en este tema. México no puede negar la igualdad y el reconocimiento», dice. Explica que no hay estadísticas gubernamentales sobre la población negra, no hay opciones de apropiarse de esta identidad en el censo (y por consiguiente no hay forma de determinar, con ningún grado real de precisión, el tamaño de la población). Esto, dice él, es un «juicio sobre África y la africanidad que no está siendo reconciliado [con la identidad mexicana.]»

La historia convencional de la fundación del México moderno enfatiza la mezcla de españoles y mexicanos indígenas que forjó la identidad «mestiza». El padre Jemmott cree que la dualidad de este mito hace más fácil excluir a todos aquellos que no encajan en el modelo; hacerlos invisibles, incluso, a veces, para ellos mismos».

Una sonrisa irónica curva los bordes de su boca mientras bromea sobre el héroe nacional, José María Morelos, «[él] no puede quitarse su pañoleta porque mostraría su pelo crespo».

«Las gentes indígenas de México han dicho «No hay México sin nosotros». Los negros no han podido decir esto». Jemmott cree que hay una cohesión interna en las culturas indígenas que se desarrolla como liderazgo interno.

Jemmott espera que México Negro ayudará a crear el tipo de unidad que produce líderes que continuarán y extenderán el trabajo que él ha comenzado. Cada marzo la organización celebra un encuentro de los pueblos negros. Las gentes del área son invitadas a celebrar su herencia y a pasar tres días discutiendo problemas locales tales como la atención en salud, la educación y la recolección de basuras.

«HAY UN FUTURO»
Gerardo Carranza tiene seis hermanos y una hermana y todos ellos han cruzado la frontera buscando trabajo. «No me gusta irme de mojado. Nunca» dice, a modo de explicación de por qué a sus veintidós años aún vive en el pueblo de Huehuetan, Guerrero, donde nació.

Carranza fue aceptado en el Morehouse College (una universidad históricamente negra) en Atlanta, Georgia, pero parece ser que la beca que recibió ha sido revocada. Dice que no le interesa «despertar este sueño» de nuevo.

En vez de esto, Carranza, quien es el presidente local de México Negro, enfoca su energía y atención en su pequeño pueblo Guerrerense donde dice que «puede verse que hay un futuro».

Para un extranjero las señales esperanzadoras no son fáciles de identificar. Las calles son estrechas, bordeadas por construcciones de madera y barro que van desmoronándose.

Una mujer vieja está agachada en cuclillas en una puerta abierta, frente a ella hay una pequeña muestra de zanahorias viejas a la venta. Las pocas casas modernas son, claramente, los frutos de parientes que trabajan al norte de la frontera. De hecho, la casa de los Carranza es de las mejores del pueblo. Pero incluso así, sus padres aún trabajan en los campos cada día.

Una de las señales de esperanza que ve Carranza es un pequeño bloque de construcciones. Los muros se alzan cerca de 1,20 metros y las enredaderas empiezan a treparse sobre ellos desde el interior.

«Esa es la biblioteca», dice, señalando que por cerca de 700 dólares más podría terminar de construirla. Después tendría que llenarla con libros y computadores.

Es una batalla difícil, dice. No hay trabajos, entonces los niños no encuentran razones para estudiar. Los recursos del pueblo son controlados por el gobierno municipal, un pueblo mestizo que, según Gerardo, no tiene ningún interés en el futuro de Huehuetan.

Así que está tratando de organizar una especie de secesión, la cual habría de permitir que su pueblo y otros cuantos formen su propia municipalidad y se gobiernen a sí mismos. Él cree que si Yanga pudo crear un pueblo autónomo para gente negra en México, ¿por qué no habrían de poder hacer lo mismo los ciudadanos de Huehuetan?

«Hay muchas cosas que este pueblo puede hacer, —dice Gerardo—. En diez años, aún estaré aquí organizando a la gente».

PRIMERO MEXICANO

No todo el mundo está de acuerdo con los esfuerzos del Padre Glynn de desarrollar la identificación de sus feligreses con sus raíces negras. Algunos académicos mexicanos argumentan que él está «inventando identidad». Lo que sugieren, parece ser, es que la «africanidad» de la gente es puramente histórica y que hoy día todos están mezclados y deberían identificarse como mexicanos.

Cerca de Ciruelo, cruzando la línea estatal de Oaxaca en Guerrero, se encuentra el pueblo de Cuajinicuilapa. Allí, los hermanos Eduardo y Jorge Añorve Zapata se oponen al acercamiento pan-africano del Padre Glyn, identificándose a sí mismos como «afro-mestizos». Este término, en vez de centrar la atención respecto a ser, ante todo, negros, relocaliza más bien la identidad en el modelo mexicano del «mestizo». No somos más que otro ingrediente de la mezcla mestiza mexicana, asevera. Pero ante todo, somos mexicanos.

Estas críticas al acercamiento del Padre Glyn son, por lo menos en parte, un rechazo a ideas «extranjeras». Incluso después de vivir un cuarto de siglo en México, éste sigue siendo un extranjero y su visión del mundo pone en cuestionamiento la forma en que algunos mexicanos —e incluso, algunos de los mexicanos que éste espera ayudar— se ven a sí mismos.

UN ACERCAMIENTO PRÁCTICO
De vuelta en Ciruelo, Elena Ruiz tiene poca paciencia para las discusiones abstractas sobre la identidad. Hay un problema más urgente que resolver: el empleo local.

Elena, una mujer llamativa, de piel oscura y cabellos lisos, creció en Pinotepa Nacional, donde experimentó su dosis de discriminación. Su preocupación actual es que sin nuevas industrias locales muchos de los pueblos negros pueden llegar a desaparecer.

Hay una determinación férrea en sus ojos cuando dice: «Éste es también nuestro país. Nacimos aquí. Nos sentimos completamente mexicanos».

A sus 52 años, tiene cinco hijos, dos de los cuales trabajan en Los Ángeles. Aquí, como ocurre en todo México, la inmigración desgarra el tejido social. Más y más hombres y mujeres jóvenes se van. El dinero que envían de vuelta construye buenas casas para sus familiares e introduce estilos llamativos norteamericanos, pero hace poco para crear una fuente permanente de empleo.

En su mente no hay tiempo para esperar ayuda o reconocimiento gubernamental. Elena comenzó un taller de confección con la esperanza de que ella y otras mujeres pudieran hacer blusas y bolsos para vender en el mercado de Pinotepa. Desafortunadamente los recursos mínimos para mantener el proyecto en funcionamiento se han agotado.

Cada año en el Día Internacional de la Mujer, Elena organiza una carrera para las mujeres del pueblo. Salen a la autopista y corren los tres kilómetros que las llevan de vuelta al centro.

Es casi como que la carrera es una especie de retorno al hogar. Sal a la carretera y, en vez de escapar, corre de vuelta a lo que eres y al lugar de donde eres.
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* Traducción de Camilo Ramírez, estudiante de Filosofía de la Universidad de Antioquia.
*Reconocido escritor y periodista norteamericano. Radicado en México. Mundialmente conocido por su libro en forma de crónica “El americano” sobre el gobierno de Fidel Castro.

FIN DEL ARTÍCULO

Comentario de Eduardo Añorve Zapata:

Recupero un par de párrafos, por lo que dicen de uno y del hermano de uno: "Allí, los hermanos Eduardo y Jorge Añorve Zapata se oponen al acercamiento pan-africano del Padre Glyn, identificándose a sí mismos como «afro-mestizos». Este término, en vez de centrar la atención respecto a ser, ante todo, negros, relocaliza más bien la identidad en el modelo mexicano del «mestizo». No somos más que otro ingrediente de la mezcla mestiza mexicana, asevera. Pero ante todo, somos mexicanos.

"Estas críticas al acercamiento del Padre Glyn son, por lo menos en parte, un rechazo a ideas «extranjeras». Incluso después de vivir un cuarto de siglo en México, éste sigue siendo un extranjero y su visión del mundo pone en cuestionamiento la forma en que algunos mexicanos —e incluso, algunos de los mexicanos que éste espera ayudar— se ven a sí mismos".

Falso, ni Jorge ni yo andamos por el mundo asumiéndonos como afromestizos. En todo caso, a mí me gusta más el término afromexicanos o afroindios, aunque Jorge y yo hemos coincidido que basta de hablar de nosotros, los costeños, desde esos jodidos puntos de vista "raciales": somos gente y ya. Punto. Y como no sabemos qué tipo de acercamiento quiere el padrecito con nosotros (no sea que nos la arrepegue), pos no nos le ponemos de aguilita ni nada que se le parezca, como suelen hacerlo otros, incluida Lala.

Y tan no rechazamos las ideas extranjeras que leemos (y hasta nos plagiamos) a escritores gringos, griegos, chilenos, cubanos, europeos, nacatecas o churrumaiz, incluidos a los pinkfloyes y ecéctera y hasta chilangos y chilangas. Que no le digan, que no le cuenten, mi buen Aran. Por cierto, yo me declaro hijo legítimo e ilegítimo de Juan Ruiz, el Arcipreste, de Quevedo y Villegas, el que hasta por el culo se le conoce, y de El Manco de Lepanto, el que parió a don Sancho Panza y su infiel escudero, El Quijote de Marras, y eso que de español tengo el idioma que con trabajos hablo y a arrempujones escribo, y la maledicencia en el pensamiento. Por cierto, y con toda la mala leche para decir que ni escribir o traducir se le da: no se escribe "mejicanidad" sino "mexicanidad" porque abominamos de esa intención de los españoles de borrar la X que llevamos en la frente como calvario. O sea: a la tierra que fueres, toma cocholate (que es más sabroso que el chocolate)...

Y Glyn no puede cuestionarnos nada, no tiene autoridad moral para ello, es un vil comerciante (no por nada es cura -¿véis, Aran, cuán exquizzzito español escribo?-) de dizque ideas y movimientos que reivindican no sé qué chingaos, porque nadie se entera de su existencia... excepto cuando daba misa en una boda. Y si eso es chido y coqueto, qué chido, pues, para el que lo sea, y el que tenga su burro que lo amarre, y el que no, que no. Y ya con esta me despido.