(Crónica más que personal)
Como siempre, la muerte es sorpresiva cuando no la esperamos. La muerte de otro, sobre todo si lo queremos.
La noche del sábado 13 de noviembre no se podía dormir. Sólo algunas personas en Cuajinicuilapa de Santamaría sabían que Andrés Manzano había sido hospitalizado, pero que se encontraba bien: había cenado y estaba caminando, y dijo que se iba a recuperar, que estaba bien, cuando menos a alguien con quien habló por teléfono.
Me enteré en la mañana del domingo porque me hablaron para preguntarme si era cierto. Increíble, esa idea; increíbles, esas palabras; increíble, ese hecho. Y tomé el teléfono para marcar su número, pero no me respondió. Así es él, pensé, tarda para responder, no porque quiera sino porque no siempre se le dan bien estas minucias.
Marqué el número de uno de sus hijos, y le dije que había recibido una jodida noticia, todavía sin creer tanta belleza cruel, que Andrés había muerto. Sí, me respondió el señor Andrés, con calma (y no sé si eso lo aprendió del otro señor Andrés, por el que yo preguntaba sin querer saber que sí), alguien anda dando esa jodida noticia, me replicó. Mierda, sentí y pensé, y dije otras cosas que no recuerdo. Colgué el teléfono o, mejor dicho, le puché el botoncito ése. No bien dejé el aparatito en la mesa y entró un mensaje para darme una noticia que ya no era noticia: Andrés Manzano había muerto. Mi padre me buscaba. Me acomodé mis cosas y salí a la calle, después de comentarlo en casa. También a los míos le dolió.
Fui a casa de una hermana suya, y nos apretamos manos y brazos, además de la pena que compartimos. Pasé a casa de Andrés y todo los presentes andaban siguiendo un viejo argumento sin escribir, acomodando todo para velar los huesos muertos, la sangre muerta, la carne muerta de Andrés Manzano.
Mi mente flotaba en medio de recuerdos y recuerdos de recuerdos: imágenes, palabras, gestos, hechos, música, voces, ruidos. Andrés Manzano había muerto, y con su muerte el mundo se empobrecía, como no ocurre con frecuencia, ni de tiempo en tiempo, sino como ocurre pocas veces en un pueblo y en una región como la nuestra. Mi padre dice que para los demás su vida vale poco, pero para él vale mucho, vale todo. Para Andrés Manzano la vida ya no valía nada, pero yo sabía que su vida sí había valido mucho para muchos, y que su vida debería seguir valiendo mucho, porque era un ejemplo a seguir, sobre todo en estos tiempos de incivilidad y de tirar la ley al monte.
Aunque sé escarbar una tumba, no podría hacerlo excepto con daño para una de mis muñecas que está fracturada desde hace años; tampoco sabría ir a por leña o a acarrear sillas y mesas, ni adornar el altar ni rezar ni matar animales para preparar la comida, ni cocinar. Nada de eso podía aportar a esta pesadumbre colectiva que implicaba la muerte, la vela y el enterramiento de Andrés Manzano. Pensé en que podría compartir mis reflexiones sobre el significado de una vida así. No el recuento de sus obras ni de su vida, sino el significado profundo de un hombre liberal, humanista, inteligente, sabio y modesto como él; su legado para nosotros, esta micro sociedad que acostumbra a denostar a los vivos y encumbrar a los muertos.
Marqué el número de unas muchachitas que conducen un programa en la estación radiofónica de la Unisur para proponerles que ese domingo, en su espacio, abordaran el hecho y me dieran cabida para exponer mis reflexiones, pero no contestaron a mi llamada. Más tarde, hablé con el coordinador de esa universidad a la que Andrés perteneció y de la cual fue fundador; sin embargo, tampoco obtuve respuesta. Pensé que ese hecho debería leerlo como la imposibilidad de hacer un programa así, y me senté a pensar. Pero la mala conciencia no me dejaba tranquilo e insistí en comunicarme con esas muchachitas, y tuve suerte, de la buena, y pudimos ponernos de acuerdo para transmitir ese programa. Más tarde, recibí una llamada del coordinador comentándome lo lamentable de la jodida noticia, y coincidimos: la muerte de Andrés Manzano era terrible. Me informó también que durante esa semana Radio Unisur estaría transmitiendo y abordando el tema. Nos despedimos.
El lunes por la mañana, antes de la misa, gente que me quiere me reclamó por no haber estado en la vela del cadáver muerto y sin visos de revivir de Andrés Manzano. No supe explicar que no sé velar muertos, que no sé llorarlos, que no sé despedirlos, que no sé rezarles, que no sé bendecirlos, que mi presencia en un lugar de esos sería inservible: sólo me emborracharía y hablaría pendejada y media para atraer la atención y hacer como que sí sé lo que no sé o medio sé. Tampoco sabría decir que a Andrés Manzano no le hacían mucha gracia esas fiestas, ni misas ni rezos ni altares ni cosas de ese corte, aunque hubiese acudido a otras. ¡El jacobino Andrés velado y misado como si católico hubiese sido!
Pero no se salió de la caja, como dijiste, si lo llevábamos a la iglesia a escuchar misa, me dijo un amigo de los cien o doscientos que acudieron a la misa, un tanto crédulo, temeroso de que mis torpes premoniciones se cumplieran. ¡Un jacobino radical en misa! ¡Cosas veredes!, apuntó Cervantes. Aunque, si bien es cierto que Andrés Manzano descreía de la iglesia, sí entendía perfectamente el papel de bálsamo que tiene la fe entre los humanos, y acudía a misa para acompañar a los deudos de sus amigos, familiares, parientes y paisanos. Nunca lo vi cargar muertos, y no creo que lo haya hecho… pero eso no importa.
La gente en sus casas y negocios salía a la calle, como es costumbre, para ver pasar un ataúd con una bandera mexicana encima, cargado por cuatro hombres que se renovaban constantemente, y seguidos por doscientas, tal vez trescientas, porque se iban agregando otras, personas. Flores en mano, velas en mano. Lentamente por la calle Cuauhtémoc bajó este cortejo, hasta llegar a la De La Paz, y torcer sobre ella, hacia el sur, hacia ese lugar de muchos espíritus que es el panteón. Ese muerto no lleva música, observaba una niña que apresuraba a una joven a salir a ver el cortejo. Ni música ni cuetes.
Lo que siguió fue sencillo: arribar al panteón, llegar ante la tumba, depositar el sarcófago, enterrarlo. El panteón de Cuajinicuilapa de Santamaría está atestado y es difícil entrar en multitud: la mitad de los asistentes se quedó afuera; la otra mitad se ubicaba lo mejor posible para mirar cómo caían las paletadas de tierra colorada sobre el ataúd de Andrés Manzano. Alguna gente lloraba en silencio; otros, en voz más alta; y hasta algunos que no lo quisieron le lloraban. Fue rápido, pero yo no me quedé hasta el final: un amigo embriagado por el dolor y el alcohol me reclamaba para que no dejáramos ir de nuestros recuerdos a Andrés Manzano, lejos de allí, en compañía de nosotros mismos. Todavía teníamos que acostumbrarnos a la sorpresa, la trágica sorpresa por la muerte de Andrés Manzano. Y el único modo de exorcizar ese dolor eran las palabras entre amigos, como el amigo Andrés Manzano, cuyo cadáver acabábamos de enterrar.
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