viernes, 19 de agosto de 2016

CUANDO MORILLO FUE PESCADOR
(2006)



Entrevista con Germán Hernández Camacho, mejor conocido como Morillo. Originario de Cuajinicuilapa, del antiguo barrio de Las Flores, que luego se conoció como Barrio del Gato y ahora se le llama de San Francisco. Fue boxeador y basketbolista, muy reconocido en la zona; peleó, incluso, en Acapulco, donde ganó todas sus peleas. Trabajó en el campo, como cargador y pescador. Ahora es propietario de una cantina, La Coronita, que está en remodelación. Platicamos esta vez sobre su experiencia en el mar, como pescador, rememorando la clásica de Mar Azul: La vida del pescador. Apenas nos sentamos, viene su nieta a decirle que ya está el almuerzo…

GHC: La carne es mala, la debe comer uno cada semana. Hay otras cosas, hay pescado…

EA: Fuiste pescador…
GHC: Claro.

EA: Y ¿cómo es la vida del pescador?
GHC: Los seis días de la semana –dice, recuperando una línea de la canción mentada y hace la finta de beber cerveza, y ríe. Nos reímos.

EA: ¿Dónde fuiste pescador?
GHC: En Corralero. Allí duré quince años como pescador. Pescaba guachinango, a cuerda, a cincuenta metros, no… perdón… brazadas. Le poníamos calamar de carnada, calamar chiquito, asinita –y hace una seña con dos dedos, con la medida de un jeme–; ése lo traían de Acapulco. Cuando no hay o se acaba lo agarra allá dentro uno con cuchara, en el mar, en el agua. El calamar se aboya con la lámpara y sube en montón hacia la lancha, y ya lo agarra uno.

EA: ¿Y cómo saben dónde encontrar los bancos de guachinango?
GHC: En un cerro; el guachinango siempre habita en los pedregales. Y uno ya tiene marcas. Se marca uno de allá de los árboles. Desde adentro del mar marca uno, mira uno hacia la orilla –y extiende los brazos y la vista, largos ambos–, a los cerros de la orilla; desde el mar los ves, porque el mar es más alto que los cerros. Como desde tres o cuatro kilómetros, ves un árbol, ves la medida y ya te ubicas. “Aquí es”, y ya, avientas el grampín…

EA: ¿El grampín? ¿Qué es un grampín?
GHC: Una araña de varilla, de fierro, que se traba en las piedras. Sacaba uno guachinango y pargo. Al pargo le echa uno guachinango chiquito vivo, y con eso lo sacas. Andan por el mismo lugar, el guachinango y el pargo viven juntos en los pedregales, en los cerros.

EA: ¿Y cómo sabe uno que son cerros?
GHC: Porque te desvías tantito pa’ allá y ya no sientes la cuerda. Como ahorita, aquí es cerro, y te vas para allá donde ya no es cerro y ya está una profundidad, una gran profundidad –dice y gesticula, un tanto impaciente porque no entiendo su explicación. Le cambio el tema.

EA: ¿Y hacías dinero?
GHC: Claro. Nada más que no tiene uno nunca porque se los bebe. El gran pico que tengo. ¿Que no ya lo dice la canción de Mar Azul?: comenzar por el domingo/ los seis días de la semana. Y luego, esperando al compañero/ para seguir parrandeando.

EA: ¿A qué horas pescabas?
GHC: A cualquier hora, pero es mejor en la noche. Lleva uno agua y comida, refresco. A veces un tequila para el frío. Somos dos o tres, y hasta cuatro pescadores, más no se puede porque se enredan las cuerdas. Cada quien va marcando su pesca. Llegas a sacar hasta tus cien quilos, ciento cincuenta, cuando las cosas están bien. A veces hay rachas en que llegan los guachinangos grandes, de a dos quilos; entonces sacas más mucho. Aunque vale más el de orden porque tiene más salida, ése cabe en un plato; aquellos grandes, los debes de filetear para venderlos. Cuando ya vienes de pescar, le sacas la tripa. Luego, en la playa, se lava con una agua limpia, se le lava la sanguaza. Después se enyela.

EA: ¿Dónde lo venden?
GHC: Ese pescado se lleva a Acapulco. El que se saca en la laguna, ése lo compran las gaviotas, las bandejeras que andan por allí, las que compran lisa. La lisa y otros pescados se sacan con tarraya. Y ellas lo revenden; no compran guachinango porque es caro.

EA: ¿Y porqué dejaste la pesquería?
GHC: Yo tuve un lancha con un motor de 55 caballos de fuerza, un Yamaha. Lo vendí cuando me vine, vendí todo. Bueno, la mujer vendió todo. Nos dejamos y vendió todo. Como me enfermé, tuve un accidente en el mar, me voltié, quebré una lancha, la hice pedazos, me cayó en la columna.

Eso fue en las reventazones. Me cayó un tumbo encima: ya vez cómo es el mar de cabrón, cómo están las olas en las reventazones, en la orilla. Iba yo pa’ dentro del mar, me dijo mi chalán “vámonos” y yo me apendejé, jalé mi motor; cuando vi el tumbo, tan grande como ese palo de mango, le saqué la vuelta, pero no… ¡qué le iba a poder! Y échosela de frente, lo partí al tumbo y se llenó la lancha de agua, y luego venía otro tumbo más alto; en ese tiempo mi chalán ya estaba en la playa, se había dejado caer, iba yo solo. Ya no me podía regresar, los chalanes se pueden tirar al agua; el dueño no, ése se tiene que quedar al último, a ver si salva su lancha, ni modo que ya te vas a tirar.

Ya la lancha no podía, nomás una bujía venía trabajando, y llena la lancha de agua. Al último vi que venía otro tumbo y dije: “No, este tumbo sí me mata, me voy a dejar caer”. Déjome caer y que repunto, así, y vi lo blanco que venía en el alto y era la lancha. Me cayó encima una tabla, me desvió la columna. Por eso fallo para caminar. Y ya, se acabó la vida del pescador.

EA: Pero sigues haciendo tarrayas, ¿no?
GHC: Sí, eso sí. Me hago una en un mes, y la vendo. Cada malla de tarraya lleva su mallero, asegún la quiera el cliente, para pescar en la laguna la carpa, la lisa, cualquier pescado. De ancho tiene sus cuatro o cinco metros; lo mismo de largo. Y la vendo según el cliente, el dinero que traiga. No es tan sencillo, es un quebradero de cabeza; se acaban los pulmones, la vista.

EA: ¿Te gusta comer pescado?
GHC: Me gusta la gallina, frita o en caldo, más que el guachinango, me gusta el plátano; esos, de agua salada. De agua dulce me gusta la mojarra prieta.
Sí, fui cargador de maíz, ajonjolí y copra, aquí en la bodega de Conasupo. Pero se acabó la buena temporada, vino la mala y me quedé sin trabajo. Por eso me fui a Corralero, me fui con la mujer; ella es de allá… A veces jala más la vaca que el toro –y se ríe, nos reímos.
Ahora soy cantinero... de La Coronita.

–Y reímos.