martes, 26 de mayo de 2009

domingo, 24 de mayo de 2009

NO TODOS SOMOS NEGROS (LAS PRUEBAS DE LA CRIOLLEZ)

1999

CRIOLLO ES EL NEGRO que ha nacido en América, por oposición al negro venido y nacido en África. Criollo o créole; al parecer el uso del vocablo comienza en las Antillas. Luego se aplicaría a los hijos de españoles y franceses nacidos fuera de la patria de los padres y sin mezcla de otras razas; aunque tal connotación ha caído en desuso, ha quedado confinada a añejas explicaciones sobre las historias patrias criollas americanas. En Cuaji se utiliza para designar a lo nacido en estas tierras por oposición a lo que viene de afuera, a lo frastero. Hay mango criollo, chile criollo, melón criollo, sandía criolla, mai[1] criollo, perros criollos... y negros criollos, nativos de aquí —dicen, decimos.

Ñique ha ideado o compilado un modo de conocer el grado de criollez de un cuijleño sometiéndolo a tres pruebas. La primera consiste en la tolerancia al quelite —o propiamente pápaloquelite, planta compuesta, mejicana, aromática y sabrosa, comestible cruda; medicinalmente empleada como antirreumático, según Francisco J. Santamaría—. Si el individuo a prueba come crudo el criollo quelite, según este primer resultado, parcial, se trata de un indio. Una acotación: se puede saber, según lo anterior, que Santamaría, por la definición que da del pápaloquelite, tenía gran parte de sangre india, sobre todo porque el quelite le parece sabroso y comestible. Se sabe de negros de criollez absoluta que, por accidente al sabanear[2] en pos del ganado, llegan a atropellar alguna planta de quelite y caen privados del sentido; tanto es su rechazo al vegetal de marras. O de la intolerancia de otros a su tufo o tujo aromático; por ello, algunos con cierta mezcla india en la sangre, no lo comen crudo sino chamuscadito en el comal para que el tufillo desaparezca y puedan engullirlo con presteza, aunque sacrifiquen su sabrosura y consistencia.

La segunda prueba es la tolerancia al mexcal, que en este caso no es tan mexcal sino aguardiente de caña: el mexcal es una bebida alcohólica que se elabora por destilación a partir de algún tipo de maguey, sea de la penca o de la cabeza. En la zona se consume aguardiente de caña, manufacturado en Huajintepec o Huixtepec. Si el individuo en observación consume tres xícaras medianas del criollo mexcalli (a) mezcal o chimisco, y no se apendeja o ataranta, la conclusión parcial se resume así: el sometido a prueba tiene más de indio que de negro criollo. Dos acotaciones: antes de que Cuaji fuese Cuaji, fue Cuijla —es curioso que la introducción de la carretera nacional cambiara la denominación de Cuijla a Cuaji, tal vez porque el último es abreviatura difundida a partir de los rótulos carreteros—; y en aquel entonces en Cuijla no conocíanse botellas de espumeante cerveza, y el animador de las fiestas era servido en xícaras criollas para fortalecer la xácara y el xolgorio; y luego los pasodobles, chilenas y corridos a surgir de los instrumentos y el zapateo a resecar la a propósito humedecida tierra para evitar las molestias del polvo y a calentar el agua o endulzarla con miel para la garganta de los cantantes y verseros, estos enfrascados en pícaros torneos donde la imaginación y el ingenio prestos se despicaban para ofender y ganar al rival y complacer a los escuchas o impresionar a la negra criolla o india guanca pretendida de amores; y luego los duelos a mano armada de machete o arma por amores o por qué me ves o por borrachera de chimisco. Acoto la acotación, o acotación segunda: xícara de xicalli: vaso hecho del fruto del xicalcuahuitl, que sólo crece en las costas; y hasta la costa de la Mar del Sur bajaban los artesanos de Olinalá, primero a pie, luego en bestias y ahora en vehículos automotores, para adquirir las xicaritas, ya cortadas, raspadas y secas, listas para ser grabadas y laqueadas y comerciadas.

La tercer prueba es la resistencia a la música: Suena una cumbia y el por tercera vez investigado muestra, en su silla, casi siempre dos extremos: permanece impávido o acompaña el ritmo con la patita, de perdida. Acotación: cumbia, al parecer, es voz africana o cuando menos cubana, y sirve para nombrar el ombligo; además, se nombraba así a la danza que los negros bailaban ombligo con ombligo; por esa costumbre, y porque enseñaban a las indias a bailarla en las profundidades del monte, eran azotados o quemados, según la gravedad del juicio. Si el sujeto en cuestión, sometido a la prueba no se inmuta con la criolla cumbia —como “Pata cambá”—, con seguridad es indio (guanco, a resultas de los resultados); el negro criollo nativo sacudiría la patita, primero, y se desensillaría para buscar el éxtasis en los ritmos cumbancheros, aunque no hubiere una india o una negra o una con quien arrepegarse o traerla montada en la esa cosa, volviendo a bailar esa danza ancestral que hoy adquiere nombres como lambada o quebradita.

Mestizo o mestiza aplícase a la persona nacida de padre y madre de razas diferentes, y con especialidad al hijo de hombre blanco e india, o de indio y mujer blanca, dice Santamaría. Mulato o mulata es, en general el nacido de negra y blanco, o viceversa. Y el zambo o zamba, hijo del negro e india, o de indio y negra. Y ese es el dilema de la criollez: nada ha permanecido sin mezcla, nada es puro e incontaminado, por lo que uno de sus valores lo descalifica. Y los epítetos de mestizo, mulato y zambo para las castas son obsoletos porque no hay, cuando menos en Cuaji, negros, indios o blancos puros, sino mestizos, mulatos, zambos que tampoco han permanecido puros en su hibridismo, puesto que han continuado ayuntándose, copulando, haciéndolo bien sin importar con quien o sin fijarse si es mestizo, mulato o zambo; y así hasta confundirnos, aunque en los rasgos aparentes aparezcan algunos de los tipos o castas. Y como no somos castos ni estamos castrados, mas nos vale seguir siendo los hijos del machomula, al fin y al cabo hemos aprendido a comer como indios y europeos (que el chile, el frijol y el mái, son dieta india; y la vaca y el cuche cerdo cochino chancho marrano puerco, entre otros, fueron traídos por los europeos); bebemos como buenos borrachos y, como se estila en cualquier parte del mundo, el alcohol embriaga y ataranta y apendeja; sólo en eso de bailar, y no es muy seguro, somos pero muy alegres, más que otros... aunque eso tal vez sólo muestre que algo de la criollez heredada de África pervive.



[1] Mái: maíz.

[2] Sabanear: Recorrer la sabana a caballo en busca de alguna bestia de monte, normalmente bovinos.

Carta sobre censo de negros en México (enviada el 25 de abril a La Jornada, la cual no fue publicada, por cierto)

Sra. Directora:

Mucho agradecería que esta carta fuese publicada en la sección El Correo Ilustrado de su prestigiado diario.

El Conapred entregó una petición formal al Inegi para incluir a la población afromexicana en el censo 2010, con el argumento de que “se lograría el avance en la armonización con tratados internacionales que deben ser cumplidos y así se daría un gran paso para combatir el racismo que afecta a esta población” y con el propósito de aplicar políticas públicas en “sus comunidades”.

Esta pretensión revela ignorancia de la historia y la cultura mexicanas, en la cuales los afrodescendientes han sido actores importantes, como en los casos notables de Yanga, Morelos, Guerrero, Álvarez, Zapata y Cárdenas (por sólo citar a personajes conocidos); y de Juan Correa, pintor y maestro de pintor, y José Vasconcelos, el Negrito Poeta. Basta con hojear los estudios realizados por la academia mexicana sobre la herencia de la llamada tercera raíz para aceptar el argumento de Gonzalo Aguirre Beltrán: donde quiera que hubo actividad económica, durante la época colonial en la Nueva España, los afrodescendientes estuvieron presentes; es decir, no existe territorio del país donde no hubiese presencia de afrodescendientes. Por ello, hablar de pueblos o comunidades afromexicanas es harto difícil y complicado: los rasgos fenotípicos de los africanos se han mestizado, sus tradiciones culturales se han aculturizado, sus creencias y prácticas religiosas se han sincretizado, etc.

Hablar de afromexicanos es una generalización necesaria para aludir a que en la historia y la cultura mexicanas (además de la economía, la política y de otras áreas), en distintos momentos, estuvieron presentes yorubas, bantús e individuos de otros grupos culturales africanos. Si bien es cierto que en la Costa Chica, de Guerrero y Oaxaca, existen huellas de esa presencia, el proceso de mestizaje hace difícil, si no imposible, delimitar lo propio o dominante de la “tercera raíz”. En esta zona, el gran mestizaje ocurrió entre individuos de origen africano y amuzgos, mixtecos, zapotecos y otros grupos.

Por otro lado, en países como Colombia se ha intentado censar esa presencia no siempre tangible y se ha fracasado porque no es un asunto meramente cuantitativo: no se puede ir de casa en casa preguntando “¿Cuántos negros/afromexicanos/afromestizos/morenos viven aquí?” o algo por el estilo; podría hasta ser un insulto. Seguramente se podría acudir a esas experiencias para optar por metodologías más acertadas.

En realidad, tras estas pretensiones se esconde una práctica racista muy peligrosa, sobre todo en un país en el cual durante mucho tiempo se utilizó legalmente un sistema de castas, basado en el color de la piel y el origen étnico o “racial”, para jerarquizar a las personas y cuyas consecuencias no se extinguen todavía. No por nada se decretó abolida la esclavitud un sin fin de veces (Abad y Queipo, Hidalgo, Morelos, Rayón, Iturbide y Guerrero) y sólo por ello representó un triunfo para los afrodescendientes dejar de ser mulatos, zambos, lobos alobados, zambaigos, tente en el aire, salta patrás, etc., para asumirse como mexicanos.

Está en curso una discusión pública en Francia, donde Sarkosy proyecta un censo étnico, que está siendo repudiado. En México, ¿qué necedad hace insistir en prácticas discriminatorias? Es grave que instituciones como la UNAM (Programa Universitario México Nación Pluricultural) estén involucradas en esto. Además, en las denominadas comunidades afromexicanas de la Costa Chica, el tema se desconoce. Ya Morelos lo dejó escrito: que sólo distinga a un americano de otro el vicio o la virtud.

Atentamente:

Eduardo Añorve Zapata.

jueves, 21 de mayo de 2009

Patón anda pedo

La cumbia y el bolero, continuum cultural de los afroindios de la Costa Chica



(Para leerse con música)

Al escuchar música doy un sentido a otro que no soy yo. La diferencia individual vivida en la comunidad. Luc Delannoy

Los valores de una copla

Por las blancas doy un peso,/ por las negras un tostón,/ por las indias no doy nada… canta una copla nuestra. Desde hace cientos de años, tal vez quinientos, una cosmovisión europea vino a dar valor a las personas en función del color de su piel y, aparentemente, de su raza. En la parte alta se colocaron ellos, los blancos; en medio, a los de color quebrado o negro u oscuro; al final, abajo, a los indígenas o indios. A principios del siglo XXI, esa cosmovisión vive entre nosotros, la reproducimos, reproducimos esta visión discriminatoria, la vivimos.

Búsqueda de lo negro o africano

Durante los últimos treinta años, en la Costa Chica de Guerrero y de Oaxaca –que inicia en Acapulco y termina en Huatulco– ha devenido un movimiento por reconocer y recuperar la historia y la cultura de origen africano. Estudiosos e individuos legos, frasteros y locales, curiosos todos, en pos de “lo negro” o “lo africano”, seguramente motivados por los estudios de Gonzalo Aguirre Beltrán (La población negra de México, 1946, y Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo negro,1958) y también, más cercanamente, en publicaciones como un artículo aparecido en el número 44 de la revista México Desconocido –julio de 1980, La escondida “miniÁfrica” mexicana–. Dos perspectivas que teñirán los conceptos de la identidad local: la auto percepción desde lo cotidiano y el reconocimiento desde la historia y la etnografía, desde fuera.

Lo negro, lo indígena, lo mestizo, lo afromestizo, lo afromexicano…

Seguramente la mejor elaboración del concepto de lo negro para los costeños es una atribuida al magnífico Álvaro Carrillo: Soy el negro de Costa/ de Guerrero y de Oaxaca;/ no me enseñen a matar/ porque sé cómo se mata/ y en el agua sé lazar/ sin que se moje la reata. Eso, en el año de 1954, antes del actual boom de lo negro-africano.

Aunque desde mucho antes, el Estado mexicano [cuya forma más perceptible es la educación] nos inculcó con insidia y malignidad que los costeños somos mestizos, cual la mayoría de los mexicanos, nacionalistas a cual más. Todo parece estar bien, excepto cuando eres el excluido y te discriminan; excepto que el concepto de “mestizo” aducido, enseñado y aprendido tiene una deficiencia: incluye sólo a españoles e indígenas y deja en lo oscuro a los negros, a los venidos de África. “¿Por qué nosotros no aparecemos en ese libro?”, criticaría, un tanto acongojado, Rey David, creador de un grupo de música que se nombra Yanga –nombre de un caudillo africano que consiguió tierra y libertad para él y sus cimarrones, en la zona del Cofre de Perote, a principios del siglo XVII–. “Mestizo”, pues, es discriminatorio por excluir esta vena o rama de origen africano.

Pareciera, por otro lado, pluriculturales como somos, que decir “indígena” en la Costa Chica es asunto sencillo; sin embargo, dando una ojeada rapidísima hacia el comienzo de esta interculturalidad de americanos, africanos y europeos (anoto, en función de su cantidad) sabremos que 1522 es el año de choque entre estos tres grandes grupos (blancos, negros e indígenas, anoto, en función de su importancia económica, militar, etc.), integrados por castellanos, yorubas y bantús, y por mixtecas, zapotecas, chatinas, nahuas, quahuitecas, amuzgas, huehuetecas, ayacastlas, tlapanecas, yopes o yopis o yopimes, acatecas, cintecas y tuztecas. Como se ve, los “indígenas” no solamente eran muchos en número, sino también eran diversos (desde los señoríos yopimes de Acapulco, hasta el mixteco de Tututepec; desde el palenque de La Sabana hasta el de Coyula: casi 500 kilómetros de longitud). De todas esas raíces venimos, más o menos. Y eso si no olvido a algunas, o las desconozco por ignorancia. No todos estos grupos sobrevivieron los siglos de genocidio y explotación europea, claro. Algunos investigadores hablan de que, en apenas cincuenta años, sólo pervivió el uno por ciento de la población indígena originaria.

En los años 80, los estudiosos del tema de la presencia africana en estas tierras recurrieron al concepto “afromestizos”, dando por sentado que somos un país de mestizos y poniendo énfasis en la que llamaron “la tercera raíz”, la africana. Todo bien, excepto que esa misma denominación puede utilizarse en peruanos, hondureños, ecuatorianos, colombianos y demás gentilicios, donde co-existieron, confrontadas, estas culturalidades. De ese modo, los académicos daban continuidad a la visión discriminatoria del Estado mexicano, pues el término “mestizo” elude la ubicación geográfica y, por ende, la política, tendiendo hacia una aparente conciliación, ficticia, que se le atribuye. Ahí está Vasconcelos, tutelado por el espíritu que hablará por “nuestra” raza, la cósmica. Y los modernos “encuentro de dos culturas”.

En los 90 se retomaron otros dos conceptos, con una carga política más precisa: “negro” y “afromexicano”; el uno, espectacular, sobre todo para los estadunidenses, que mucho lo promovieron y promueven; el segundo, local, discreto, sin mucha trascendencia. El primero también es discriminatorio, niega nuestra pluriculturalidad y nuestra interculturalidad. El segundo, es más justo, aunque artificioso porque no ha penetrado la visión del común pópulo, a quien pretende reivindicar.

Esta búsqueda de lo negro-africano ha dejado de lado un hecho: el gran mestizaje o mezcla en la zona ocurrió entre indígenas y africanos y sus descendientes. Por ello, conviene también comenzar a hablar de lo afroindio, porque ninguno de los tres grupos originarios de esta cultura costeña permaneció puro. Aparte, es un acto de justicia. A partir de este impactante choque, hablemos, pues, de los afroindios de la Costa Chica.


Cultura de exhibición contra cultura viva

Hay elementos culturales que pueden observarse cotidianamente en la Costa Chica, elementos que se comparten, independientemente de la lengua de cada pueblo, grupo o individuo y de los hábitos culturales particulares, que muchas veces son préstamos entre los pueblos, de los cuales no tenemos certeza de su origen. Ejemplifico: el telar de cintura es una tecnología indígena prehispánica y preafricana; sin embargo, en una zona algodonera como la nuestra, quienes también la practicaron profusamente, y la enriquecieron, fueron los descendientes de los esclavos negros africanos -muchos de ellos, vaqueros-; hace cuarenta años, en poblaciones a las que se les pretende capitales de la negritud como Cuajinicuilapa o San Nicolás, los hombres vestían los cotones y los calzones de manta -signos distintivos de los actuales “indios”- manufacturados por sus oscuras mujeres.

En fin, en esta búsqueda hemos llegado a fundamentalismos absurdos como la certeza del origen negro o africano de palabras, cosmovisión, creencias, conocimientos de magia y medicina, fábulas, formas de comunicación orales, ritmos, bailes y danzas, comida, etc. Difícil, dificilísimo, muy, muy difícil. Es posible, tal vez, identificar zonas donde se puede vislumbrar el origen, pero el asunto sigue siendo complicado. Como resultante de esta búsqueda se ha puesto demasiado énfasis en formas culturales como el baile de los diablos y los vaqueros o el toro de petate, la chilena, la artesa, los versos, el corrido, etc. Craso error, grueso, gordo y espeso error. Reduccionismo, pues. Limitación. La Costa Chica es mucho más.

Se ha creado, con esa inercia, una “cultura” negra, afromestiza o afromexicana de exhibición, para probar a propios y extraños un supuesto origen o pasado o pertenencia. En ese viaje se ha olvidado que ese es sólo un estrato limitado de nuestra cultura, que la cultura de la Costa Chica no se agota allí. Y que lo que unifica a tantos individuos es la cultura viva. Es un estrato más rico, más diverso, más incluyente. Por ahora, sólo me referiré a un aspecto, la música costeña, y de ella, a la cumbia y al bolero.

La cumbia y el bolero unifican a los costeños e invaden el Altiplano

Aunque para algunos cumbia es voz africana que significa fiesta, jolgorio o fandango, hay quien afirma que era el nombre de la música que mulatos y mulatas bailaban entre sí o que aquellos enseñaban a las indias a bailar, ombligo contra ombligo [como la recién moderna lambada, del norte de Brasil, otra zona de negros], “cargándola montada”, a mediados del siglo XVII y a lo largo del XVIII en la zona del actual estado de Veracruz, baile por el cual eran perseguidos y castigados, hecho que los obligaba a internarse en el monte y realizar, escondidos de la moral religiosa española, sus fandangos que, además, aderezaban con tabaco y aguardiente.

[Leerse con Cangrejito playero] A principios de los años setenta del siglo pasado, un grupo de indígenas chaparros y gordos armó una revolución que inició en Acapulco, se diseminó por la Costa, incendió todo el país y se desparramó por el continente. En principio, ellos fueron productores de sus propios discos, es decir, hicieron una mala grabación de algunas de sus canciones, llevaron las pistas al DF para que les maquilaran un disco LP, cuyos acetatos vendían durante los bailes que amenizaban, hasta que una de las compañías disqueras grandes se los apropió y los contrató “en exclusiva” (ganaron dinero de verdad: en esos tiempos, los mejor pagados en el ámbito cobraban hasta 25 mil pesos por presentación, en tanto ellos llegaron a cobrar hasta 100 mil pesos). Y dejaron de ser independientes, a costa de la fama y el dinero. “Eran descuadrados, desentonados, desafinados y cada quien terminaba como Dios le daba a entender”, escribió un crítico del Altiplano Central sobre el famoso Acapulco Tropical, los famosos Monstruos del Trópico, entre quienes se cuentan Walter Torres, Lauro Navarrete, Elder Torres y Margarito García. A pesar de ello, el Acapulco Tropical llevó la cumbia a ser escuchada por millones de oídos y a mover infinidad de culos con sus sosas cumbias. Y también los llevó a ser imitados. Eran algo insólito: un ritmo diferente.

En las antípodas de la epopeya del Acapulco Tropical se puede situar a La Luz Roja de San Marcos, en el terreno musical, claro está. [Entra Charanga costeña, en versión de este grupo, con Aniceto al acordeón, un poco más lenta que en la suya propia]: A mediados de los setenta, Aniceto Molina se integró, con todo y sus dos acordeones, a La Luz Roja, y ambos llegaron a una de las cimas más altas y prolongadas de la cumbia costeña, creando un estilo que llamaron colombia-mexicano. Vendieron y siguen vendiendo discos, tanto cantando cumbias como boleros costeños, de composiciones propias y ajenas, ahora CD o DVD, haciendo bailar a indios, negros y blancos, es decir, a todo mundo, aquí y allá. Incluso, conjuntos mixtecos y amuzgos, por ejemplo, cantan en sus propias lenguas estas canciones, estas cumbias, dándoles toques particulares, pero siempre imitando esta línea. Curiosamente, en este grupo se dan la mano nuevamente Sudamérica y La Costa Chica, como en la época de auge y poderío de la Nueva España, cuando se crea la chilena, emparentada con la zamacueca. En Charanga costeña, amén del ritmo y otros aspectos musicales, encontramos palabras específicas, muy dichas y escuchadas por nosotros: fandango, costa, charanga, pachanga, charangueando, ganga, que aluden a nuestra vida cotidiana, a pesar del localismo “mula” por muleta.

[Es momento de puchar El poquilín] En Huajintepec, en 1973, Higinio Peláez agrupó a varios músicos excelentes con el nombre de Los Multisónicos de la Costa. Durante mucho tiempo, el disco que ellos grabaron (nombrado significativamente Fandango Costeño, 1975) fue el único en el cual aparecían chilenas. Allí se incluyen algunas joyas de nuestra música, como El santo seco, La mosca coqueta, El palomo, Bonito Huajintepec, El alingo-lingo y El son, además de El poquilín, obviamente. Riqueza de metales, saxos y trompetas. Una tarola incisiva, precisa y redoblante, con su respectivo cencerro. El bajo moviéndose, discreto, al fondo. ¿Y la guitarra? Un güiro confuso, pero notorio. Una cadencia pausada, indiana, muy incitante a mover la patita y todo el cuerpo frente a alguna morena o negra o india o guanca o güera o blanquita o lo que fuere. A más de treinta años, esta composición de Juan Morales, El poquilín, sigue dando candela a las fiestas, a veces en su estado de pureza original, a veces oídopulado por un sonidero local o hiphopeado por algún rapero: en cualquiera de estas formas, El poquilín es, sigue siendo, será. Borra las diferencias, y sólo importa moverse, dejarse llevar por esas delicadas cadencias.

Música de fusión, la de los primeros Multisónicos, como la de Los Magallones, los del Conjunto Magallón, los del estilo huehueteco, Los más gallones de la Costa Chica, quienes recuperaron piezas viejas y las rehicieron, nos las devolvieron otras para hacerlas nuestras, como El Cuararé o Tortuga del arenal.

En esta universalización de lo local, en ese proceso de globalización desde la periferia hacia el centro, José Barette y su Grupo Miramar tienen su nicho apartado, en uno de los lugares más altos del tapanco costeño [A estas alturas, el órgano y la batería, y la sutil guitarra, ya nos introdujeron a la nostalgia de Una lágrima y un recuerdo]: La pretensión de este grupo de parecerse a los grupos musicales del centro y el norte, modernizados con aparatos eléctricos y sonidos suaves, propios de la llamada balada, no los hace desprenderse de ese modo de cantar, de ese lloriqueo en la voz para mejor convencerse, por verdadera actuación, del dolor propio y convencer al escucha de la veracidad de ese dolor, cantado en esta vez a una “bella y falsía mujer”, a la que se le alaba y denosta, para conquistarla por reconvenimiento o regaño. El bolero costeño, otro modo de respirar del paisano, hermano sufriente de la cumbia, a pesar de los adornos propios de esa época y delatados en la pretensión de un órgano tenue y arrastrante o en el golpeteo de una batería de muchos tambores, de lágrimas y recuerdos (¿A poco nomás somos de uno?). El bolero costeño, desde el mar, desde Oaxaca, conquistando la Costa, el país, la América. Y como sello distintivo, el localismo que se le suelta al cantante: mamita. Era 1978.

Estoy sufriendo por ti, es el título [y se sospecha que ya la estamos escuchando]. Emiliano Gallardo, el compositor. Los Cumbieros del Sur, el conjunto. Aunque tuvieron muchos éxitos y difusión en los setenta, no sólo en nuestra región sino en el país y el continente, esta canción es una de las más logradas del bolero costeño. Fue compuesta y grabada en 2003, hace cinco años, y es una de las canciones más escuchadas en la Costa Chica. En ella se condensa un trozo de poesía, emparentada con la copla tradicional, con la copla antigua que todavía perdura y nos muestra su belleza y sabiduría: “Si algún día llego a morir/ y muerto quieras mirarme,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes/ si en vida me despreciaste?// Si amor tú me vas a dar,/ dámelo ahora que estoy vivo,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes?/ Ni me llores, te lo pido.” Belleza y poesía, por la hondura del sentimiento expresado, por la certeza de la enseñanza vital, con la concisión de los versos, y la voz del hombre que no llora pero que parece llorar.

Al final, “desde Cuajinicuilapa, Guerrero”, como dice Esteba Bernal en la introducción, Me voy pa Carolina. ¡Súbele el volumen! De nuevo, en este nuevo siglo, en un pueblito de nombre San Nicolás, un hombre, El-del-Acordeón-Arrecho, como le gusta llamarse y ser llamado, compone una cumbia y continúa la revolución que involucra a unos y otros, a propios y extraños. Es la culminación de un proceso, sospecho, que pudo incluso revivir a seis conjuntos musicales con el mismo nombre: Mar Azul. No bastó un solo conjunto para tanta gente, la de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca y la de la Costa Chica de las Carolinas, de Illinois, de Atlanta, de California, de Estados Unidos, del Norte. Más allá de las enseñanzas, de la anécdota, de los tantos saludos, de los tantos Mar Azul, la cumbia (de la mano del bolero) sigue moviendo los cuerpos, los espíritus, las sombras, los tonos de los costeños, dando continuidad e uniformidad a un movimiento que rebasa a los individuos y sus nombres, a sus colores o tipos de nariz y pelo, de sus lenguas, de sus edades y sexos.

Estamos ante una cultura viva que no solamente ha sido dominada y ha resistido, sino que ha tenido momentos de avasallamiento sobre otras, las dominantes. ¿A poco ninguno aquí ha bailado esta música?

Los novios huehuetecos en el altar

DE LO QUE DICEN DE LOS NEGROS CRIOLLOS (Escrito en Cuaji)

UNO

No somos lo que dicen de nosotros, los negros criollos, los nacidos aquí. Ni siquiera estamos todos aquí, donde somos lo que somos, quienes somos. No quienes dicen que somos. Según un censo que sepa Dios quién ha levantado ni nadie convalida, la mitad de nosotros estamos en El Norte, en los Estados Unidos. Uno de cada dos de nosotros estamos en Estados Unidos o fuera, en cualquier ciudad donde haya trabajo, por eso la población no crece, o crece poco, aunque el dinero y la riqueza sí, y en cantidad. No hay un criollo que no tenga un pariente o un familiar o un amigo en El Norte o en otro lado. Y nos vamos a otro lado porque no somos como dicen que somos, no para probar nada sino porque no somos güevones, somos trabajadores y nos gustan los lujos y las comodidades y el buen billete, sobre todo el dólar, las buenas trocas, las esclavas, cadenas y aretes de oro, la buena ropa, la buena comida, las cervezas frías y abundantes: nos gusta la buena vida, pues. Preferimos antes el ocio que el trabajo, trabajamos lo necesario para estar de ociosos. No somos güevones. Si hasta el parie más chingón tiene que trabajar, aunque sea tirando droga, pero tiene que trabajar. Nada es gratis. Nunca lo ha sido. Ahí están los siglos pasados, donde esclavizaron a nuestros mayores para hacerlos trabajar como bestias, sin el privilegio de tener coches, alhajas, cervezas, amores, comida, casa, ropa, sino desposeídos. En fin, somos gente como cualquiera, como usté, pero no somos cualquiera: trabajamos, aunque sea de mañosos o malandros, porque somos de gusto y no vamos a vivir sin gustar la vida. No somos ni burros ni inditos.

A nosotros nos gusta trabajar, pero no bajo el sol, no en mitá del día bajo el rayo del sol, del calentísimo sol costeño, bajo el que nos convertimos en negros retintos, y brillosos de tanto sudor. No, allí no, que, según descubrimos, para eso están los indios, para hacer el trabajo que los burros no saben hacer, para la chinga, pues. Trabajar sí, pero en la sombra, en el aire acondicionado, en labores que no exijan el gasto del cuerpo, no con el machete ni la tarecua o la motosierra, no sabaneando las vacas ni ordeñando, ni con el pico y la pala, no en labores que te expriman y se te vayan las ganas de coger cuando llegas a tu casa o tu madriguera, ante tu mujer o ante tu querida.

¿Por qué nos vamos al Norte?, preguntan. ¿Por qué mejor no preguntan quién o quienes se van o nos vamos al Norte? Cuajinicuilapa está en el mismo lugar que hace cientos de años pero no crece desde hace algunos años, tal vez desde unos veinte no pasa de veinticinco o treinta mil personas. Las casas crecen y se abundan, lo mismo los comercios, pero la gente no aumenta; y no es que sea la misma, sino que la cantidad no varía porque muchos se van al Norte o a otras ciudades, a trabajar y a estudiar. Pero no todos se van, cuando menos la mitad no se va, y no solamente mujeres, niños y viejitos sino hombres de trabajo, hombres que se quedan a trabajar aquí, hombres que heredaron tierras y vacas, aunque sean unas cuantitas, hombres a los que les dejaron un negocio o un oficio o un comercio, hombres que se dedican a la política o son maestros de escuela o trabajan en las oficinas de gobierno o, de plano, hombres que se dedican a la mañosera, a agarrar lo ajeno, lo que no trabajaron, sean vacas o cosechas o propiedades de la casa.

Se van al Norte los desheredados, los que no tienen dónde y con qué sembrar o engordar sus vacas. Antes, los viejos extrañaban los tiempos de la hacienda de los Miller porque cada quien era dueño de una que otra vaca y de varias gallinitas, tenía donde encerrar y hacer milpa, podía pasársela sin penurias ni congojas, con su maíz, su leña y todo lo necesario para vivir y beber de tiempo en tiempo. Pero vino el ejido y las cosas cambiaron para los campesinos: los más listitos se agusaron y abusaron o no sé qué ni cómo pero se quedaron con las mejores tierras, con los mejores solares, se volvieron más ricos. Y unos se convirtieron en patrones y los otros en sus peones o sus vaqueros. Y eso estaba bien, pero eso no dura: ¿Cómo vas a ser peón de otro pendejo como tú? ¿Por qué te vas a dejar mandar por San Pendejo sólo porque él tiene dinero y vacas y tierras y tú estás en pérperas, con una mano atrás y otra adelante? Además, después de que el gobierno dejó de apuntalar los precios de garantía de las cosechas, hasta los más riquitos la sintieron cerca y a todos nos afectó.

Un día, uno de los Marines, de la familia Marín, pues, ocupó dos peones para acarrear postes: un indio y un negro. El indio acarreaba cuatro postes al hombro; el negro, dos. Lo notó el patrón y reclamó:

Pinche negro, ¿cómo está eso de que tú solamente acarreas dos postes y el indio cuatro? Y eso que él está chiquito y flaco, y tú grandote. Quiere que te lleves cuatro tú también; si no, no te voy a pagar.

El indio como es burro, yo no soy burro contestó, y tiró los postes, y dejó el trabajo el pinche negro.

Pa’ morir nacen los hombres, no vivir la esclavitú, canta y alecciona el corrido de la Mula Bronca. Como digo, ¿quién quiere ser peón de otro pendejo nomás porque él tenga dinero? Trabajar, pero no de peones de fulano o de mengano, por más riquitos que sean, y más si te están viendo que te cargan de peón, de vaquero, de chalán. Claro que trabajamos, y más de lo que se acepta, más de lo que aceptamos, aunque no siempre reconozcamos el trabajo de otro, al que envidiamos, al que calificamos de delincuente, al que descalificamos por ganar un dinero que sospechamos sucio o mal habido, al que criticamos en demasía por hacer riqueza muy rápido. Pero eso son patrañas. Nosotros somos trabajadores, trabajadores como el que más. Basta pensar en las toneladas y toneladas de maíz que sacábamos en los años ochenta, o el ajonjolí, o la copra, o la sandía, o la papaya, como antes; y a fines del XIX y principios del XX, producíamos algodón y ganado, miles de becerros anuales para abastecer los mercados de la meseta central. Que no nos guste trabajar como bestias todos los días, es cosa distinta. Pero cuando tenemos un compromiso, a todos nos consta que trabajamos como bestias. Los flojos entre nosotros están contados, pues, y si quieren les presento a algunos. Como aquel que hasta picaba de flojo, y un día, con tal de apartarlo de la flojera, pusieron una regla en el pueblo: que el que no juntara una maquila de mai al tiempo de las cosechas se le iba a enterrar vivo, con tal de joderlo. Y se llegó el tiempo, y él sin tirarse ni un pedo. Y así iban las autoridades, revisando cada maquila de mai en cada casa, hasta llegar ante él, al pie de una pochota, donde le gustaba hasta dormir; y él sin su maquila de mai. Y ya a ponerle la soga al cuello, y llevarlo en comitiva hasta el camposanto para cumplir la condena. Y en entonces que aparece la madrina de pila, apreviniendo:

Detengan la procesión, yo pongo la maquila que le corresponde a mi ahijado.

Y él, indagando:

Madrina, ¿el mai está en grano o está en mazorca?

Y ella, con las lágrimas casi al borde de los ojos:

Hijo, ahorita lo desgranamos, no te acongojes.

Y él, el cínico:

No me acongojo madrina mía. Que siga la procesión.

DOS

Tampoco nos gusta atesorar. ¿Para qué? Uno se muere y no se lleva nada, ni el disfrute. O, sí, el disfrute lo disfrutamos y eso consuela más que trece misas. Capaz que San Pedro nos regresa de las puertas del cielo por pendejos, por no gozar la vida, por no vivir como gente, aquí y ahora, si no disfrutamos lo que vivimos. Si ya nuestros antepasados fueron esclavos, ¿para qué seguir con esa tradición? Como esclavos no fueron dueños de su trabajo ni tuvieron propiedades ni atesoraron capital alguno.

¿Quieres matar a un negro dicen en tono de burla en Ometepec? Tira cuetes en el monte y él va a llegar creyendo que hay fiesta y allí lo agarras, de ese modo te lo chingas.

No somos tan pendejos, pero seguro que habrá alguno que hayan agarrado así, haciéndolo creer que iba a una fiesta. Porque, para fiestas, las de Santiago: mes y medio en medio de cervezas, música, comidas y presumición, afinando la fachosera de ser más que los demás. Y estamos tan organizados para festejarlo que desde hace dos años ya lo celebramos doble: la octava, que siempre hemos festejado, y ahora el mero día, el 25 de julio. Así que podemos estar en fandango mes y medio entre entregas de presentes, la mera fiesta y la entrega de los cargos; aparte que el Santiago casi se junta con las celebraciones de la Virgen del Carmen. Mes y medio. No creo que nos gane otro pueblo para celebrar a nuestro Señor Santiago, el mata-moros, el que anda a caballo y trae machete. No sé cómo dicen que somos desorganizados.

Peleaba a la boca el otro día uno de Huehuetán y decía que los costeños somos malos para organizarnos, y algunos que estaban con él le daban la razón: somos pésimos para ponernos de acuerdos y hacer cosas buenas o para el progreso o el desarrollo. “Tonteras les contra-respondió uno—, puras tonteras. Cuando quisieron quemar el cuerpo de la Mula Bronca, estando tendido en su casa, y llegó la judicial a llevárselo, entrando de sorpresa al pueblo, todo mundo se armó y corrieron a impedirlo, y no se lo llevaron, y se sacó a la judicial del pueblo, así, rapidito, sin pensarlo ni pararse a ponerse de acuerdo. Eso es organización”.

En efecto, para cosas así somos buenos. Si queremos ir a un pleito o a chingar a otro, fácilmente nos ponemos de acuerdo y lo hacemos. Ahí está de ejemplo el cholaje, los cholos, esos vatos que se organizan en gangas como antes sus antepasados se organizaron en barrios, en brosas, en gavillas, en cuadrillas, en palenques, para defenderse, para chingarse a los otros, a los enemigos, a los extraños, a los contrarios. Ahora vemos cómo los jóvenes pelean entre ellos, continúan esa tradición, siguen por ese camino, entrenándose, aun a riesgo de matar o matarse, y no porque hayan aprendido en el Norte a golpearse, a disputar, a reñir, sino porque así somos, así hemos sido, así estamos siendo, afectos a demostrar que no somos menos que otro, aficionados a las competencias, como con las peleas de gallos, donde se invierte tiempo y dinero y pasión para tener al mejor, al que siempre gane, aunque sepamos que nunca nadie gana siempre, pero ese placer no nos los quita nadie, aunque hayamos perdido lo poco o mucho que tengamos.

Pero el cholaje no es imitación de los gringos, sino algo propio y antiguo, que viene desde lejos y se viste ahora con otras ropas. Tampoco es cierto que los cholos sean mariguanos o se vuelvan mariguanos, o que para ser cholo haya que quemar piedra: hay tantos que queman piedra o se avientan sus buenas rayas de coca sin que sean cholos, sin que anden en la ganga, sin que sean malandros; hay tantos que se meten lo que sea y parecen gente de bien: licenciaditos, maestros, profesionistas y gente de dinero tocando las ventanas de donde la venden, a media noche o al filo de la madrugada. ¡Quién los viera! En fin, para eso sirve el dinero, para eso se gana, para eso se trabaja, para darle gusto al culo, como dicen los putos y las putas (no las que cobran sino las que desean y se dan por gusto). Para darle gusto también a la verga, pues, a pesar del SIDA y su abundancia y la mortandad que luego causa, que en este municipio cunde como en pocos, y ni a quién le interese y ni quien se espante.

TRES

Todos sabemos que algo de indígena tenemos, pero no lo aceptamos, lo negamos, nos burlamos de quien parece indio, lo despreciamos, aunque sea de nuestra prole. ¿Quién quiere reconocer que su abuela era amuzga o mixteca, menos de alguna raza de la que nadie se acuerda? Nadie. Esos mixtecos apestan y son malpechosos. El amuzgo, todavía no es tan bronco y algunas de sus hijas, esas guanquitas, están chulitas y pueden ser buenas para echar tortillas, aunque para bailar no sirvan. Pero son obedientes, como debe ser una buena mujer, y aguantadoras. No como la negra, que es rezongona y malhablada y desobediente. Mala mujer para la casa; buena para otras cosas, buena para la putería y la cama, pues. En cambio, las inditas son calladas y obedecen, y como no están tan negras, pueden mejorar aunque sea el color de la piel o el pelo de los hijos. Claro que nosotros preferimos a las blanquitas: carne güera es más sabrosa, sepa Dios por qué. Porque no hay como las blanquitas para mejorar la raza, para desenredar el pelo, para afilar la nariz, para aclarar la piel, aunque sean presumidas y apretadas. Y más si tienen ojos de color, aunque sean miches. Es más, con eso de que al indio le gusta ser peón o vaquero, bienvenido a nuestros ranchos, a nuestras milpas, y si va a trabajar en ellas como suyas, por dinero, claro, poco importa que los manden sus mujeres. Indios, guancos, inditos, inditos que sudan como peones chaponando en las siembras, atilincando el alambre, reposteando y componiendo portillos, fumigando el líquido mata-plantas-malas, cortando leña, ordeñando, arreando y maneando vacas, cultivando el mango, la papaya, el limón, el coco; o de mozos en las casas y las tiendas, sea en la tortillería, repartiendo las cervezas y las verduras, sea de peones de albañil o de albañiles, o de músicos de viento y tambora y chile frito y todo lo demás; o ellas, las inditas, que ni español pueden hablar bien pero son duchas en echar tortillas, en lavar la ropa y las sábanas, en asear la casa y hacer las compras.

Vienen unos de fuera, gente muy estudiada, y nos dice que somos negros. Sí somos negros, ni modo de negarlo, pero no negros-negros. Es sabido que en Cuba o en Estados Unidos o en África allí sí hay negros, negros-negros, de esos negros de verdad y no como nosotros que sólo estamos medio champurrados por el sol. Cuando uno va al Norte, entonces se da cuenta de que hay negros que de verdad son negros: negros de color negro, flojos, borrachos, bravos. Es más, nosotros no somos negros de verdad, negros en serio; nosotros somos mexicanos, cantamos el himno, le vamos a la selección nacional, hablamos español, tenemos apellidos españoles y comemos como mexicanos: tortilla y si echada a mano, mejor, salsa de cajete, carne asada y frijoles pozonques, con su respectivo epazote. Muy mexicanos somos, pues, que hasta pedimos que, por correo o con algún paisano que venga, nos manden la cecina, el queso de prensa, los chiles secos, la iguana tatemada, en fin, todo aquello que come un buen cristiano, porque nosotros somos cristianos y creemos en Dios Nuestro Señor, en Jesucristo Su Hijo y en la Virgen de Guadalupe, la morena, la del mismo color que nosotros. También creemos en el Señor Santiago, lo festejamos, le hacemos su fiestecita cada que podemos, o sea cada año. Es el único santo, la única fiesta que no podemos hacer en El Norte, por eso regresamos cada que podemos, que es cada cinco o seis o siete años, para convivir con los que estamos acá, en Guerrero, en la Costa Chica. Da risa, pero es cierto; muchas veces, cuando nos preguntan el tiempo que no hemos ido a nuestra tierra, respondemos: “Ya tiene tres Santiagos que no voy a mi casa, que no visito mi pueblo, que no veo a mi gente”. Y es que cuando uno está allá, es cuando más quiere estar acá. Pero cuando llegamos acá, no duramos ni unos meses y ya queremos estar allá.

CUATRO

Amamos y reverenciamos a la Virgen, claro está, a la Virgen Morena, la Guadalupana, la Virgen de Guadalupe, la madre de todos los mexicanos: somos mexicanos como Dios manda y sus sacerdotes enseñan: asegún cuenta y miente la historia oficial —que la santa madre iglesia es oficial—. Descendientes más de Cuauhtémoc que de don Hernando, deudos del indio muerto y héroe nacional. En este proceso de mestizaje mexicano, los desaparecidos somos nosotros, los negros, los esclavos, los de la herencia africana. De identidad no se carece, se usurpa la mejor para mejor vivir o hacer como que se vive: no sabemos de Yanga, de Morelos, de Guerrero, etcétera, y sí de doña Marina y del Águila que desciende, y esa es ahora nuestra identidad, la del indio derrotado, incluido el neo-santificado Juan Diego. En este proceso de sustitución de la identidad, la iglesia tenía sus buenas garantías y el trabajo realizado en catequizar funcionó: bailamos en torno a Santiago Apóstol, a San Nicolás de Tolentino, a la Virgen de Guadalupe y otros héroes del santoral católico, bailamos disfrazados de apaches, de indios o españoles, de inditos. No nos representamos a nosotros mismos en este tinglado histórico y cultural; preferimos aparecer como otros con tal de no ser negros: ¿quién no se cansa de ser negro? Paréntesis como abrevadero para la sed de saber y no para el ser sediento de lo que limpie la piel y la aclare: en Ometepec, Azoyuc y San Luis Acatlán, por ejemplo, quienes bailan la danza de Los Apaches suelen colorearse de negro la piel, como indicando que ese es baile de negros. Chistoso, ¿no? Apaches negros… Y ya de regreso en esta tierra de negros, el baile de Los Diablos parece contradecir esa necesidad de colorearse el disfraz; Los Diablos se disfrazan de lo que son: negros paganos que ni a la iglesia van a hipocresiar, ni fingidos vestidos imponerse con tal de ser más mexicanos que los mexicanos originales, o séase que se es, indios, inditos adoradores de Tonantzin. Aunque, en realidad, en realidad, eso de las misas y rezos son cosas de mujeres y de putos.

Tiene la iglesia oficial supremacía y permanencia: en Cuajinicuilapa se asumen como religiosos diversos individuos evangelistas, protestantes, pentecostales, neopentecostales, de la iglesia de Dios vivo, de la Columna y apoyo a la verdad, de la Luz del mundo, adventistas del séptimo día, testigos de Jehová y de otras filias y fobias que no alcanzo a meter en cintura taxonómica; sin embargo, la multitud que festeja a la virgen de Guadalupe es, de tan grande, apabulladora e intimidante de las minorías. Se reconoce que la iglesia ha trabajado en serio por mantener y aumentar la clientela católica en sus ceremonias y rituales y, tal vez, en la enseñanza de la palabra divina y cristiana —que no es lo mismo, pero andan tan cercanas que muchas veces se confunden—. Para ello, el clero se ha valido de monjas y se ha creado una red de mujeres y jóvenes catequizadores, difusores de la palabra de la iglesia. En esta labor de proselitismo se le ha escapado a la iglesia el cimarrón latente en cada negro, quien instaura su palenque en pleno pueblo y no en el monte: el fasto y el derroche de estas fiestas tienen que ver más con la necesidad de hacerse notar, de lucirse, de gozar, de beber, comer y bailar, de presumir, que con cumplir una tradición religiosa. Esa laxitud eclesiástica, que permite el paganismo y lo propicia, se justifica porque se pretende no perder clientes ni almas que bendecir y salvar. ¿Será que el negro es pagano por naturaleza? ¿Será que el paganismo es el status ideal de las almas humanas? ¡Sepa Dios y la Virgen de la Morenidad! El caso es que el negro tira cuetes como para horadar la atmósfera, opacar el cielo y ensordecer a la naturaleza; de paso, para notificar a los demás su alegría y contento y dinerosidad. Hace comida para dar de comer dos veces a todo el que llegue a la fiesta, y se vaya a su casa erutando de lleno y con las manos ocupadas en cargar los tamales, la barbacoa o el mole, sin importar tanta sangre de totoles, gallinas, cuches, borregos, chivos o vacas derramada. Toca y baila con tanta abundancia y arrechura como si celebrara a todas las diosas y los dioses del amor de todos los tiempos, en víspera de la impotencia y la frigidez universales. Arregla sus altares, sus casas y la iglesia y las capillas con tanta flor de olor y hechizas como para recomponer toda la botánica depredada en siete siglos. Ora, reza, enciende velas y veladoras, reproduce las imágenes religiosas, imprime invitaciones, anuncia a todo mundo con motivo de la velación de la virgen, como si fuese el único ser viviente y, además, estuviese condenado a impedir que la tradición mengue. Y tanta cerveza se bebe, y tanta botella se destapa y sirve, que a bacanales se asemejan sus celebraciones católicas. Y todavía algunos sostienen que somos pobres. Y no es asuntos de creencias asumidas sino impuestas por la suave tradición, por las seductoras costumbres paganas que acompañan y enriquecen estos ritos: ¡poco importa disfrazarse de indito e indita o de soldado de Santiago (con machete y a caballo) por unos días, si atrás de todo está el placer como un dios tutelar, con un plato de tamales de cuche en la mano y en la otra una cerveza, mientras la música y los cuetes opacan los rezos!

CINCO

El Tono existe. El Tono es un animal. El Tono es. El Tono sabe que es. Los demás saben que el Tono es. Secreto a voces, vox populi, secreto público. El Tono sabe ser.

Antes de ser bautizado y de asignársele una religión, parientes paternos llevan al recién nacido al monte, a un cruce de caminos, para que algún animal lo acoja, acariciándolo, prohijándolo gemelo suyo para siempre, hasta el fin de su vida, que implicará también —¿simultáneamente?— la muerte del otro, y viceversa. Y ya será devuelto a la casa paterna convertido en otro, en uno que no es como los otros, de la mayoría, sino un elegido, uno marcado por la hermandad con el animal. Y sólo sus hermanos, los también animales-tono, sabrán que él es uno de ellos, hablarán con él de cosas secretas, de faenas ocultas, de diversiones íntimas. Y las voces de los no-tono lo señalarán, a sus espaldas, a su paso, en su ausencia; con admiración, con envidia, con respeto, con miedo.

El tono es un doble animal, aunque, para el saber de los cuijleños, no todos poseen un animal, un doble, un tono, un gemelo preciado. O tal vez no todos sabemos tener tono, asumirlo, asumirse hombre-animal. Es asunto de elegidos, es un prestigio reservado a unos cuantos. Y todos lo saben, todos lo sabemos, cualquiera sabe que existen los tonos, nadie es capaz de negarlo. Cualquiera puede platicar alguna experiencia —casi siempre ajena, en tercera persona— sobre tonos. Cualquiera ha escuchado hablar de los tonos y puede relatar sus historias, con nombre y apellidos, sobre todo la ocurrencia de hechos negativos: que ya hirieron al animal, que ya lo mataron, que ha sido atrapado; que el hombre-animal resultó herido o muerto o se consume de enfermedad desconocida para doctores no hechiceros. Y sus hermanos, los animales-tono harán concilio en el monte, ocultos, para encontrar sanación a las heridas, entierro al cadáver, liberación al cautivo.

La triada de animales salvajes que prohíjan a los hombres, sus gemelos, son el alagarto, el tigre y el toro —no domesticado, mesteño—. Animales grandes, feroces, fuertes. Conviene aclarar que el tigre no es tal sino el jaguar, phantera onca, una de las deidades americanas, de las anteriores a la llegada de europeos y africanos —particularmente de los olmeca, los de las africanas cabezas colosales—. Animal sagrado el jaguar, convertido ahora en el tigre para los cuijleños. Comunidad secreta la de los tonos, y de muchos secretos. Sociedad integrada por hombres y mujeres, animales-humanos, solidarios entre sí, conocedores de fuerzas animales y humanas, naturales y sociales. Ambiguos. Hábiles para relacionarse con los humanos, para destacar entre ellos por sus cualidades, por su fuerza, su destreza, su valentía. Hábiles, también, en su condición de animales-tono, para reinar sobre los su casi semejantes, los animales de monte, los huérfanos de hermanos preciosos, los animales-animales, los irracionales. Pero todos sabemos que nadie es animal-animal, sino figura de animal, como Pablo El Burro, quien es capaz de enterrarse en un trocito de río, de arroyo o de charco y aparecer con una mojarra en cada mano y otra entre los dientes. Pero la identidad no es múltiple, es múltiple uno: Eres animal, tienes sombra, tienes alma, cuerpo y espíritu, por lo menos.

SEIS

“¿Quién más autorizado que el mismo Memín para hablar de estos temas?”, dijo uno de mi pueblo cuando vio el retrato que no traigo en mi cartera sino aparecido en la contraportada de un periódico. “¡Versos! —pensé, al unísono—. ¿Cómo está eso? No me vayan a salir con la chingadera de que yo soy negro. ¡Versos! Pa’ eso tenemos a los de SanNicolás, a los del Pitahaya, los cuales, no bien mirado pero sí pensándolo con despacio, ambas son como de la misma familia. Y eso sin contar a los del Barrio de la Campana, del antiguo Barrio del Gato, del Barrio Abajo, del Barrio de la Banda, del Barrio del Panteón, aquí nomás en Cuaji. Y si salimos a otros pueblos: Montecillos, Tapexla, Santo Domingo, Collantes, Barajillas, Cerro de las Tablas, Huehuetán y Juchitán, Marquelia, Copala, Cruz Grande… ¡Púmbales! Mejor le paro”.

En efecto, me llevaría tres semanas enumerando la negridad en la Costa Chica, sin excluir a nadie, y puede que miente hasta a los de Acapulquito. “¡Dioses! —Clamé en mi soliloquio—. Más negro está Sergio y nadie lo compara con el pinche de Memín”. Ahora que lo que reconsidero, concluyo que él ha de ser negro fino y, por lo mismo, no lo comparan con el pinche que soy yo. O sea: Memín “El Negro” Pingüín. Sólo que yo me leí a todo Memín en aquellos tiempos, y no me consideré negro como él. O pior: ¿Será que esas fueron mis enseñanzas? ¿A la mejor ese pinche chamaquito me educó para ser el deslenguado y desmadroso niño malcriado que ahora soy, con cara de adulto? Porque yo también soy hijo de barranca como Memín, no hijo de matrimonio legítimo. Y si mi Eufrosina madre no es gorda ni usa pañuelo en la cabeza para cubrir su cuculustez, no por ello deja de ser negra, aunque descienda de un padre blanco. Digo “negra” ahora, y me refiero exclusivamente al color de la piel. No es un concepto racial o cultural. Si Memín viviera en carne y hueso, seguro que le apostrofaría afromexicano. Y si fuera de la Costa Chica, sería costeño; y si de Cuaji, cuijleño. Aunque no tendría, cuando menos en nuestras tierras, que andarse afirmando como negro ante nadie. Bueno, yo adonde quiera que voy, siempre soy el mismo, el negro de la costa de Guerrero y de Oaxaca.

El méndigo de Memín es un pícaro, un lépero, un cabroncito. Engendro de ficción y ente colectivo, como ese otro ilustre negro: José Vasconcelos, el afamado negrito poeta; y travieso como hijo del Periquillo Sarniento; primo tal vez del Negrito Sandía y el Negrito Bailarín; pariente del Jicote Aguamielero, del Comal y la Olla; enmaridado con Cucurumbé, la negrita, y enqueridatado con las cri-crianas negras Cleta Dominga y Teté, cuando menos (dejando de lado otros engendros renegridos que parió la imaginación de Gabilondo Soler). Que se deba discutir el contenido de la historieta que Vargas Dulché creó, está bien. Pero es perverso que no se discuta antes, por ejemplo, el contenido de los libros de historia oficiales, donde los negros reales no existen, a pesar de ser tan visibles algunos, como Morelos, Guerrero, Juan Álvarez, Zapata y Cárdenas, forjadores, incluso, de la nacionalidad mexicana (signifique lo que signifique); o indagar que tan cierto es el comentario de Juan de Dios Peza sobre el tixtleco Ignacio Manuel Altamirano, por citar a un héroe estatal indiscutible, de quien expresa que proviene de una familia “sumamente pobre y oscura”. Rehacer, por ejemplo, el libro de historia y geografía del estado de Guerrero, donde se sigue hablando, discriminatoriamente, del encuentro de dos culturas, como si la aportación cultural, histórica y económica de los africanos y sus descendientes al país fuese cosa pequeña. ¿Por qué no decir abiertamente, por ejemplo, que a Vicente Guerrero lo derrocaron de la presidencia por ser negro?

Que Memín sea trompudo, chaparro, pelón, y demás, no le impide comportarse como un personaje, como una persona. Finalmente, y esa es la visión de la autora, es un ser humano, contradictorio, amoroso, amistoso, travieso, solidario, flojo, mentiroso… un niño más o menos normal, pues. Y podemos estar de acuerdo o no con ello o con la ideología de la autora, pero el afecto que se le tiene a Memín no desaparece porque estén pintados él y su gorda madre con la aviesa finalidad de resaltarlos. Ahora que se han asentado los polvos discursivos por la emisión de la estampilla de Memín, recupero estas ideas para reflexionar, tal vez, más cómodamente porque las pasiones suscitadas se han enfriado. En realidad, con todos quienes pude hablar sobre el sí o el no de la ofensa racial que implicaba o podría implicar la tal estampilla (que ni siquiera conozco en objeto porque por estos rumbos negrunos no la surtieron), nunca escuché a alguno manifestarse en desacuerdo o darle demasiada importancia al asunto meminesco. A la mayoría de ellos les cae en gracia, les divierte el monito; algunos, incluso, se identifican con él, o sea conmigo, porque, como dijo uno, me parezco a Memín, y hasta lo que digo les cae en gracia o les gusta. Y ahora sí no me ofendí al ser comparado con un negro, y no tanto por la fama del negrito ese sino porque si eso soy, eso soy, pues, con todo y que la picardía no se me da bien.

SIETE

Hay muchos modos de mirar y pensar un mismo asunto. Una mañana, un joven y un viejo iban a caballo a su encierro, por la orilla de la carretera. Pasó alguien en una motocicleta y el joven se impresionó:

Ese sí que va recio. Si tuviéramos una igual, ya desde hace un rato hubiéramos llegado al encierro.

Sí, va recio el hombre —le respondieron—, pero él no iguanea.

Y digo adiós con versos de ese calado: Cusucos de la cusuquera,/ iguanas del iguanal,/ no son tantas las que garro/ como las que se me van.

La Capitana soteña

miércoles, 20 de mayo de 2009

AFROMEXICANOS: ENTRE NEGROS Y MESTIZOS

(2005)

Cuando la historia se mira desde abajo se humaniza, el mundo se ve más ancho. Germán Arciniegas

I. Reflexiones introductorias

La historia de nuestros pueblos y su cultura, los de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, es nuestra historia escrita por otros, los extraños, los extranjeros, los frasteros[1]. Por eso es una historia ajena y, muchas veces, espuria o basada en concepciones determinadas de antemano. La ausencia de una historia propia tiene como una de sus causas la falta de escuela, la ausencia de instrucción; hasta hace poco tiempo ha privado la supremacía de la tradición oral por encima de la escrita. Todavía existen en la Costa Chica personas que ni siquiera conocen su fecha de nacimiento, ni siquiera el año en que nacieron o la edad que tienen. La historia y la cultura nuestras han sido contadas e interpretadas por otros. Ni siquiera importa si esas versiones y esas interpretaciones son o puedan ser verdaderas, sino que son ajenas: corresponden a una visión y una intención distintas. Por otra parte, las pocas veces que escritores costeños han escrito sobre ellas, prefieren privilegiar la anécdota y lo banal, antes que la historia fundada en datos y documentos o la reflexión autónoma sobre el ser y el pensar propios, aunque existen excepciones.

1966 es un año que divide en un antes y un después la vida de nuestros pueblos; en ese año se inauguró la carretera que comunica a Acapulco con Pinotepa Nacional (y hasta Puerto Escondido), a Guerrero con Oaxaca, y que permitió mayor velocidad en el traslado de personas y transporte de los productos agrícolas y ganaderos producidos en la región. Si bien es cierto que el objetivo central del gobierno de la República era “construir una red de carreteras que facilite el cultivo de las zonas más fértiles, y ampliar y abaratar el crédito agrícola a ejidatarios y pequeños propietarios para incrementar las áreas cubiertas de oleaginosas y maíz[2]”, para lo cual habían “proyectado un programa funcional de caminos que liguen zonas agrícolas, mineras y turísticas[3]”, la carretera sería una vía de comunicación en muchos sentidos, resaltando entre ellos el relacionado con el espíritu y el conocimiento, con la cultura, estimulados a través de la educación y los centros de enseñanza, las escuelas, y con ellas la escritura y la lectura, la cultura escrita y asentada. En una de esas, en Cuajinicuilapa, por ejemplo, el nombre regional del pueblo dejó de ser Cuijla y se convirtió en Cuaji, dado que los señalamientos y anuncios en la carretera se referían a Cuajinicuilapa y, por si eso no bastara, la documentación burocrática empezó a abundar; de allí al apócope transcurrió poco tiempo. Hoy en día sólo algunas personas nostálgicas o muy viejas y uno que otro libro prefieren utilizar el antiguo Cuijla. Nos estamos civilizando.

“Sólo se buscan quienes no se encuentran”, escribí hace tiempo. Y el costeño se encuentra, se ubica, se acomoda en ciertos modelos, muchos de los cuales ha contribuido a construir y mitificar a lo largo de incontables años inmemoriales. “Soy el negro de la Costa/ de Guerrero y de Oaxaca./ No me enseñen a matar/ porque sé cómo se mata,/ y en el agua sé lazar/ sin que se moje la reata[4]”, compone y canta Álvaro Carrillo a mediados del siglo veinte. Con la electrificación de la zona y el uso de aparatos electrónicos para reproducir la música en formatos accesibles al público (discos 45 rpm, LP y cassette), a fines de la década de los sesenta, en la de los setenta y hasta principios de los ochenta se difunde y populariza esta chilena. Se convierte en una especie de himno regional. Es común que los varones quieran ser el negro de la costa, a quien nadie puede ni debe enseñar a matar porque domina esa actividad con suficiente maña, el que es diestro en las suertes de la vaquería y la charrería, quien es galán de las negras bonitas. “Cierto que echo mis habladas,/ pero Sóstenes me llamo./ A mí nadie me hace nada,/ como quiera yo las gano,/ y no hay ley más respetada/ que el machete entre mis manos”, enuncia, declara y reta el negro de la costa por boca de Darvelio Arredondo, un tanto fanfarrón, lo reconoce, pero implacable en el combate[5], dueño de la ley, la ley él mismo, sobre todo si tiene un machete y con él amenaza o pelea, y mata. No es casual que se utilizara el primer verso de esta chilena para poner título a un fonograma de “música y poesía afromestiza de la Costa Chica”: me refiero a “Soy el negro de la Costa…”, publicado en 1996 por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Antropología e Historia, cuyas “notas, comentarios a los ejemplos musicales, fotografías de portada e interiores y grabaciones de campo” estuvieron a cargo de Gabriel Moedano Navarro, quien estudió las manifestaciones culturales de la zona desde mediados de la década de los sesenta. En materiales como éste se manifiesta la ambigüedad que recorrerá y recorre los estudios sobre afromexicanos en el país: verlos oscilar entre negros y mestizos, aunque a este último concepto frecuentemente se le anteponga el prefijo afro para señalar el origen de la tercera raíz constituyente de lo mexicano, la africana.

Nos estamos civilizando, globalizándonos, y lo que permanece, ha resistido y continúa, es lo que nos da identidad: la cultura. Plagiando a Eliot, intuyo que la cultura costeña existe en gran medida porque tenemos un modo específico de cocinar, y de comer. Tamales de carne cruda en hoja de plátano, barbacoa de res con chile rojo, mole de iguana verde con huevos (y los consabidos tamales), caldo de iguana prieta, cerdo en chileajo o en chirmole, viuches de cerdo, caldo de vaca en chile rojo con tanilpa, baso relleno al horno, pozole blanco de cerdo, mole de pescado, tamales de tichinda, chilate, etcétera. Una cultura que no se reduce a la cocina sino que se manifiesta en la música, en la poesía, en el baile y la danza, en la pintura, en la fotografía. Cultura adolescente, con sus zonas irracionales y sus destellos magistrales, cultura en fin.

La fuerza elemental del paisaje, la imaginación metafórica y la renovación de las formas[6] de la chilena en José Agustín Ramírez; el romanticismo y la universalización del dolor y la desesperanza amorosa de Álvaro Carrillo, a través de imágenes sofisticadas; los conceptos básicos del desamor encarnados en escuetos versos parcos y certeros de Indalecio Ramírez; todos ellos compositores de canciones omnipresentes y necesarias. La interpretación vocal vigorosa y grave de Vidal Ramírez, Darvelio Arredondo, Ismael Añorve –cuya maestría interpretativa en la guitarra es ejemplo y modelo[7]–, Chanta Vielma, Baltazar Velasco e Higinio Peláez, en contraste con las voces impostadas y serpenteantes de Jesús Hernández[8], Los Cimarrones[9], Jesús Barete[10], Emiliano Gallardo[11], pasando por la música de fusión[12] y la maestría instrumental de Los Magallones, la alegría congénita y fresca[13] y el humor[14] de Juan Morales y Los Multisónicos de la Costa, la lírica popular, el sentimiento y la pasión de Los Gallardo[15], el refinamiento y la versatilidad de Blanco y Negro[16], la ingenua ternura del Apache 16[17], la rusticidad de Los Donnys[18], la arrechura de Esteban Bernal[19] y su acordeón de botones, y la elegancia y virtuosismo de Aniceto Molina[20] al frente de la Luz Roja de San Marcos; mención aparte merece la canción Maldición[21], en voz de Constantino Gallegos y acompañamiento de Flama Tropical; como colofón, la perfección técnica de Francisco Pérez Melo, guitarrista clásico.

En el terreno de la poesía, el erotismo de algunos sonetos de Juan García Jiménez; la musicalidad y el regionalismo de Rubén Mora; la prodigalidad imaginativa de Citlalli Guerrero; la sobriedad y la manía por el estilo de Eduardo Añorve; teniendo de fondo los versos y los verseros y verseras. En el terreno de la danza, se va desde la elemental monotonía en el taloneo de la artesa, la fuerza, la rusticidad y el éxtasis rítmico en el baile de los diablos, hasta la elegancia, el colorido y la finura de la chilena. La pintura ingenua y colorida de Julia López y Casiano García y la búsqueda de las formas trascendentes en los grises de Jaime d’Angela. Las imágenes fotográficas de Ariel Baños que se centran en los afromexicanos de la costa oaxaqueña, y las de Eduardo Añorve, quien pretende retratar seres humanos. Anoto, también, algunas artesanías ahora en desuso o desaparecidas en la zona baja de la Costa Chica y preservadas entre los amuzgos y mixtecos: la elaboración de telares[22], el calado y adorno de la jícara y la elaboración de máscaras[23] en muchas poblaciones, casi siempre con propósitos prácticos.

La historia que tenemos pendiente por contar es la historia de todos, la colectiva, no la de unos cuantos, la de la cultura afromexicana, la de la Costa Chica. En esta empresa, conceptos como raza o etnia resultan excluyentes, discriminatorios. Como afirma Francisco Moreno Fernández, la identidad no impide compartir elementos con otros grupos o individuos. Y la historia de la Costa Chica nos enseña que los límites no existen, y si existen son ensanchados y estrechados continuamente por el zig-zag del devenir de los hechos sociales, políticos, económicos y culturales.

II. Recuento de algunas formas de organización y reconocimiento afromexicanos

El movimiento de auto-reconocimiento étnico y cultural en la Costa Chica tiene demasiados vericuetos, difíciles de conocer y agotar, y difieren de pueblo a pueblo y de individuo a individuo, lo que imposibilita hacer un recuento total, asunto que requeriría un equipo humano formidable para investigarlos. Por ahora, retomo algunos hechos significativos, a mi juicio y según mi ignorancia; hablo de ellos porque los conozco con cierta profundidad y porque sin conocerlos o enunciarlos, entender este proceso sería imposible.

1. Los cimarrones y Son de artesa, San Nicolás, Guerrero

En 2001, Silbestre Tiburcio, (a) Bucho, Noyola, de San Nicolás, Guerrero, recibió el premio nacional de ciencias y artes, en el rubro de arte y culturas populares. Bucho, hombre dado en fantasear, como cualquiera que se respete, tiene un tanto más de veinte años recogiendo corridos y cantándolos, grabándolos en forma casi artesanal y vendiendo casi casa por casa sus cassete o CD. La historia viene de atrás tiempo, de principios de los años ochenta, y tiene que ver con el trabajo que Miguel Ángel Gutiérrez Ávila y Javier del Río Azurmendi realizaran en San Nicolás, convenciendo a viejos y no tan viejos para guardar la memoria de la comunidad, fuesen “cuentos, versos, adivinanzas, proverbios y corridos [que] son el fundamento de su cultura y el perfil de su identidad[24]”. Uno de los frutos de ese trabajo fue el álbum Traigo una flor hermosa y mortal, editado bajo los auspicios del Instituto Guerrerense de la Cultura, Fotón, S. A. y del Programa de Artesanías y Culturas Populares, donde músicos sannicolareños interpretan corridos y canciones, algunos de autoría propia; entre ellos aparece el amigo Bucho Noyola. “Este disco es resultado y testimonio del esfuerzo realizado por los miembros del Taller de Música por preservar, transmitir y reforzar la tradición musical del pueblo afromestizo de San Nicolás… El Programa de Artesanías y Culturas Populares ha impulsado el apoyo para la conservación y reforzamiento de la Cultura Afromestiza…”, puede leerse en la contraportada. Conviene resaltar el nombre adoptado por este grupo, Los Cimarrones, porque, como señala Gutiérrez Ávila, denota que existe conciencia del legado africano, si bien no sustentada en el conocimiento académico.

En 1982 se había inaugurado en San Nicolás una casa de cultura, centro de operaciones de los investigadores citados y donde se daban cita los viejos y jóvenes de la comunidad para transmitir algunas tradiciones empolvadas, como el baile de las pastoras, la artesa, la huída y otras danzas y bailes, además de los enunciados en el párrafo anterior. De entre ellas, el baile de artesa tendría mayor impacto y difusión entre los jóvenes, a tal grado que durante los últimos veinte años se han dedicado a recorrer el país bajo el nombre de Son de artesa, llevando sus sones bailados, cantados y recitados a muchos lugares. Los sones de artesa sannicolareños[25] influirían en los famosos sones de Tixtla, los cuales han sido estilizados y dotados de una coreografía atractiva.

En 1990, La Unidad de Culturas Populares Guerrero iniciaría trabajos en San Nicolás, además de Maldonado y Huehuetán, poniendo en marcha el proyecto Vigencia de la cultura afromexicana de la Costa Chica del estado de Guerrero. Tres libros serían publicados, producto de ese proyecto: Jamás fandango al cielo. Narrativa afromestiza, Choco, chirundo y chando. Vocabulario afromestizo y Cállate burrita prieta: poética afromestiza[26].

2. Museo de las culturas afromestizas Vicente Guerrero Saldaña

En el año de 1986, un grupo de jóvenes profesionistas del municipio de Cuajinicuilapa tuvieron la idea de formar una asociación con el fin de conseguir mejoras para la población, y el 24 de febrero de 1988 logran registrarse legalmente bajo el nombre de Asociación de profesionistas del municipio de Cuajinicuilapa, quedando integrada ésta por las comisiones de salud, educación, deportes, saneamiento ambiental y sociocultural y por la mesa directiva.

Después de varios esfuerzos por trabajar organizadamente en pro del municipio, los miembros de la asociación dejaron de participar poco a poco. Fue la comisión sociocultural, en persona de Jorge Añorve Zapata, quien presentó la propuesta de construir un museo, tomando en cuenta la gran cantidad de restos arqueológicos prehispánicos que se encuentran en el suelo y el subsuelo de la región. Esta fue una de las propuestas que permitieron dar continuidad al trabajo de la asociación, además de la realización del festival del baile de los diablos que, desde 1986, venía realizando, por iniciativa del mismo Añorve Zapata, considerando que este baile es uno de los más representativos de la cultura de esta zona de la Costa Chica.

Con la idea de construir un pequeño museo que albergara objetos de la vida cotidiana del pasado inmediato de la población y las numerosas piezas arqueológicas que se descubrían y que recibían en donación, se comenzó a conseguir un lugar donde edificarlo. Se obtuvo para tal propósito, incluso, un terreno cedido por las autoridades ejidales. Mas no sería sino hasta principios de los noventa, en 1994, cuando se acudió a una reunión del Programa Nacional de Museos Comunitarios en Santa Ana del Valle, Oaxaca, donde se tuvo clara conciencia, al confrontar sus experiencias con las de los demás participantes de que la orientación museográfica debería atender a la raíz africana, uno de los constituyentes más fuertes en la población de la Costa Chica.

Los socios activos de la antigua asociación de profesionistas, y otros más que se sumaron en el camino, se constituirían informalmente en la organización Pro-museo Cuijla, A. C., con el objeto definido de construir un museo que recuperara las tradiciones y manifestaciones culturales de los costeños, logrando registrarse legalmente el 15 de noviembre de 1995, bajo el nombre de Museo Comunitario Cuijla, A. C. En estas fechas, el objetivo central estaba definido: “la fundación de un museo comunitario que llevará por nombre Cuijla” además de “fomentar la cultura afroamericana de los grupos étnicos de la región, sus tradiciones, sus costumbres” y de “contar con una fuente de datos históricos e impulsar las artesanías de la cultura afroamericana” e “inculcar en las generaciones de estudiantes y público en general la importancia de los mismos”.

A solicitud de la asociación civil, a fines de 1997, las autoridades municipales, presididas por Andrés Manzano Añorve, reúnen a funcionarios del Programa Nacional de Museos Comunitarios, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, de la Dirección General de Culturas Populares (en sus diferentes áreas: Dirección de Acción Regional, Programa Nuestra Tercera Raíz y la Unidad Regional Guerrero); también asisten representantes del gobierno del estado de Guerrero y socios de la organización Museo Comunitario Cuijla, A. C. con el objeto de trabajar en “la planeación de lo que será el primer Museo de la Cultura Afromestiza en nuestro país”.

Durante 1997, 1998 y 1999 se trabajó intensamente para fundar el museo, con la participación de los tres niveles de gobierno, el municipal, el estatal y el federal. Al Ayuntamiento Municipal, le correspondería aportar “el terreno que se destinará al museo de la tercera raíz”, según se lee en el acuerdo de Cabildo Municipal del 14 de marzo de 1997, y aportar recursos económicos y materiales para que los trabajos de capacitación y construcción se realizaran en los mejores términos. El gobierno estatal aportaría aproximadamente un millón de pesos para las obras de remodelación y construcción del inmueble, que incluiría el edificio del museo, la biblioteca municipal, la casa de la cultura y el conjunto de redondos. Por su parte, las autoridades y los funcionarios federales aportarían la colección museográfica, así como la asesoría histórica y etnográfica. Conviene precisar que la Dra. Luz María Martínez Montiel estuvo a cargo del diseño museográfico.

La inauguración del museo se programó para el 21 de marzo de 1999, donde se haría realidad el “Decreto 001. Que crea el Museo de las Culturas Afromestizas General Vicente Guerrero Saldaña”, cuyo artículo 1, a la letra dice: “Se crea el día 21 de marzo de mil novecientos noventa y nueve el Museo de las Culturas Afromestizas General Vicente Guerrero Saldaña en Cuajinicuilapa, Guerrero, como un organismo desconcentrado del H. Ayuntamiento de Cuajinicuilapa, Guerrero, que será gobernado por el Comité de Museo Comunitario Cuijla, A. C. como organización comunitaria”. Sin embargo, por cuestiones administrativas, la presencia del gobernador del estado, Ángel Aguirre Rivero, adelantó la ceremonia de inauguración, siendo celebrada el 17 de marzo del mismo año, en presencia del Secretario de Educación Pública federal.

Luego de un periodo de bonanza al estar asistida por el Ayuntamiento Municipal, la organización Museo Comunitario Cuijla, A. C. se vería en apreturas económicas cuando el gobierno municipal fue relevado por otro con signo político distinto y que pretendió desaparecerlo. Durante tres años, el museo y la asociación civil resistieron el embate del presidente municipal en turno, Constantino García Cisneros, quien decidió desobedecer los acuerdos de Cabildo Municipal que otorgaban recursos económicos y administrativos al museo. En esa pretensión, el gobernante convirtió la casa de la cultura –parte del conjunto cultural que albergaba al museo– en un centro de rehabilitación del DIF municipal. Sin embargo, la organización y el trabajo de la asociación permitieron defender el museo y conseguir recursos económicos apenas suficientes para su funcionamiento. La siguiente administración municipal tampoco apoyó el mantenimiento y la manutención del museo.

El museo es visitado constantemente por estudiantes de los distintos niveles educativos y escuelas de la Costa Chica, y se ha convertido en una referencia obligada de investigadores y estudiosos de la afromexicanidad. Es interesante notar que varios de los miembros de la asociación civil que administra el museo son egresados de la escuela secundaria técnica local y que tuvieron como maestros a Efrén Flores Villaseñor, quien les enseñó a disfrutar y recitar, en la modalidad de poesía coral, los poemas de Nicolás Guillén, y a Valdemar Mérida González, quien les mostró y los indujo a leer el libro Cuijla, esbozo etnográfico de un pueblo negro, además de discutir con ellos sobre el color de la piel y enviarlos a elaborar una monografía del pueblo como parte del curso de ciencias sociales. Casi una decena de generaciones escolares tuvieron esos maestros, a partir de 1973.

3. La experiencia de José María Morelos, Oax.

Desde 1991, varios maestros y algunos jóvenes de José María Morelos, pertenecientes al Comité de Cultura de la Casa del Pueblo, con la intención de “educar a la gente en cuanto a su conciencia originaria, particularmente, su raíz africana[27]”, se dedicaron a realizar actividades para “ofrecer información sobre la historia local y sobre nuestra ascendencia africana”. En enero de 1994 elaboran un “panfleto hecho en mimeógrafo” de aparición mensual, titulado Raíces, donde reproducen y elaboran textos para dar forma al objetivo anterior. Al año siguiente, el proyecto se convierte en una revista elaborada con mejores materiales, con periodicidad mensual y en la que incluyen “historia local, poesía, literatura, corridos, notas comunitarias y otros temas que contribuyan a la enseñanza de los orígenes de la cultura negra en la Costa Chica”; su título era Cimarrón.

En mayo de 1996 se consigue un espacio en la radiodifusora de Jamiltepec, donde se realiza un programa semanal, con duración de treinta minutos. Cimarrón, la voz de los pueblos negros, era su título. En él se incluían música y entrevistas, y se abordaban temas sobre danza, tradiciones y personajes relevantes de la cultura afromexicana, siguiendo el propósito de las dos publicaciones anteriores: “ofrecer información para concienciar a nuestra gente”. El locutor era Israel Reyes Larrea, impulsor principal del grupo. El programa radiofónico duraría tres años.

En el año 2000 se constituye la organización AFRICA[28]. “Se trataba de acompañar nuestro andar, de no ser excluyentes, de no caminar solos”, explica. Desde entonces hasta la fecha han realizado actividades culturales, talleres y actividades ligadas al desarrollo de proyectos productivos.

4. México Negro, A. C.

En 1996 se reunieron en Pinotepa Nacional Oaxaca un poco menos de diez personas interesadas en dar forma a inquietudes relacionadas con la identidad de los afromexicanos y sus formas de organización; a partir de allí se fundaría el Comité de Pueblos Negros, quien realizaría el primer Encuentro de pueblos negros en 1997 en El Ciruelo, Oaxaca, donde acudieron representantes de varios pueblos costeños de ambos estados. Fue un hecho inusitado no sólo en la región sino también en el país, al grado tal que la Secretaría de Gobernación federal envió a dos agentes[29]. A decir de Juan Ángel Serrano, su actual presidente, México negro es una organización de las llamadas ONG y se constituyó formalmente en 1998[30]. El encuentro se ha venido realizando desde 1997: cinco veces en Oaxaca –El Ciruelo (1997), San José Estancia Grande (1998), Collantes (2000), Santiago Tapextla (2001), Santo Domingo Armenta (2003) y Corralero (2005)–; y tres en Guerrero: Cuajinicuilapa (1999), San Nicolás (2002) y Huehuetán (2004).

Cuatro fueron los ejes de acción fundamentales de México Negro: 1) productivo, y se refiere a obtener recursos para desarrollar proyectos productivos presentados por “los pueblos negros”; 2) organizativo, y se refiere a las formas de interacción de la asociación civil con la población y de la población misma; 3) educativo, y se pretende contribuir a disminuir las carencias en la materia de la población; y, 4) cultural, y se refiere a rescatar y estimular las formas de producción cultural de los “pueblos negros”.

“No es un movimiento político”, aclara Sergio Peñaloza[31], de Cuajinicuilapa, ex-presidente de México Negro, quien declara Glyn Jemmot dirige realmente la asociación aunque formalmente no pertenece a ella. A su vez, Glyn negará pertenecer a México Negro. Sobre la escasa participación de la población en los encuentros y dentro de la asociación, Glyn plantea que “la ambigüedad en definir y asumir plenamente la negritud del movimiento ha hecho que la gente no se comprometa con él[32]”, aunque coincide con Peñaloza en que el movimiento no tiene reivindicaciones políticas ni se agota en lo racial y cultural, sino que ha sido incapaz de organizar a nivel comunitario a los “pueblos negros” para valorar su participación en la conformación de la nación mexicana, buscando ocupar un lugar protagonista en ella. A pesar de aceptar que los habitantes de la Costa Chica son afromexicanos, Glyn se resiste a dejar de utilizar el término negro para designar el movimiento, argumentando que sería una concesión que restaría fuerza a sus acciones y a su presencia. “Es un modo de atraer la atención, la mirada, hacia estos pueblos. Una afirmación del movimiento”, dice. Y acepta que esa afirmación tenga que estar acompañada con acciones que vayan más allá del mero escaparate cultural y del turismo social que han propiciado los encuentros.

En el cuarto encuentro, año 2000, donde la participación de los “pueblos negros” era escasa, el fracaso fue evidente. El diagnóstico hecho por Glyn fue certero, y puede aplicarse a los posteriores encuentros: reconoce que no han sido capaces de motivar y encauzar el desarrollo comunitario de proyectos productivos para mejorar la calidad de vida de estos pueblos: “Cuando creímos llegado el momento de dejar que el movimiento se nutriera con la participación autogestiva y fuera dirigido por los líderes naturales de las comunidades, la respuesta no llegó; por ejemplo, pocos asistieron al [cuarto] encuentro. Ha habido trabas organizativas; sin embargo, en el fondo hay poco compromiso de la gente”. Y cuando dice “gente” se refiere a su grupo de trabajo.

Las diferencias y divisiones en la asociación comenzaron incluso antes de estar constituida legalmente. Israel Reyes Larrea relata que él dejó de participar desde el segundo encuentro ante la intolerancia que comenzaba a mostrarse: “se le quería imponer una carga religiosa a los encuentros, la católica, y eso no se vale porque en nuestros pueblos existen creyentes de distintas religiones”. También existen quejas de que México Negro es un grupo cerrado en torno a Glyn, cuyos miembros asumen con enjundia las actividades, sin que hayan sido capaces de involucrar en ellas a más personas. Otra causa esgrimida[33] es que se dejaron de lado dos de los principios normativos de México Negro: la independencia y la democracia. En efecto, excepto el primero, los restantes encuentros han sido financiados por gobiernos municipales o estatales o el federal, a través de distintas instancias; lo que pone en entredicho la pretensión de su independencia. En relación a la democracia, Glyn ha formado un equipo de trabajo en torno suyo, cuyos miembros ocupan cargos formales dentro de la estructura de la asociación y del comité coordinador; sin embargo, las decisiones las toma él, sin tomar en cuenta la opinión de los demás. En 2000, Juan Ángel Serrano, presidente actual de México Negro, se quejó de mal uso de los recursos de la asociación, de influyentismo, de falta de trabajo y de perspectivas; de que la población sólo se acercara a ellos para conseguir créditos o dádivas y luego se alejaba[34]. Hace unos días se mostraba molesto: “En el tercer encuentro [realizado] en Cuajinicuilapa, le dije al padre Glyn que esto ya había reventado, que todo parecía una fiesta que hubiéramos preparado para los gringos. Y él se molestó. Y es que él es autoritario. Todo lo quiere hacer él, todo lo hace él: el programa, el manejo de los recursos. Y así, hemos ido de fracaso en fracaso. Fracasaron los encuentros porque la gente negra, la gente de los pueblos no se acerca. Sólo se acerca cuando le das algo, cuando les proporcionas apoyo y luego no quiere saber nada de nosotros. Ahí tienes el proyecto de cajas de ahorro populares; fracasó también; de las doce cajas, sólo funciona bien la de Santo Domingo y esa no quiere saber nada de México Negro; de hecho, no tiene nada que ver con México Negro. La caja del Ciruelo es como un niño chiquito, a la que Glyn tiene que llevar de la mano. Y es que él no escucha. Si uno le dice algo, se molesta. Y tenemos problemas. Hay desorden administrativo; él no sabe manejar los recursos, se enreda, se hace bolas, pero no quiere escuchar a sus subordinados. Por eso se ha quedado solo. Ve nomás lo pasó en el último encuentro, el de Corralero, no hubo nadie”.

México Negro no ha sido capaz de convertirse en un movimiento social que represente a los “pueblos negros”; es más, en las comunidades donde se han realizado los encuentros la gente no sabe quienes son ni conoce sus principios ni sus acciones. En 2001, en Tapextla, los representantes de Afroamérica XXI[35], entre ellos Michael Franklin, reclamaron con molestia la ausencia de organización de los “pueblos negros”, se dijeron engañados por Glyn, quien les pintó una situación optimista. Amenazaron, incluso, con demandarlo por fraude[36]. En los encuentros de San Nicolás y Huehuetán, autoridades locales y candidatos del PRI estuvieron entre los invitados especiales; y la participación se “logró” acarreando estudiantes de secundaria y preparatoria a los actos culturales. Al encuentro de Huehuetán asistiría el diputado federal Ángel Heladio Aguirre Rivero, en un acto de proselitismo político[37].

Dos son las lecciones que aprender de este intento organizativo: ningún movimiento, organización o instancia que pretenda tener legitimidad entre los afromexicanos debe ser excluyente, en función de una supuesta pertenencia racial o étnica ni mucho menos basándose en el color de la piel. La segunda es: las culturas tienen su propio tiempo de crecimiento y maduración; la inducción exógena y violenta no los acelera. En este caso, la pretensión de hacer conciencia a los afromexicanos acerca de una verdad histórica lejana culturalmente, ha devenido en fracaso.

5. A por el reconocimiento legal de la etnia afromexicana

El 14 de julio de 2004, Ángel Hilario Aguirre Rivero, Diputado Federal por el PRI, hizo una proposición “Con punto de acuerdo para solicitar al Ejecutivo Federal otorgue el reconocimiento de etnia a la población afromexicana”, presentada “sin intervención en tribuna”, y turnada a la “Tercera Comisión de la Comisión Permanente”. Esta proposición aparece más completa y explicada en la Gaceta de la Cámara de Senadores[38].

Se pide “darle status de etnia a la cultura afromexicana”; ello implica un contrasentido porque una cultura no puede ser reducida a una etnia.¿Por qué le interesa ahora al Diputado proponer lo tal? ¿Por qué en esos momentos preelectorales en el estado? En principio, el Diputado ni siquiera conoce el tema. Veámoslo: Pretendiendo lograr un paralelismo a favor de su causa, la primer consideración que hace es: “en el año de 2001 se aprobó la reforma constitucional en materia indígena, estableciendo principios constitucionales de reconocimiento y protección a la cultura y los derechos de los indígenas, sus comunidades y sus pueblos, dando cuerpo y significado pleno a la presencia viva de la población indígena”. Omite e ignora que la reforma aludida no fue producto de un punto de acuerdo sino de un proceso social y político venido desde lejos, cuya más reciente crisis provocó la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994. Las consecuencias son de sobra conocidas. Y el “asunto indígena” sigue sin resolverse. Es decir, no parece ser esa la ruta adecuada: nadie se volverá afromexicano por decreto o atendiendo un punto de acuerdo, por muy poderosos que sean los poderes de la Unión.

Otro desaguisado en las consideraciones de la proposición se refiere al territorio y la pluralidad étnica involucrados: “Actualmente la población afromexicana se encuentra establecida en el Estado de Veracruz, y principalmente en 37 ciudades ubicadas en la región de Costa Chica en los Estados de Guerrero y Oaxaca”, se afirma. En primer lugar, no existen 37 ciudades en la Costa Chica. En segundo, el proponente no tiene claro el significado de “afromexicano”. ¿Qué liga a Veracruz con Guerrero y Oaxaca? ¿Los mascogos –tamaulipecos descendientes, también, de africanos– son afromexicanos? ¿Tampoco lo son gente de Acapulco y de la Costa Grande de Guerrero? Para mejor abundar, se dice: “nuestros pueblos afromexicanos… estas familias que también son mexicanas”; denotando ignorancia al redundar, pues afro-mexicano incluye lo mexicano. La confusión se agrava cuando se enlista la “población afromexicana” de Guerrero: “Cerro del Indio, Cuajinicuilapa, Maldonado, Montecillos, El Pitayo, Punta Maldonado, San Nicolás, El Cacalote, Cerro de la Tablas, Copala, Azoyú, Banco de Oro, Barra de Tecoanapa, Huehuetán y Juchitán”. Casi todas estas poblaciones pertenecen al municipio de Cuajinicuilapa, excepto Copala, Azoyú y Juchitán, que pertenecen cada una al municipio del mismo nombre. En Cuajinicuilapa existen más poblaciones que no se enlistan; del mismo modo, se omiten poblaciones de los municipios de Ometepec, Igualapa, Azoyú, Marquelia, Copala, Cruz Grande y San Marcos, cuando menos. Al estado de Oaxaca ni se le menciona.

En la proposición se habla de la “raza negra”. Es inmoral referirse a los grupos humanos y étnicos como razas. Taxonomía. Asunto de zootecnia; tal vez de botánica. Hablar de razas es desconocer la historia de la humanidad. La mezcla, el mestizaje, son constantes y necesarios en el devenir social, en la vida de los seres humanos, esenciales. La mera noción de raza implica diferencia por el origen y alude a conceptos como pureza, superioridad y otros igualmente estúpidos. Se ha utilizado para esconder y justificar la explotación de algunos grupos humanos por otros. “Raza negra” dijeron los europeos y esclavizaron hombres africanos para utilizarlos como mano de obra; mercancía, piezas de ébano. “Raza negra”, y los despojaron de su condición humana, los convirtieron en cosas, en sub-humanos. “Raza negra”, dice todavía nuestro diputado Aguirre. ¿Será racista y no se da cuenta? ¿Ignorancia? ¿Desdén? ¿Superioridad?

Y el asunto se desnegra, se aclara cuando leemos los resultados que se pretenden: “Se exhorte al titular del Poder Ejecutivo Federal para que otorgue el reconocimiento a la población afromexicana como la tercera raíz cultural de México, concediendo el status de etnia a estos pueblos para que puedan recibir los mismos beneficios de los pueblos indígenas y puedan ser incluidos dentro de los programas que maneja la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas[39]”. Y sigue: “Se exhorte a la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública para que dentro del Presupuesto de Egresos de la Federación para el siguiente ejercicio fiscal, se incrementen los recursos destinados a la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, para que los pueblos afromexicanos sean incorporados como participes de los beneficios[40] que reciben los pueblos indígenas”. Como colijo, asunto de dineros. ¿Quién ha de manejar los “beneficios”, los “recursos”? Asunto de manejar dineros, vuelvo a colegir. ¿Quién ha de ser el beneficiado directo con los tales recursos?

Las otras dos exhortaciones, más importantes, apenas se bosquejan, cuando debieran explicarse: “Se exhorte a la Secretaría de Educación Pública para que en aras del reconocimiento histórico de la aportación de los pueblos afromexicanos, se instrumenten los programas correspondientes mediante los cuales se difunda la cultura afromexicana”, se pide, así sin más, con una ignorancia y un desprecio tales cuales los desplegados por los esclavistas; con prisa, como para salir rápido del mal paso, justificando, encubriendo. Al final se propugna porque: “Se exhorte al Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática para que aplicando el criterio de origen afromexicano, emita las estadísticas necesarias que permitan conocer de manera oficial el número de habitantes afromexicanos, así como los lugares en donde se encuentran sus principales asentamientos”. A todo esto, el “criterio de origen afromexicano”, ¿cuál ha de ser?

III. Conceptos en disputa

1. Negros

Discutiendo con un teórico negro sobre la negritud de los afromexicanos

Académicamente no está fundado; sin embargo, en la discusión de ideas entre los costachiquenses se utiliza el método llamado “como veo doy” para intercambiar argumentos y discurrir hasta llegar a razón o a verdad o a conclusión, o a pleito irreconciliable. La cultura de la oralidad priva, antes que la de la lectura; ello implica que se discuta según se expresen los argumentos, en modo de diálogo y sin tener una visión general anticipada del asunto.

En 2004, Bobby Vaughn publicó una veintena de páginas bajo el título de “Los negros, los indígenas y la diáspora. Una perspectiva etnográfica de la Costa Chica[41]”. Al reflexionar antropológicamente, Bobby emite una opinión controversial cuando distingue entre los términos indígenas, pueblos indígenas e indios: “… la mayoría de los mexicanos de ascendencia africana utiliza la palabra más desagradable, indio”, afirma; y un poco adelante, continúa: “para referirme a los mexicanos de ascendencia africana utilizaré los términos afromexicanos y negros…”. Según expone, a Bobby la palabra indio le parece “desagradable”; ¿se habrá preguntado si la palabra negro también resulta desagradable? Si ese es el caso, seguro es que respondió: “no”; que la palabra negro aplicada a una persona de la Costa Chica no resulta desagradable, hecho por demás equívoco puesto que, en la vida cotidiana no académica, puede resultar desagradable y discriminatoria, y hasta ofensiva. En la vida cotidiana y académica de un estudioso estadounidense, habituado a utilizar la palabra negro hasta en sí mismo, su connotación es distinta a la nuestra. Tal vez, conjeturo sin apresuramientos, Bobby utilizó el adjetivo “desagradable” cuando debió utilizar “despectiva”; en la mayoría de las veces que se les utiliza, las palabras indio y negro pueden y suelen sonar en forma despectiva, no desagradable. Otra pregunta que debió hacerse Bobby es: “los mexicanos de ascendencia africana” de la Costa Chica, ¿tienen o no, también, herencia mixteca, zapoteca, acateca, cuahuiteca, ayacachteca, amuzga, huehueteca, cinteca, nahua, tuzteca y yope, es decir, indígena?

En el mismo párrafo, Bobby precisa: “…mi empleo del término negro es una forma abreviada para referirme a los «afromexicanos» y no sugiere un color de piel en particular”. Ahora me preguntó yo lo que él no pudo preguntarse, ni responder: Si el término negro no sugiere un color de piel particular, ¿por qué no utilizar otro término como afromexicanos o costeños que, para el caso, da lo mismo? Como si hubiese leído mi objeción, Bobby aclara: “Afromexicanos, entonces, equivale más o menos al término local moreno cuando en algunos casos los lugareños se refieren a toda la comunidad étnica, sin tomar en cuenta el color”. Lo primero que no aclara el buen Bobby es quiénes y de dónde son esos “lugareños” que “se refieren a toda la comunidad étnica, sin tomar en cuenta el color”, porque en toda la Costa Chica decir moreno es referirse a un color de piel y no a rasgos culturales o étnicos. Difícilmente a alguien que tenga color de piel claro o blanco, aunque pertenezca a una comunidad étnica tenida por afromexicana, se le llamará moreno; es decir, al de piel blanca o clara, en cualquier lugar de la Costa Chica se le nombrará güero, güerito, blanco o blanquito, etcétera.

Luego, Bobby Vaughn define la Costa Chica: “Esta región costera de casi 400 kilómetros de largo, que incluye también partes de los estados de Guerrero y Oaxaca, alberga alrededor de 50 000 mexicanos de ascendencia africana que viven en proximidad íntima con indígenas y mestizos”. La primera precisión impropia que hace Bobby, en el sentido de que la Costa Chica “incluye también[42] partes de los estados de Guerrero y Oaxaca”, denota que desconoce la geografía mexicana, pues deja entrever que además de los limítrofes territorios guerrerense y oaxaqueño, la Costa Chica está integrada con alguno otro. Es discutible, igualmente, el dato de “50 000 mexicanos de ascendencia africana”, en primer lugar porque no precisa en qué consiste o cómo se manifiesta esa “ascendencia africana” y, por tanto, cómo se cuantifica.

“Los poblados con habitantes principalmente afromestizos se localizan en la subregión de la costa chica de Oaxaca, en los distritos de Jamiltepec y Juquila, de la región de la Costa. En menor medida se encuentran en los distritos de Cuicatlán, Pochutla, Juchitán y Tuxtepec. Los municipios con mayor presencia negra son: San José Estancia Grande, Santo Domingo Armenta, San Juan Bautista Lo de Soto, Santa María Cortijos y Santiago Tapextla. Le siguen con rasgos mulatos: Mártires de Tacubaya y Santiago Llano Grande. En comunidades pertenecientes a municipios mixtecos hay fuerte presencia en: Santiago Jamiltepec, Santa María Huazolotitlán, San Andrés, Huaxpaltepec y en Santiago Tututepec. En municipios mestizos destaca la presencia negra en Pinotepa Nacional y en Tututepec”[43]. En Guerrero, la población afromexicana abarca los municipios de San Marcos, Florencio Villarreal (Cruz Grande), Copala, Marquelia, Juchitán, Azoyú, Igualapa, Ometepec y Cuajinicuilapa; en los municipios de Ayutla y San Luis Acatlán es escasa. Haciendo números, en la zona oaxaqueña, la población “afromestiza” se calculó en alrededor de 20 000 individuos durante 1990, según el sitio web del gobierno de Oaxaca[44]; es de suponerse y aceptarse que ese número se ha incrementado en los últimos años. En Guerrero, la población afromexicana asciende a más cien mil personas, conforme a datos del XII Censo General de Población y Vivienda 2000[45]. Conviene notar que Acapulco no pertenece formalmente a la Costa Chica; sin embargo, su población afromexicana es abundante. Los números, pues, rebasan la estimación que hace Bobby Vaughn.

En su definición de la Costa Chica, Bobby introduce a otro grupo étnico, los “mestizos”, a quienes tampoco define, lo que conduce a varias preguntas: ¿se refiere a los llamados mestizos por la “academia mexicana”, concepto incrustado “en un contexto ideológico específico –el mestizaje nacionalista unificador–“, según lo expresa en párrafos anteriores?; es decir: ¿los mestizos que menciona son productos de la mezcla entre españoles e indígenas? Si es el caso, ¿los considera una etnia?; en consecuencia, ¿por qué no considera etnia a los lobos, productos de mezcla entre negros e indias, grupo más numeroso que los otros de la Costa Chica? ¿Y los españoles?; ¿cuál es o fue su presencia poblacional en la zona? Finalmente, al introducir el concepto de mestizos, ¿convalida el uso de ese término con fines antropológicos, y acepta “la ideología específica” de la “academia mexicana” y, en consecuencia, los postulados del “mestizaje nacionalista unificador”?

Y la gota que anega el vaso de esta discusión fingida –en cuanto que no estamos frente a frente, ni palabra contra palabra– es la delimitación de la zona de estudio: “Este ensayo se basa en investigaciones etnográficas llevadas a cabo, principalmente, en el pueblo de Collantes, localizado en la municipalidad de Pinotepa Nacional, Oaxaca, y sus alrededores”. Y abandono tan dialéctica disputa, no por putería sino por no prestarme a farsa: ¿Será posible que un académico que se precie de serio intente vendernos un ensayo cuyas investigaciones se limitaron solamente a Collantes y pretenda hacer pasar las conclusiones como concernientes a toda la Costa Chica?

Neocolonialistas

Es frecuente que los defensores y propagadores de la visión negrista, la mayoría de ellos de origen estadounidense, actúen como colonizadores. ¿O cómo explicarse que, por ejemplo, la directora del Museo de arte africano en Detroit se empeñara en que el presidente municipal de Cuajinicuilapa (en 1999) fuera un negro?; ¿que Glyn Jemmont peleara porque el director del Museo de las culturas afromestizas fuera un negro?; ¿porque Michael Franklin (2000), líder de la organización Afroamérica XXI me llamara “traidor a mi raza” por no aceptar el esquema “blancos versus negros” para entender y explicar las relaciones entre grupos étnicos y humanos en la Costa Chica? ¿Cómo aceptar que ciertos investigadores pretendan imponer como concluyentes y definitivas sus visiones, cuando es notorio que las trasladan de otra realidad social a la nuestra?

Finalmente, hay una razón suficiente para oponerse al uso del término negros para designar a los afromexicanos actuales –independientemente de lo que signifique o quiera significar–: es excluyente. Además, implica casi siempre color de la piel y pocas veces cultura o etnia.

2. Mestizos y afromestizos

En la disputa por las riquezas novohispanas, los criollos iniciaron la construcción de un discurso que recupera el pasado de las naciones indias (el mito de la fundación nacional es náhuatl), asume el discurso tradicional del poder estatal español y recupera el discurso ilustrado (libertad, igualdad y fraternidad). En este proceso de disputas, cambios y guerras, el concepto de libertad transita del ámbito del esclavo al del individuo: del hombre que ya no es esclavo al que sabe gobernarse a sí mismo; finalmente, se instituye la falacia de la naciente nación como libre de la esclavitud a la que la sometía España, siendo que los únicos esclavizados fueron los indios, primero, y los africanos después. Astutos los criollos, que nunca fueron esclavos, se asumen como tales para “liberarse” de la Madre Patria. Además, erigen un ente que enmascara a los distintos: el mestizo. Es innegable que la Nueva España es suma de distintos que se mezclaron biológica, cultural, económica, política y socialmente; es cierto que este proceso fue ágil, flexible y enriquecedor; pero, también es verdadero que el concepto de mestizo alude a cualquier mezcla humana, en cualquier tiempo y lugar. Aunque tal concepto otorga igualdad a los afrodescendientes y demás castas e indios, la realidad la impide: los derechos civiles que obtienen son sólo papel, palabras, discurso: la jerarquización social, la discriminación por el color de la piel continúa, la presencia de sangre negra en un individuo lo sigue haciendo infame; amén la discriminación económica. Por ello, los afrodescendientes se asumen como mexicanos, pretendiendo negar lo innegable: el estigma de infamia, la desigualdad; porque con el concepto de mexicano se niega lo distinto, se impide el derecho al disentimiento, a la diferencia.

Se pretendió, luego de la Independencia, hacer tabla rasa de los no blancos; el ideal era blanquear a los indios y morenos. Sobre ambos, Don Carlos María de Bustamante comenta: “Los pardos aspiran a la estimación de los blancos: desean confundirse con ellos, y a la segunda o tercera generación están ya enlazados en sangre y en intereses, de modo que forman un sola casta entre los blancos: por cuya razón la influencia de los morenos es nula, y su poder físico y moral de ningún riesgo, si se toman con previsión las medidas correspondientes.” Como él anota, se pretende el blanqueamiento para evitar el espíritu conflictivo de los quebrados de color.

Consigna Francisco Santamaría[46] que el término mestizo “aplícase a la persona nacida de padre y madre de razas diferentes, y con especialidad al hijo de hombre blanco e india, o de indio y mujer blanca”. Anota, además, que mestizaje, en principio, es “cruzamiento de dos razas de animales”. El filósofo de la Raza Cósmica, José Vasconcelos, observa que “es fecunda la mezcla de los linajes similares y que es dudosa la mezcla de tipos muy distantes, según ocurrió en el trato de españoles e indígenas americanos... Entre nosotros, el mestizaje se suspendió antes de que acabase de estar formado el tipo racial, con motivo de la exclusión de los españoles, decretada con posterioridad a la independencia”. El académico por excelencia, Alfonso Reyes, abona con: “No hemos encontrado todavía la cifra, la unidad de nuestra alma. Nos conformamos con sabernos hijos del conflicto entre dos razas”. El poeta Octavio Paz encuentra[47], dentro de un solitario laberinto trágico, al perdido y deshumanizado producto de la cruza de dos razas, el mestizo, que no deja ni puede dejar de ser lo que es, ni alcanza a ser el otro, el hombre blanco, a que tanto aspira.

En esta concepción de las mezclas, del mestizo, el africano no existe como raíz original. La educación, la enseñanza de la historia nos impuso el deber de explicar nuestro pasado a partir de indios y españoles: nosotros mismos, los afromexicanos hemos negado y negamos nuestra raíz africana, asumiendo el mote de mestizos –sinónimo de mexicanos–, aunque el color de la piel, lo cuculuste[48] del cabello, la chatez de la nariz y la anchura de la boca delaten la diferencia; aparte de los hábitos y las costumbres culturales. No es fácil aceptar que no somos mestizos, que en esa visión somos invisibles, que se extirpa lo africano como raíz original. Los afrodescendientes que habitamos la Costa Chica nos asumimos como mexicanos, somos mexicanos; sin embargo, si la construcción de lo mexicano sólo se debe a europeos y a indios americanos, tal concepto nos excluye. Ser afromestizos, como pretenden algunos estudiosos y algunas instancias gubernamentales es no tapar el sol ni a dos manos: en buen sentido, afromestizo es cualquier afrodescendiente que tenga, además, otra raíz étnica; así, pueden serlo brasileños, estadunidenses, peruanos, franceses, alemanes, libaneses o de cualesquiera nacionalidad donde haya habido presencia de africanos. Si bien es cierto que uno de los propósitos, y logros, que los afrodescendientes y los individuos de las castas tuvieron al participar en la guerra de Independencia fue la eliminación del sistema de castas, la desaparición de las distinciones que impedían su movilidad, no es menos cierto que con el concepto del mestizaje se encubren las desigualdades sociales y económicas que permanecen, luego de obtenido el status de mexicano y, por ende, de mestizo. Por ello, es discriminatoria esta visión, pues la igualdad jurídica no se traduce en igualdad de oportunidades; y en el caso de los afromexicanos, ni siquiera se reconoce su participación en la construcción del país, de la nacionalidad[49]. Tendría que aceptarse, como lo hacía Emiliano Zapata, que el mestizo mexicano es producto de negros, indios y españoles, asunto hasta ahora improbable.

3. Afromexicanos (fin de las disquisiciones)

Luego de varios siglos de mezcla, donde los ayuntamientos entre indias y negros fueron frecuentes, los valores etnocéntricos perduraron, asumidos por los afrodescendientes, hoy costachiquenses[50]: la pretensión del blanqueamiento de la piel, la identificación de lo negro con lo malo y lo negativo, etc. De este mestizaje nació el ser costeño, cuyos elementos unificantes e identificadores se encuentran en el modo de hablar, dialecto del español; el “gusto” para festejar los ciclos vitales (nacimiento, matrimonio y muerte, cuando menos); la música, siendo el bolero costeño, la cumbia, el corrido y la chilena las formas más populares y tradicionales; el baile; algunas danzas; las expresiones verbales; el exaltamiento de valores ligados a la agresividad; la predilección por el juego y la apuesta: los gallos, la baraja; la comida; la agricultura y la ganadería como actividades económicas básicas; etc. En suma, la cultura afromexicana.

Los costachiquenses tenemos esta cultura, aunque sin la conciencia plena de ello; pendiente queda una organización corporativa interna que nos permita transitar de costachiquenses a afromexicanos; es decir, a individuos dueños de una cultura que incluye a los distintos grupos étnicos que la comparten y que, además, seamos conscientes de nuestro origen e historia, capaces de impugnar el Estado nacional mexicano que nos ha excluido, que nos excluye, negándonos el derecho a existir legalmente, a ser sujetos de la historia y la cultura mexicanas, restituyéndonos la condición de ciudadanos, enriqueciendo la plurietnicidad de este país de morenos, también nuestro.

Una de las acciones obligadas y necesarias que debiera emprender el Estado mexicano es reescribir y enseñar la historia del país, donde se incluya a todos los grupos étnicos y su participación en la construcción de lo mexicano. En palabras de Aguirre Beltrán: “demostrar la importancia que tiene el negro en la constitución de la sociedad mexicana en un momento clave de su historia; aquél en que toma forma la nacionalidad actual”[51]; y con base en las propuestas de Martínez Montiel[52] y de Enrique Florescano[53]. Los afromexicanos existimos, independientemente del concepto que mejor los denomine. Un acto de justicia para con nosotros y con el país entero sería hacer realidad las palabras de Emiliano Zapata, las que aluden al mestizo perfecto, él que aloja y conjuga los varios y distintos, armonizándolos.




[1] Frastero: Forastero, el que viene de fuera, el ajeno.

[2] Adolfo Ruiz Cortínez, candidato a la presidencia de la República, durante un discurso dicho el 9 de marzo de 1952 en Chilpancingo, Gro.

[3] Ibid.

[4] La sureña (Soy el negro de la Costa), 1954.

[5] Kalimán dixit.

[6] El uso de eneasílabos en vez de octosílabos en Caleta, por ejemplo.

[7] La malagueña curreña, pongamos por caso.

[8] Cantante y compositor del bolero costeño del grupo Mar Azul.

[9] Tiburcio Bucho Noyola e Ildefonso Rendón, los últimos y actuales Cimarrones.

[10] Cantante y compositor del bolero costeño del grupo Miramar.

[11] Estoy sufriendo por ti es uno de los boleros costeños más líricos y emotivos, después del clásico Tarde de marzo, en virtud al oficio del compositor y al estilo llorativo y con voz serpenteante del cantante, que se resumen en uno: Emiliano.

[12] Pioneros en utilizar instrumentos electrónicos para interpretar chilenas, logrando consolidar un híbrido entre la chilena y la cumbia.

[13] El poquilín.

[14] La mosca coqueta y El santo seco, por ejemplo.

[15] Con don Eulalio Gallardo al arpa, último ejecutor, al parecer, de ese instrumento en la Costa Chica.

[16] Nabor Anica y Juan Estevez.

[17] La han visto llorando.

[18] Sus primeros corridos.

[19] Ya me voy pa’ Carolina.

[20] Acordeonista de origen colombiano.

[21] De autor desconocido.

[22] Todavía en 1948 y 1949, cuando Aguirre Beltrán visitó Cuajinicuilapa pudo encontrar que la mujeres trabajaban con telares de cintura para fabricarse sus telas, aparte de confeccionar sus propios hilos, actividades propias de una zona algodonera (“once máquinas desmotadoras… desde Nexpa hasta Jamiltepec, en Oaxaca”).

[23] Para las danzas de los diablos, el machomula, la tortuga, el Terrón y la Minga, por ejemplo.

[24] Traigo una flor hermosa y mortal. Corridos de la Costa Chica de Guerrero. IGC/ Fotón, S. A./ PACUP, México, 1985.

[25] En el pueblo de Cuajinicuilapa la artesa dejaría de bailarse en fiestas populares y en ocasiones especiales al término de la década de los setenta.

[26] Las recopiladoras de los cuentos, vocablos y versos son: Francisca Aparicio Prudente, María Cristina Díaz Pérez y Adela García Casarrubias.

[27] En conversación tenida con Israel Reyes Larrea, en abril de 2005.

[28] Alianza para el fortalecimiento cultural de los pueblos indígenas y las comunidades afromestizas.

[29] Datos obtenidos en conversación con Israel Reyes Larrea, en distintos lugares y fechas; él fue impulsor del Comité de Pueblos Negros y quien propuso el nombre de México Negro para la organización.

[30] Juan Ángel es originario de Santa María Cortijos y no asistió al encuentro en Santiago Tapextla (2001) ni al de Corralero (2005) por diferencias con Glyn. En marzo de 2001 me comunicó que estaba en desacuerdo por la forma en que había sido nombrado: sin convocar a asamblea ni estar presente la mayoría de socios. Se reconoce dependiente de la influencia de Glyn y por ello ha aceptado durante 9 años a ser relegado y utilizado, aun contra su voluntad.

[31] En conversación tenida en marzo de 2000.

[32] En conversación tenida en Marzo de 2000, durante los recesos del encuentro de pueblos negros.

[33] Conversaciones tenidas a lo largo del año 2000 con Guadalupe Ávila Salinas, asesinada en 2004 siendo candidata del PRD a la presidencia municipal de San José Estancia Grande, Oax.

[34] El Sur (de Acapulco), marzo de 2000.

[35] Organización extremista, de visión maniquea donde todo se reduce a la lucha de los negros contra los blancos.

[36] El Sur (de Acapulco), marzo de 2000.

[37] Estaba en búsqueda de la candidatura de su partido, el PRI, a la gubernatura del estado.

[38] Gaceta parlamentaria. Senado de la República. Nº 11, año 2004/ miércoles 14 de julio/ 1º año de ejercicio, Segundo periodo permanente.

[39] Las cursivas son mías.

[40] Siguen siendo marcadas por mí las cursivas.

[41] Vaughn, Bobby y Ben Vinson III. Afroméxico. El pulso de la población negra en México: una historia recordada, olvidada y vuelta a recordar, México, FCE/ CIDE, 2004, 135 pp.

[42] El énfasis es mío.

[43] http://www.oaxaca.gob.mx/gobtecnica/indigenas/mono/negros/negros.htm

[44] Ibíd.

[45] El total de la población de los municipios mencionados (sin incluir a los de Ayutla y San Luis Acatlán) asciende a 199 492; de ellos, 19 353 personas están censadas como población indígena.

[46] Diccionario de mexicanismos.

[47] En El laberinto de la soledad.

[48] Cuculuste: ensortijado o rizado.

[49] "Es inconcebible que la Historia de México (1978), editada por Salvat y coordinada por Miguel León Portilla, preclaro profesional, con quien colabora la flor y nata de nuestros historiadores, no mencione una sola vez al negro, o a la esclavitud negra, en alguna de las 3100 páginas contenidas en trece volúmenes profusamente ilustrados." AGUIRRE BELTRÁN. El negro esclavo en Nueva España.

[50] La población de la Costa Chica puede y se asume fácilmente como costeña o costachiquense; denominarla afromexicana tiene el propósito de hacer notar que junto con la herencia indígena y la española, la africana también es importante.

[51] AGUIRRE BELTRÁN, El negro esclavo en Nueva España.

[52] “Hace falta, pues, para activar los factores de identidad, esa nueva historia cultural que incluya la de los indios y la de los negros, además de la de los europeos.” MARTÍNEZ MONTIEL. “Un imperativo para la educación: rescribir la historia cultural”.

[53] “Los estudios históricos y las reflexiones teóricas de Gonzalo Aguirre Beltrán ejercieron una influencia decisiva en las transformaciones que enriquecieron el análisis de la historia social. Su estudio original y aun no superado sobre la presencia de los negros en la sociedad colonial, fue uno de los primeros en señalar el carácter pluriétnico del virreinato, y el primero en señalar la importancia demográfica, social y cultural de los negros en la formación colonial”. “... ante la densa y desordenada acumulación de conocimientos históricos heredados, y ante la prodigiosa multiplicación de nuevos conocimientos, los historiadores de este final de siglo XX estarían obligados a desarrollar un esfuerzo consistente en colectar ese vasto legado de obras que permitan su consulta racional, su enriquecimiento y actualización progresivas, y su transmisión adecuada a las nuevas generaciones”. FLORESCANO, ENRIQUE. El nuevo pasado mexicano, Cal y Arena, 1991.