UNO
No somos lo que dicen de nosotros, los negros criollos, los nacidos aquí. Ni siquiera estamos todos aquí, donde somos lo que somos, quienes somos. No quienes dicen que somos. Según un censo que sepa Dios quién ha levantado ni nadie convalida, la mitad de nosotros estamos en El Norte, en los Estados Unidos. Uno de cada dos de nosotros estamos en Estados Unidos o fuera, en cualquier ciudad donde haya trabajo, por eso la población no crece, o crece poco, aunque el dinero y la riqueza sí, y en cantidad. No hay un criollo que no tenga un pariente o un familiar o un amigo en El Norte o en otro lado. Y nos vamos a otro lado porque no somos como dicen que somos, no para probar nada sino porque no somos güevones, somos trabajadores y nos gustan los lujos y las comodidades y el buen billete, sobre todo el dólar, las buenas trocas, las esclavas, cadenas y aretes de oro, la buena ropa, la buena comida, las cervezas frías y abundantes: nos gusta la buena vida, pues. Preferimos antes el ocio que el trabajo, trabajamos lo necesario para estar de ociosos. No somos güevones. Si hasta el parie más chingón tiene que trabajar, aunque sea tirando droga, pero tiene que trabajar. Nada es gratis. Nunca lo ha sido. Ahí están los siglos pasados, donde esclavizaron a nuestros mayores para hacerlos trabajar como bestias, sin el privilegio de tener coches, alhajas, cervezas, amores, comida, casa, ropa, sino desposeídos. En fin, somos gente como cualquiera, como usté, pero no somos cualquiera: trabajamos, aunque sea de mañosos o malandros, porque somos de gusto y no vamos a vivir sin gustar la vida. No somos ni burros ni inditos.
A nosotros nos gusta trabajar, pero no bajo el sol, no en mitá del día bajo el rayo del sol, del calentísimo sol costeño, bajo el que nos convertimos en negros retintos, y brillosos de tanto sudor. No, allí no, que, según descubrimos, para eso están los indios, para hacer el trabajo que los burros no saben hacer, para la chinga, pues. Trabajar sí, pero en la sombra, en el aire acondicionado, en labores que no exijan el gasto del cuerpo, no con el machete ni la tarecua o la motosierra, no sabaneando las vacas ni ordeñando, ni con el pico y la pala, no en labores que te expriman y se te vayan las ganas de coger cuando llegas a tu casa o tu madriguera, ante tu mujer o ante tu querida.
¿Por qué nos vamos al Norte?, preguntan. ¿Por qué mejor no preguntan quién o quienes se van o nos vamos al Norte? Cuajinicuilapa está en el mismo lugar que hace cientos de años pero no crece desde hace algunos años, tal vez desde unos veinte no pasa de veinticinco o treinta mil personas. Las casas crecen y se abundan, lo mismo los comercios, pero la gente no aumenta; y no es que sea la misma, sino que la cantidad no varía porque muchos se van al Norte o a otras ciudades, a trabajar y a estudiar. Pero no todos se van, cuando menos la mitad no se va, y no solamente mujeres, niños y viejitos sino hombres de trabajo, hombres que se quedan a trabajar aquí, hombres que heredaron tierras y vacas, aunque sean unas cuantitas, hombres a los que les dejaron un negocio o un oficio o un comercio, hombres que se dedican a la política o son maestros de escuela o trabajan en las oficinas de gobierno o, de plano, hombres que se dedican a la mañosera, a agarrar lo ajeno, lo que no trabajaron, sean vacas o cosechas o propiedades de la casa.
Se van al Norte los desheredados, los que no tienen dónde y con qué sembrar o engordar sus vacas. Antes, los viejos extrañaban los tiempos de la hacienda de los Miller porque cada quien era dueño de una que otra vaca y de varias gallinitas, tenía donde encerrar y hacer milpa, podía pasársela sin penurias ni congojas, con su maíz, su leña y todo lo necesario para vivir y beber de tiempo en tiempo. Pero vino el ejido y las cosas cambiaron para los campesinos: los más listitos se agusaron y abusaron o no sé qué ni cómo pero se quedaron con las mejores tierras, con los mejores solares, se volvieron más ricos. Y unos se convirtieron en patrones y los otros en sus peones o sus vaqueros. Y eso estaba bien, pero eso no dura: ¿Cómo vas a ser peón de otro pendejo como tú? ¿Por qué te vas a dejar mandar por San Pendejo sólo porque él tiene dinero y vacas y tierras y tú estás en pérperas, con una mano atrás y otra adelante? Además, después de que el gobierno dejó de apuntalar los precios de garantía de las cosechas, hasta los más riquitos la sintieron cerca y a todos nos afectó.
Un día, uno de los Marines, de la familia Marín, pues, ocupó dos peones para acarrear postes: un indio y un negro. El indio acarreaba cuatro postes al hombro; el negro, dos. Lo notó el patrón y reclamó:
—Pinche negro, ¿cómo está eso de que tú solamente acarreas dos postes y el indio cuatro? Y eso que él está chiquito y flaco, y tú grandote. Quiere que te lleves cuatro tú también; si no, no te voy a pagar.
—El indio como es burro, yo no soy burro —contestó, y tiró los postes, y dejó el trabajo el pinche negro.
Pa’ morir nacen los hombres, no vivir la esclavitú, canta y alecciona el corrido de la Mula Bronca. Como digo, ¿quién quiere ser peón de otro pendejo nomás porque él tenga dinero? Trabajar, pero no de peones de fulano o de mengano, por más riquitos que sean, y más si te están viendo que te cargan de peón, de vaquero, de chalán. Claro que trabajamos, y más de lo que se acepta, más de lo que aceptamos, aunque no siempre reconozcamos el trabajo de otro, al que envidiamos, al que calificamos de delincuente, al que descalificamos por ganar un dinero que sospechamos sucio o mal habido, al que criticamos en demasía por hacer riqueza muy rápido. Pero eso son patrañas. Nosotros somos trabajadores, trabajadores como el que más. Basta pensar en las toneladas y toneladas de maíz que sacábamos en los años ochenta, o el ajonjolí, o la copra, o la sandía, o la papaya, como antes; y a fines del XIX y principios del XX, producíamos algodón y ganado, miles de becerros anuales para abastecer los mercados de la meseta central. Que no nos guste trabajar como bestias todos los días, es cosa distinta. Pero cuando tenemos un compromiso, a todos nos consta que trabajamos como bestias. Los flojos entre nosotros están contados, pues, y si quieren les presento a algunos. Como aquel que hasta picaba de flojo, y un día, con tal de apartarlo de la flojera, pusieron una regla en el pueblo: que el que no juntara una maquila de mai al tiempo de las cosechas se le iba a enterrar vivo, con tal de joderlo. Y se llegó el tiempo, y él sin tirarse ni un pedo. Y así iban las autoridades, revisando cada maquila de mai en cada casa, hasta llegar ante él, al pie de una pochota, donde le gustaba hasta dormir; y él sin su maquila de mai. Y ya a ponerle la soga al cuello, y llevarlo en comitiva hasta el camposanto para cumplir la condena. Y en entonces que aparece la madrina de pila, apreviniendo:
—Detengan la procesión, yo pongo la maquila que le corresponde a mi ahijado.
Y él, indagando:
—Madrina, ¿el mai está en grano o está en mazorca?
Y ella, con las lágrimas casi al borde de los ojos:
—Hijo, ahorita lo desgranamos, no te acongojes.
Y él, el cínico:
—No me acongojo madrina mía. Que siga la procesión.
DOS
Tampoco nos gusta atesorar. ¿Para qué? Uno se muere y no se lleva nada, ni el disfrute. O, sí, el disfrute lo disfrutamos y eso consuela más que trece misas. Capaz que San Pedro nos regresa de las puertas del cielo por pendejos, por no gozar la vida, por no vivir como gente, aquí y ahora, si no disfrutamos lo que vivimos. Si ya nuestros antepasados fueron esclavos, ¿para qué seguir con esa tradición? Como esclavos no fueron dueños de su trabajo ni tuvieron propiedades ni atesoraron capital alguno.
—¿Quieres matar a un negro —dicen en tono de burla en Ometepec—? Tira cuetes en el monte y él va a llegar creyendo que hay fiesta y allí lo agarras, de ese modo te lo chingas.
No somos tan pendejos, pero seguro que habrá alguno que hayan agarrado así, haciéndolo creer que iba a una fiesta. Porque, para fiestas, las de Santiago: mes y medio en medio de cervezas, música, comidas y presumición, afinando la fachosera de ser más que los demás. Y estamos tan organizados para festejarlo que desde hace dos años ya lo celebramos doble: la octava, que siempre hemos festejado, y ahora el mero día, el 25 de julio. Así que podemos estar en fandango mes y medio entre entregas de presentes, la mera fiesta y la entrega de los cargos; aparte que el Santiago casi se junta con las celebraciones de la Virgen del Carmen. Mes y medio. No creo que nos gane otro pueblo para celebrar a nuestro Señor Santiago, el mata-moros, el que anda a caballo y trae machete. No sé cómo dicen que somos desorganizados.
Peleaba a la boca el otro día uno de Huehuetán y decía que los costeños somos malos para organizarnos, y algunos que estaban con él le daban la razón: somos pésimos para ponernos de acuerdos y hacer cosas buenas o para el progreso o el desarrollo. “Tonteras —les contra-respondió uno—, puras tonteras. Cuando quisieron quemar el cuerpo de la Mula Bronca, estando tendido en su casa, y llegó la judicial a llevárselo, entrando de sorpresa al pueblo, todo mundo se armó y corrieron a impedirlo, y no se lo llevaron, y se sacó a la judicial del pueblo, así, rapidito, sin pensarlo ni pararse a ponerse de acuerdo. Eso es organización”.
En efecto, para cosas así somos buenos. Si queremos ir a un pleito o a chingar a otro, fácilmente nos ponemos de acuerdo y lo hacemos. Ahí está de ejemplo el cholaje, los cholos, esos vatos que se organizan en gangas como antes sus antepasados se organizaron en barrios, en brosas, en gavillas, en cuadrillas, en palenques, para defenderse, para chingarse a los otros, a los enemigos, a los extraños, a los contrarios. Ahora vemos cómo los jóvenes pelean entre ellos, continúan esa tradición, siguen por ese camino, entrenándose, aun a riesgo de matar o matarse, y no porque hayan aprendido en el Norte a golpearse, a disputar, a reñir, sino porque así somos, así hemos sido, así estamos siendo, afectos a demostrar que no somos menos que otro, aficionados a las competencias, como con las peleas de gallos, donde se invierte tiempo y dinero y pasión para tener al mejor, al que siempre gane, aunque sepamos que nunca nadie gana siempre, pero ese placer no nos los quita nadie, aunque hayamos perdido lo poco o mucho que tengamos.
Pero el cholaje no es imitación de los gringos, sino algo propio y antiguo, que viene desde lejos y se viste ahora con otras ropas. Tampoco es cierto que los cholos sean mariguanos o se vuelvan mariguanos, o que para ser cholo haya que quemar piedra: hay tantos que queman piedra o se avientan sus buenas rayas de coca sin que sean cholos, sin que anden en la ganga, sin que sean malandros; hay tantos que se meten lo que sea y parecen gente de bien: licenciaditos, maestros, profesionistas y gente de dinero tocando las ventanas de donde la venden, a media noche o al filo de la madrugada. ¡Quién los viera! En fin, para eso sirve el dinero, para eso se gana, para eso se trabaja, para darle gusto al culo, como dicen los putos y las putas (no las que cobran sino las que desean y se dan por gusto). Para darle gusto también a la verga, pues, a pesar del SIDA y su abundancia y la mortandad que luego causa, que en este municipio cunde como en pocos, y ni a quién le interese y ni quien se espante.
TRES
Todos sabemos que algo de indígena tenemos, pero no lo aceptamos, lo negamos, nos burlamos de quien parece indio, lo despreciamos, aunque sea de nuestra prole. ¿Quién quiere reconocer que su abuela era amuzga o mixteca, menos de alguna raza de la que nadie se acuerda? Nadie. Esos mixtecos apestan y son malpechosos. El amuzgo, todavía no es tan bronco y algunas de sus hijas, esas guanquitas, están chulitas y pueden ser buenas para echar tortillas, aunque para bailar no sirvan. Pero son obedientes, como debe ser una buena mujer, y aguantadoras. No como la negra, que es rezongona y malhablada y desobediente. Mala mujer para la casa; buena para otras cosas, buena para la putería y la cama, pues. En cambio, las inditas son calladas y obedecen, y como no están tan negras, pueden mejorar aunque sea el color de la piel o el pelo de los hijos. Claro que nosotros preferimos a las blanquitas: carne güera es más sabrosa, sepa Dios por qué. Porque no hay como las blanquitas para mejorar la raza, para desenredar el pelo, para afilar la nariz, para aclarar la piel, aunque sean presumidas y apretadas. Y más si tienen ojos de color, aunque sean miches. Es más, con eso de que al indio le gusta ser peón o vaquero, bienvenido a nuestros ranchos, a nuestras milpas, y si va a trabajar en ellas como suyas, por dinero, claro, poco importa que los manden sus mujeres. Indios, guancos, inditos, inditos que sudan como peones chaponando en las siembras, atilincando el alambre, reposteando y componiendo portillos, fumigando el líquido mata-plantas-malas, cortando leña, ordeñando, arreando y maneando vacas, cultivando el mango, la papaya, el limón, el coco; o de mozos en las casas y las tiendas, sea en la tortillería, repartiendo las cervezas y las verduras, sea de peones de albañil o de albañiles, o de músicos de viento y tambora y chile frito y todo lo demás; o ellas, las inditas, que ni español pueden hablar bien pero son duchas en echar tortillas, en lavar la ropa y las sábanas, en asear la casa y hacer las compras.
Vienen unos de fuera, gente muy estudiada, y nos dice que somos negros. Sí somos negros, ni modo de negarlo, pero no negros-negros. Es sabido que en Cuba o en Estados Unidos o en África allí sí hay negros, negros-negros, de esos negros de verdad y no como nosotros que sólo estamos medio champurrados por el sol. Cuando uno va al Norte, entonces se da cuenta de que hay negros que de verdad son negros: negros de color negro, flojos, borrachos, bravos. Es más, nosotros no somos negros de verdad, negros en serio; nosotros somos mexicanos, cantamos el himno, le vamos a la selección nacional, hablamos español, tenemos apellidos españoles y comemos como mexicanos: tortilla —y si echada a mano, mejor—, salsa de cajete, carne asada y frijoles pozonques, con su respectivo epazote. Muy mexicanos somos, pues, que hasta pedimos que, por correo o con algún paisano que venga, nos manden la cecina, el queso de prensa, los chiles secos, la iguana tatemada, en fin, todo aquello que come un buen cristiano, porque nosotros somos cristianos y creemos en Dios Nuestro Señor, en Jesucristo Su Hijo y en la Virgen de Guadalupe, la morena, la del mismo color que nosotros. También creemos en el Señor Santiago, lo festejamos, le hacemos su fiestecita cada que podemos, o sea cada año. Es el único santo, la única fiesta que no podemos hacer en El Norte, por eso regresamos cada que podemos, que es cada cinco o seis o siete años, para convivir con los que estamos acá, en Guerrero, en la Costa Chica. Da risa, pero es cierto; muchas veces, cuando nos preguntan el tiempo que no hemos ido a nuestra tierra, respondemos: “Ya tiene tres Santiagos que no voy a mi casa, que no visito mi pueblo, que no veo a mi gente”. Y es que cuando uno está allá, es cuando más quiere estar acá. Pero cuando llegamos acá, no duramos ni unos meses y ya queremos estar allá.
CUATRO
Amamos y reverenciamos a la Virgen, claro está, a la Virgen Morena, la Guadalupana, la Virgen de Guadalupe, la madre de todos los mexicanos: somos mexicanos como Dios manda y sus sacerdotes enseñan: asegún cuenta y miente la historia oficial —que la santa madre iglesia es oficial—. Descendientes más de Cuauhtémoc que de don Hernando, deudos del indio muerto y héroe nacional. En este proceso de mestizaje mexicano, los desaparecidos somos nosotros, los negros, los esclavos, los de la herencia africana. De identidad no se carece, se usurpa la mejor para mejor vivir o hacer como que se vive: no sabemos de Yanga, de Morelos, de Guerrero, etcétera, y sí de doña Marina y del Águila que desciende, y esa es ahora nuestra identidad, la del indio derrotado, incluido el neo-santificado Juan Diego. En este proceso de sustitución de la identidad, la iglesia tenía sus buenas garantías y el trabajo realizado en catequizar funcionó: bailamos en torno a Santiago Apóstol, a San Nicolás de Tolentino, a la Virgen de Guadalupe y otros héroes del santoral católico, bailamos disfrazados de apaches, de indios o españoles, de inditos. No nos representamos a nosotros mismos en este tinglado histórico y cultural; preferimos aparecer como otros con tal de no ser negros: ¿quién no se cansa de ser negro? Paréntesis como abrevadero para la sed de saber y no para el ser sediento de lo que limpie la piel y la aclare: en Ometepec, Azoyuc y San Luis Acatlán, por ejemplo, quienes bailan la danza de Los Apaches suelen colorearse de negro la piel, como indicando que ese es baile de negros. Chistoso, ¿no? Apaches negros… Y ya de regreso en esta tierra de negros, el baile de Los Diablos parece contradecir esa necesidad de colorearse el disfraz; Los Diablos se disfrazan de lo que son: negros paganos que ni a la iglesia van a hipocresiar, ni fingidos vestidos imponerse con tal de ser más mexicanos que los mexicanos originales, o séase que se es, indios, inditos adoradores de Tonantzin. Aunque, en realidad, en realidad, eso de las misas y rezos son cosas de mujeres y de putos.
Tiene la iglesia oficial supremacía y permanencia: en Cuajinicuilapa se asumen como religiosos diversos individuos evangelistas, protestantes, pentecostales, neopentecostales, de la iglesia de Dios vivo, de la Columna y apoyo a la verdad, de la Luz del mundo, adventistas del séptimo día, testigos de Jehová y de otras filias y fobias que no alcanzo a meter en cintura taxonómica; sin embargo, la multitud que festeja a la virgen de Guadalupe es, de tan grande, apabulladora e intimidante de las minorías. Se reconoce que la iglesia ha trabajado en serio por mantener y aumentar la clientela católica en sus ceremonias y rituales y, tal vez, en la enseñanza de la palabra divina y cristiana —que no es lo mismo, pero andan tan cercanas que muchas veces se confunden—. Para ello, el clero se ha valido de monjas y se ha creado una red de mujeres y jóvenes catequizadores, difusores de la palabra de la iglesia. En esta labor de proselitismo se le ha escapado a la iglesia el cimarrón latente en cada negro, quien instaura su palenque en pleno pueblo y no en el monte: el fasto y el derroche de estas fiestas tienen que ver más con la necesidad de hacerse notar, de lucirse, de gozar, de beber, comer y bailar, de presumir, que con cumplir una tradición religiosa. Esa laxitud eclesiástica, que permite el paganismo y lo propicia, se justifica porque se pretende no perder clientes ni almas que bendecir y salvar. ¿Será que el negro es pagano por naturaleza? ¿Será que el paganismo es el status ideal de las almas humanas? ¡Sepa Dios y la Virgen de la Morenidad! El caso es que el negro tira cuetes como para horadar la atmósfera, opacar el cielo y ensordecer a la naturaleza; de paso, para notificar a los demás su alegría y contento y dinerosidad. Hace comida para dar de comer dos veces a todo el que llegue a la fiesta, y se vaya a su casa erutando de lleno y con las manos ocupadas en cargar los tamales, la barbacoa o el mole, sin importar tanta sangre de totoles, gallinas, cuches, borregos, chivos o vacas derramada. Toca y baila con tanta abundancia y arrechura como si celebrara a todas las diosas y los dioses del amor de todos los tiempos, en víspera de la impotencia y la frigidez universales. Arregla sus altares, sus casas y la iglesia y las capillas con tanta flor de olor y hechizas como para recomponer toda la botánica depredada en siete siglos. Ora, reza, enciende velas y veladoras, reproduce las imágenes religiosas, imprime invitaciones, anuncia a todo mundo con motivo de la velación de la virgen, como si fuese el único ser viviente y, además, estuviese condenado a impedir que la tradición mengue. Y tanta cerveza se bebe, y tanta botella se destapa y sirve, que a bacanales se asemejan sus celebraciones católicas. Y todavía algunos sostienen que somos pobres. Y no es asuntos de creencias asumidas sino impuestas por la suave tradición, por las seductoras costumbres paganas que acompañan y enriquecen estos ritos: ¡poco importa disfrazarse de indito e indita o de soldado de Santiago (con machete y a caballo) por unos días, si atrás de todo está el placer como un dios tutelar, con un plato de tamales de cuche en la mano y en la otra una cerveza, mientras la música y los cuetes opacan los rezos!
CINCO
El Tono existe. El Tono es un animal. El Tono es. El Tono sabe que es. Los demás saben que el Tono es. Secreto a voces, vox populi, secreto público. El Tono sabe ser.
Antes de ser bautizado y de asignársele una religión, parientes paternos llevan al recién nacido al monte, a un cruce de caminos, para que algún animal lo acoja, acariciándolo, prohijándolo gemelo suyo para siempre, hasta el fin de su vida, que implicará también —¿simultáneamente?— la muerte del otro, y viceversa. Y ya será devuelto a la casa paterna convertido en otro, en uno que no es como los otros, de la mayoría, sino un elegido, uno marcado por la hermandad con el animal. Y sólo sus hermanos, los también animales-tono, sabrán que él es uno de ellos, hablarán con él de cosas secretas, de faenas ocultas, de diversiones íntimas. Y las voces de los no-tono lo señalarán, a sus espaldas, a su paso, en su ausencia; con admiración, con envidia, con respeto, con miedo.
El tono es un doble animal, aunque, para el saber de los cuijleños, no todos poseen un animal, un doble, un tono, un gemelo preciado. O tal vez no todos sabemos tener tono, asumirlo, asumirse hombre-animal. Es asunto de elegidos, es un prestigio reservado a unos cuantos. Y todos lo saben, todos lo sabemos, cualquiera sabe que existen los tonos, nadie es capaz de negarlo. Cualquiera puede platicar alguna experiencia —casi siempre ajena, en tercera persona— sobre tonos. Cualquiera ha escuchado hablar de los tonos y puede relatar sus historias, con nombre y apellidos, sobre todo la ocurrencia de hechos negativos: que ya hirieron al animal, que ya lo mataron, que ha sido atrapado; que el hombre-animal resultó herido o muerto o se consume de enfermedad desconocida para doctores no hechiceros. Y sus hermanos, los animales-tono harán concilio en el monte, ocultos, para encontrar sanación a las heridas, entierro al cadáver, liberación al cautivo.
La triada de animales salvajes que prohíjan a los hombres, sus gemelos, son el alagarto, el tigre y el toro —no domesticado, mesteño—. Animales grandes, feroces, fuertes. Conviene aclarar que el tigre no es tal sino el jaguar, phantera onca, una de las deidades americanas, de las anteriores a la llegada de europeos y africanos —particularmente de los olmeca, los de las africanas cabezas colosales—. Animal sagrado el jaguar, convertido ahora en el tigre para los cuijleños. Comunidad secreta la de los tonos, y de muchos secretos. Sociedad integrada por hombres y mujeres, animales-humanos, solidarios entre sí, conocedores de fuerzas animales y humanas, naturales y sociales. Ambiguos. Hábiles para relacionarse con los humanos, para destacar entre ellos por sus cualidades, por su fuerza, su destreza, su valentía. Hábiles, también, en su condición de animales-tono, para reinar sobre los su casi semejantes, los animales de monte, los huérfanos de hermanos preciosos, los animales-animales, los irracionales. Pero todos sabemos que nadie es animal-animal, sino figura de animal, como Pablo El Burro, quien es capaz de enterrarse en un trocito de río, de arroyo o de charco y aparecer con una mojarra en cada mano y otra entre los dientes. Pero la identidad no es múltiple, es múltiple uno: Eres animal, tienes sombra, tienes alma, cuerpo y espíritu, por lo menos.
SEIS
“¿Quién más autorizado que el mismo Memín para hablar de estos temas?”, dijo uno de mi pueblo cuando vio el retrato que no traigo en mi cartera sino aparecido en la contraportada de un periódico. “¡Versos! —pensé, al unísono—. ¿Cómo está eso? No me vayan a salir con la chingadera de que yo soy negro. ¡Versos! Pa’ eso tenemos a los de SanNicolás, a los del Pitahaya, los cuales, no bien mirado pero sí pensándolo con despacio, ambas son como de la misma familia. Y eso sin contar a los del Barrio de la Campana, del antiguo Barrio del Gato, del Barrio Abajo, del Barrio de la Banda, del Barrio del Panteón, aquí nomás en Cuaji. Y si salimos a otros pueblos: Montecillos, Tapexla, Santo Domingo, Collantes, Barajillas, Cerro de las Tablas, Huehuetán y Juchitán, Marquelia, Copala, Cruz Grande… ¡Púmbales! Mejor le paro”.
En efecto, me llevaría tres semanas enumerando la negridad en la Costa Chica, sin excluir a nadie, y puede que miente hasta a los de Acapulquito. “¡Dioses! —Clamé en mi soliloquio—. Más negro está Sergio y nadie lo compara con el pinche de Memín”. Ahora que lo que reconsidero, concluyo que él ha de ser negro fino y, por lo mismo, no lo comparan con el pinche que soy yo. O sea: Memín “El Negro” Pingüín. Sólo que yo me leí a todo Memín en aquellos tiempos, y no me consideré negro como él. O pior: ¿Será que esas fueron mis enseñanzas? ¿A la mejor ese pinche chamaquito me educó para ser el deslenguado y desmadroso niño malcriado que ahora soy, con cara de adulto? Porque yo también soy hijo de barranca como Memín, no hijo de matrimonio legítimo. Y si mi Eufrosina madre no es gorda ni usa pañuelo en la cabeza para cubrir su cuculustez, no por ello deja de ser negra, aunque descienda de un padre blanco. Digo “negra” ahora, y me refiero exclusivamente al color de la piel. No es un concepto racial o cultural. Si Memín viviera en carne y hueso, seguro que le apostrofaría afromexicano. Y si fuera de la Costa Chica, sería costeño; y si de Cuaji, cuijleño. Aunque no tendría, cuando menos en nuestras tierras, que andarse afirmando como negro ante nadie. Bueno, yo adonde quiera que voy, siempre soy el mismo, el negro de la costa de Guerrero y de Oaxaca.
El méndigo de Memín es un pícaro, un lépero, un cabroncito. Engendro de ficción y ente colectivo, como ese otro ilustre negro: José Vasconcelos, el afamado negrito poeta; y travieso como hijo del Periquillo Sarniento; primo tal vez del Negrito Sandía y el Negrito Bailarín; pariente del Jicote Aguamielero, del Comal y la Olla; enmaridado con Cucurumbé, la negrita, y enqueridatado con las cri-crianas negras Cleta Dominga y Teté, cuando menos (dejando de lado otros engendros renegridos que parió la imaginación de Gabilondo Soler). Que se deba discutir el contenido de la historieta que Vargas Dulché creó, está bien. Pero es perverso que no se discuta antes, por ejemplo, el contenido de los libros de historia oficiales, donde los negros reales no existen, a pesar de ser tan visibles algunos, como Morelos, Guerrero, Juan Álvarez, Zapata y Cárdenas, forjadores, incluso, de la nacionalidad mexicana (signifique lo que signifique); o indagar que tan cierto es el comentario de Juan de Dios Peza sobre el tixtleco Ignacio Manuel Altamirano, por citar a un héroe estatal indiscutible, de quien expresa que proviene de una familia “sumamente pobre y oscura”. Rehacer, por ejemplo, el libro de historia y geografía del estado de Guerrero, donde se sigue hablando, discriminatoriamente, del encuentro de dos culturas, como si la aportación cultural, histórica y económica de los africanos y sus descendientes al país fuese cosa pequeña. ¿Por qué no decir abiertamente, por ejemplo, que a Vicente Guerrero lo derrocaron de la presidencia por ser negro?
Que Memín sea trompudo, chaparro, pelón, y demás, no le impide comportarse como un personaje, como una persona. Finalmente, y esa es la visión de la autora, es un ser humano, contradictorio, amoroso, amistoso, travieso, solidario, flojo, mentiroso… un niño más o menos normal, pues. Y podemos estar de acuerdo o no con ello o con la ideología de la autora, pero el afecto que se le tiene a Memín no desaparece porque estén pintados él y su gorda madre con la aviesa finalidad de resaltarlos. Ahora que se han asentado los polvos discursivos por la emisión de la estampilla de Memín, recupero estas ideas para reflexionar, tal vez, más cómodamente porque las pasiones suscitadas se han enfriado. En realidad, con todos quienes pude hablar sobre el sí o el no de la ofensa racial que implicaba o podría implicar la tal estampilla (que ni siquiera conozco en objeto porque por estos rumbos negrunos no la surtieron), nunca escuché a alguno manifestarse en desacuerdo o darle demasiada importancia al asunto meminesco. A la mayoría de ellos les cae en gracia, les divierte el monito; algunos, incluso, se identifican con él, o sea conmigo, porque, como dijo uno, me parezco a Memín, y hasta lo que digo les cae en gracia o les gusta. Y ahora sí no me ofendí al ser comparado con un negro, y no tanto por la fama del negrito ese sino porque si eso soy, eso soy, pues, con todo y que la picardía no se me da bien.
SIETE
Hay muchos modos de mirar y pensar un mismo asunto. Una mañana, un joven y un viejo iban a caballo a su encierro, por la orilla de la carretera. Pasó alguien en una motocicleta y el joven se impresionó:
—Ese sí que va recio. Si tuviéramos una igual, ya desde hace un rato hubiéramos llegado al encierro.
—Sí, va recio el hombre —le respondieron—, pero él no iguanea.
Y digo adiós con versos de ese calado: Cusucos de la cusuquera,/ iguanas del iguanal,/ no son tantas las que garro/ como las que se me van.
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