1 de noviembre de 2020
Xochistlahuaca
A los espíritus de muerto de Xochistlahuaca los acompañan los sones de violín y jarana en su regreso a la dimensión donde viven sus parientes, en estos días de ritos, ceremonias, flores, comida, cuetes, rezos y bebidas.
Pero no todas las personas del municipio de Xochistlahuaca acuden a ese ritual; muchas de ellas ni siquiera lo conocen, sobre todo los más jóvenes y quienes viven en la zona urbanizada (precariamente), como el centro de la cabecera municipal, Cozoyoapan y Guadalupe Victoria, localidades de orografía sinuosa.
Desde hace un año, un grupo de músicos viejos y jóvenes y niños ha estado actuando para devolverle trascendencia social en el municipio a los sones de violín y jarana, los cuales acompañaban regularmente a los difuntos y a sus deudos, tanto en los velorios, como en el trayecto de los cortejos de enterramientos.
Era la contribución de los músicos a su comunidad —comenta César López Catsuu, en entrevista con Trinchera (la que se realiza en su casa). Y ahora pretenden que su trascendencia se restituya.
En los sones, la esencia del ser amuzgo
En los últimos diez años, algunos jóvenes letrados de Xochis se habían dado cuenta de este fenómeno, de la disminución de la relevancia social de estas músicas, mengua atribuida a la urbanización y mestización, tanto de quienes pretenden dejar de ser indígenas —por la discriminación y el racismo al que se ven sometidos—, como de otros que prefieren otras músicas, las comerciales, que han proliferado a partir de la difusión masiva de las redes sociales y la propia red de internet, para parecer cosmopolitas.
Fenómeno éste que se ha dado en llamar pase de casta en la academia mexicana cuando trata asuntos de racismo y clasismo, de discriminación: no quieren ser como sus semejantes, sino como los de arriba de la pirámide social, a quienes imitan.
En general, las músicas propias comenzó a considerarse atrasadas, aburridas, sin interés; de gente pobre, de viejos, no apta para quienes comenzaron a mestizarse, para quienes optaron por utilizar el español y dejar de hablar la lengua cotidianamente —en el municipio se hablan el amuzgo y el nahua, siendo preponderante el primero.
En ese periodo, estos jóvenes ilustrados, conscientes de que en el habla y en esas músicas propias se encuentra la esencia del pasado y, por tanto, la esencia de lo que son, como individuos y como comunidad, intentaron “rescatarlas”, pero no pudieron revertir el proceso negativo. Uno de esos intentos se hizo desde el grupo que encabezaba el proyecto radiofónico La palabra del agua, el cual incluyó la realización de festivales de los sones de violín (a la jarana no se le incluía en la denominación, por considerarla un instrumento secundario en las músicas de velorios y de cortejos fúnebres, y hasta en las propias celebraciones alegres, como los fandangos).
También, cincuenta años hará, la música del arpa se armonizaba con la del violín y la de la jarana para formar el séquito con que se ejecutaban los sones de acompañamiento de muertos; si a este grupo de tres se añadía el cajón, se pasa a la alegría del fandango, pero ahora, en 2020, sólo las cuerdas del violín y las de la jarana suenan acompasadas para aderezar la tristeza de los deudos. Hay, incluso, sones llamados de arpa, pero se tocan ahora con violín, y muchos de ellos se han ido con los músicos que fallecen, han dejado de formar parte de la memoria colectiva y de la historia de los amuzgos de Xochistlahuaca.
De la idea al proyecto: sinuoso viaje, y burocrático
En 2019, con la llegada del partido Morena al gobierno municipal, el pintor César López fue designado como director de Cultura; él y su hermano Irving, compositor y cantante, también compartieron la preocupación de ver cómo las músicas tradicionales de muertos en su municipio iban menguando, porque morían los músicos viejos y no eran reemplazados, porque los sones se tocaban cada vez menos en los velorios y enterramientos, y decidieron actuar, sobre todo el primero, quien vive en Xochistlahuaca.
Coincidió —cuenta César— que apareció una convocatoria del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas para obtener recursos y concretar proyectos como el que tenía en mente.
Y buscó a los músicos para convencerlos de entrar al proyecto, con el argumento de que volver a tocar esas músicas era importante para la vida comunitaria, que era una manera de aportar a la vida de la comunidad, y los convenció.
Después acudió a las localidades cercanas a la cabecera municipal para hablar con las gentes, en reuniones, e invitarlas a sumarse al proyecto y a comprometerse para enviar a niños y jóvenes a las clases de música tradicional de violín y jarana para acompañar a los muertos y sus deudos.
Esa labor le permitió sumar a los músicos Santiago Flores de los Santos, Ernesto Mateo Guadalupe, Diego García López y José Sixto Jiménez López como los representantes del grupo, para los asuntos formales y legales; sus edades fluctúan entre los 80 y 60 años.
Así, enlistaron a unos sesenta muchachos y muchachas para aprender a tocar.
En Cumbre de San José se inscribieron doce muchachos, quedando como maestro el mencionado Flores de los Santos. En Arroyo Blanquillo, cuatro hombres; maestro: Tadeo Gómez Otilia. En mero Xochistlahuaca, ocho mujeres y siete varones, con Ernesto Mateo como profesor.
Y él, César Catsuu López, como coordinador y responsable del proyecto de actualización de estas músicas; en consecuencia, presentaron ante el INPI una solicitud de recursos para comprar veinticinco violines y veinticinco jaranas para enseñar a los aprendices a tocar los sones.
Incluso, el propio César se inscribió a los talleres para aprender violín, como una manera de estimular a los muchachos para que participaran y no abandonaran las clases.
En este intento, a este grupo se les atravesó ese elefante reumático al que tanto alude el presidente de la República, la burocracia; en este caso, la burocracia indígena local, estuvo condensada en un funcionario del INPI que atiende a sus hermanos en Ometepec.
Reunieron la documentación requerida —narra César—, obtuvieron el aval de Daniel Sánchez Néstor, el presidente municipal, y acudieron (un par de ellos) a entregarla. Entregada, les aseguró el funcionario hermano indígena que todo estaba bien, que solamente quedaba esperar el veredicto de las autoridades federales para saber si había sido aceptado y apoyado el proyecto.
Y un par de días, tal vez en menos tiempo, el hermano funcionario les habló para decirles que faltaba el documento X; y lo llevaron, y lo recibió y revisó, y aseguró nuevamente que todo estaba bien, en orden.
En unos cuantos días más, el hermano indígena volvió a llamarlos para cuestionar por qué no respondieron la pregunta Y, siendo que, en la entrevista que tuvieron con él, dijo que ya estaban contestadas todas las preguntas requeridas; regresaron, contestaron la faltante, y volvió a asegurarles que todo estaba bien, que no se preocuparan.
—Mano, yo casi me desespero y boto todo, porque volvió a hablarnos, que ahora no sé qué —recuerda Catssu—, pero don Ernesto me dijo que no importaba las trabas que nos pusieran, que no nos íbamos a dar por vencidos, y volvimos, y cumplimos cada pedimento que nos hizo. Hasta parecía capricho. Al fin, terminamos y la documentación se envió a Ciudad de México.
Vencieron al elefante reumático.
Salieron beneficiados: el gobierno federal iba a darles dinero para los instrumentos. Siguieron otros obstáculos, como ir a la ciudad por el dinero, por los instrumentos, etcétera; sin embargo, el Ayuntamiento los apoyó con recursos para transportarse, etcétera, lo que los ayudó a no desistir.
Una vez con el dinero en mano, fueron a una tienda de música de Ometepec a encargarlos; y cuando estos llegaron, don Ernesto se entretuvo en revisar cada cuerda, cada traste, cada clavija, cada detalle de los cincuenta instrumentos de madera y cuerdas (y algo de metal), hasta quedar conforme, después de varias horas de estar pulseándolos.
Hasta que quedó contento.
La apuesta a la permanencia, y a la abundancia
César Catsuu piensa que el trabajo realizado desde hace un año para devolver relevancia social a estas músicas es el inicio de un proceso mayor y a largo plazo; el hecho de que las autoridades locales (incluido él mismo) hayan apoyado de manera importante el proyecto, éste no debe terminar cuando concluya la administración del morenista Daniel Sánchez.
Este muchacho —abunda— está ocupado todo el día, trabajando y estudiando, pero se da tiempo para acudir un rato al taller y aprender algo; le dejan algún son para practicar, y él lo hace en el tiempo que puede, y cuando regresa se ve luego un avance en su manera de tocar, saca la pieza que le dejaron para aprenderse. Eso da gusto, mano.
En las localidades Arroyo Blanquillo y Cumbre San José los aprendices acuden a la casa del maestro, quien los atiende en sus tiempos sin trabajo, quien utiliza sus ratos desocupados en poner su sapiencia y su paciencia para enseñarlos: es su contribución a la comunidad.
En Xochis, el taller inició a funcionar en la oficina de la dirección de Cultura, un espacio pequeño, con escasa ventilación y, por lo mismo, acalorado.
—Los muchachos están motivados y emocionados por aprender —relata Catsuu—, sobre todo los de Xochis, porque el maestro los motiva, los alienta, les dice que podrán superarlo, y ellos responden y se aplican. Da gusto estar al frente de este proyecto, porque, además, va a continuar, vamos a seguir con él después que dejemos el cargo, de que esta administración concluya, porque este proyecto debe trascender este gobierno.
Los muchachos todavía no tocan en público, pero ya se está pensando en hacer una demostración de lo que han aprendido hasta ahora.
Desde mediados de septiembre, después de que el Ayuntamiento rehabilitó un viejo auditorio ubicado en el centro de la población, por sugerencia y petición de César, allí se ha trasladado el taller de sones de violín y jarana para trabajar con más comodidad y menos calor.
El alcalde de Xochistlahuaca está contento: —No hay en toda la Costa Chica un director de Cultura como el que nosotros tenemos, no me cabe duda —presume.
Como parte de este proyecto, César e Irving y otros amigos suyos han estado grabando sones y otras músicas del longevo y festivo maestro Ernesto Mateo (tiene 79 años), quien ha compuesto muchos, cientos, tal vez más de mil sones, algunos de los cuales ni siquiera tienen nombre, pero que siguen en su cabeza, en sus dedos, en sus manos, en su corazón, y ahora unos ciento cincuenta ya están soportados, ya están grabados, y forman parte del acervo de esa comunidad amuzga.
El sábado pasado, los espíritus de muerto de los niños estuvieron acompañados en su camino a la casa agraria, ceremonia que se hizo a las 12 h. del día; el domingo, los músicos volvieron a acompañarlos en su regreso al panteón, y se devolvieron con los muertos grandes, los adultos, quienes también serán acompañados en su reingreso el mediodía del lunes.
La apuesta de César y sus compañeros es que esta tradición recupere su trascendencia y que perdure por mucho tiempo, no sólo en la memoria, sino en la vida comunitaria de Xochistlahuaca.
[Eduardo Añorve · Semanario Trinchera no. 1030]
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