(Para leerse con música)
Como no tengo nada que
regalarte
quiero que escuches mis
humildes palabras.
Bertín
Gómez
Al escuchar música doy un
sentido a otro que no soy yo.
La diferencia individual
vivida en la comunidad.
Luc
Delannoy
Los valores de una copla
Por las blancas doy un
peso,/ por las negras un tostón,/ por las indias no doy nada… canta una copla nuestra. Desde hace cientos de
años, tal vez quinientos, una cosmovisión europea vino a dar valor a las
personas en función del color de su piel y, aparentemente, de su raza. En la
parte alta se colocaron ellos, los blancos; en medio, a los de color quebrado o
negro u oscuro; al final, abajo, a los indígenas o indios. A principios del
siglo XXI, esa cosmovisión vive entre nosotros, la reproducimos, reproducimos
esta visión discriminatoria, la vivimos.
Búsqueda
de lo negro o africano
Durante los últimos
treinta años, en la Costa Chica de Guerrero y de Oaxaca –que inicia en Acapulco
y termina en Huatulco– ha devenido un movimiento por reconocer y recuperar la
historia y las culturas de origen africano. Estudiosos e individuos legos,
frasteros y locales, curiosos todos, en pos de “lo negro” o “lo africano”,
seguramente motivados por los estudios de Gonzalo Aguirre Beltrán (La población negra de México, 1946, y Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo
negro,1958) y también, más cercanamente, en publicaciones como un artículo
aparecido en el número 44 de la revista México Desconocido –julio de 1980, La
escondida “miniÁfrica” mexicana–. Dos perspectivas que teñirán los conceptos de
la identidad local: la auto percepción desde lo cotidiano y el reconocimiento
desde la historia y la etnografía, desde fuera.
Lo
negro, lo indígena, lo mestizo, lo afromestizo,
lo
afromexicano…
Seguramente la mejor
elaboración del concepto de lo negro para los costeños es una atribuida al
magnífico Álvaro Carrillo: Soy el
negro de Costa/ de Guerrero y de Oaxaca;/ no me enseñen a matar/ porque sé cómo
se mata/ y en el agua sé lazar/ sin que se moje la reata. Eso, en el año de 1954, antes del actual boom
de lo negro-africano. Aunque desde mucho antes, el Estado mexicano [cuya forma
más perceptible es la educación] nos inculcó con insidia y malignidad que los
costeños somos mestizos, cual la mayoría de los mexicanos, nacionalistas a cual
más. Todo parece estar bien, excepto cuando eres el excluido y te discriminan;
excepto que el concepto de “mestizo” aducido, enseñado y aprendido tiene una
deficiencia: incluye sólo a españoles e indígenas y deja en lo oscuro a los
negros, a los venidos de África. “¿Por qué nosotros no aparecemos en ese
libro?”, criticaría, un tanto acongojado, Rey David, creador de un grupo de
música que se nombra Yanga –nombre de un caudillo africano que consiguió tierra
y libertad para él y sus cimarrones, en la zona del Cofre de Perote, a
principios del siglo XVII–. “Mestizo”, pues, es discriminatorio por excluir
esta vena o rama de origen africano.
Pareciera, por otro lado, pluriculturales como somos, que decir
“indígena” en la Costa Chica es asunto sencillo; sin embargo, dando una ojeada
rapidísima hacia el comienzo de esta interculturalidad de americanos, africanos
y europeos (anoto, en función de su cantidad) sabremos que 1522 es el año de
choque entre estos tres grandes grupos (blancos, negros e indígenas, anoto, en
función de su importancia económica, militar, etc.), integrados por
castellanos, yorubas y bantús, y por mixtecas, zapotecas, chatinas, nahuas,
quahuitecas, amuzgas, huehuetecas, ayacastlas, tlapanecas, yopes o yopis o
yopimes, acatecas, cintecas y tuztecas. Como se ve, los “indígenas” no solamente
eran muchos en número, sino también eran diversos (desde los señoríos yopimes
de Acapulco, hasta el mixteco de Tututepec; desde el palenque de La Sabana
hasta el de Coyula: casi 500 kilómetros de longitud). De todas esas raíces
venimos, más o menos. Y eso si no olvido a algunas, o las desconozco por
ignorancia. No todos estos grupos sobrevivieron los siglos de genocidio y explotación europea, claro. Algunos
investigadores hablan de que, en apenas cincuenta años, sólo pervivió el uno
por ciento de la población indígena originaria.
En los años 80, los estudiosos del tema de la presencia africana
en estas tierras recurrieron al concepto “afromestizos”, dando por sentado que
somos un país de mestizos y poniendo énfasis en la que llamaron “la tercera raíz”,
la africana. Todo bien, excepto que esa misma denominación puede utilizarse en
peruanos, hondureños, ecuatorianos, colombianos y demás gentilicios, donde
co-existieron, confrontadas por interconectadas, estas culturalidades. De ese
modo, los académicos daban continuidad a la visión discriminatoria del Estado
mexicano, pues el término “mestizo” elude la ubicación geográfica y, por ende,
la política, tendiendo hacia una aparente conciliación, ficticia, que se le
atribuye. Ahí está Vasconcelos, tutelado por el espíritu que hablará por
“nuestra” raza, la cósmica. Y los modernos “encuentros de dos culturas”. En los
90 se retomaron otros dos conceptos, con una carga política más precisa:
“negro” y “afromexicano”; el uno, espectacular, sobre todo para los estadunidenses,
que mucho lo promovieron y promueven; el segundo, local, discreto, sin mucha
trascendencia. El primero también es discriminatorio, niega nuestra
pluriculturalidad y nuestra interculturalidad. El segundo, es más justo, aunque
artificioso porque no ha penetrado la visión del común pópulo, a quien pretende
reivindicar. Esta búsqueda de lo negro-africano ha dejado de lado un hecho: el
gran mestizaje o mezcla en la zona ocurrió entre indígenas y africanos y sus
descendientes. Por ello, conviene también comenzar a hablar de lo afroindio,
porque ninguno de los tres grupos originarios de esta cultura costeña
permaneció puro. Aparte, es un acto de justicia. A partir de este impactante
choque, hablemos, pues, de los afroindios de la Costa Chica.
Cultura
de exhibición contra cultura viva
Hay elementos culturales
que pueden observarse cotidianamente en la Costa Chica, elementos que se
comparten, independientemente de la lengua de cada pueblo, grupo o individuo y
de los hábitos culturales particulares, que muchas veces son préstamos entre
los pueblos, de los cuales no tenemos certeza de su origen. Ejemplifico: el
telar de cintura es una tecnología indígena prehispánica y preafricana; sin
embargo, en una zona algodonera como la nuestra, quienes también la practicaron
profusamente, y la enriquecieron, fueron los descendientes de los esclavos
negros africanos -muchos de ellos, vaqueros-; hace cuarenta años, en
poblaciones a las que se les pretende capitales de la negritud como
Cuajinicuilapa o San Nicolás, los hombres vestían los cotones y los calzones de
manta -signos distintivos de los actuales “indios”- manufacturados por sus
oscuras mujeres.
En fin, en esta búsqueda hemos llegado a fundamentalismos absurdos
como la certeza del origen negro o africano de palabras, cosmovisión,
creencias, conocimientos de magia y medicina, fábulas, formas de comunicación
orales, ritmos, bailes y danzas, comida, etc. Difícil, dificilísimo, muy, muy
difícil. Es posible, tal vez, identificar zonas donde se puede vislumbrar el origen,
pero el asunto sigue siendo complicado. Como resultante de esta búsqueda se ha
puesto demasiado énfasis en formas culturales como el baile de los diablos y
los vaqueros o el toro de petate, la chilena, la artesa, los versos, el
corrido, etc. Craso error, grueso, gordo y espeso error cometimos, cometemos.
Reduccionismo, pues. Limitación. La Costa Chica es mucho más. Se ha creado, con
esa inercia, una “cultura” negra, afromestiza o afromexicana de exhibición,
para probar a propios y extraños un supuesto origen o pasado o pertenencia. En
ese viaje se ha olvidado que ése es sólo un estrato limitado de nuestra
cultura, que la cultura de la Costa Chica no se agota allí. Y que lo que
unifica a tantos individuos es la cultura viva. Es un estrato más rico, más diverso,
más incluyente. Por ahora, sólo me referiré a un aspecto, la música costeña, y
de ella, a la cumbia y al bolero.
La
cumbia y el bolero unifican a los costeños
e
invaden el Altiplano [o Altépetl]
Aunque para algunos cumbia es voz africana que significa fiesta, jolgorio o fandango, hay
quien afirma que era el nombre de la música que mulatos y mulatas bailaban
entre sí o que aquellos enseñaban a las indias a bailar, ombligo contra ombligo
[como la recién moderna lambada, del norte de Brasil, otra zona de negros],
“cargándola montada”, a mediados del siglo XVII y a lo largo del XVIII en la
zona del actual estado de Veracruz, baile por el cual eran perseguidos y
castigados, hecho que los obligaba a internarse en el monte y realizar,
escondidos de la moral religiosa española, sus fandangos que, además,
aderezaban con tabaco y aguardiente.
[Leerse con Cangrejito playero] A principios de los años setenta
del siglo pasado, un grupo de indígenas chaparros y gorditos armó una
revolución que inició en Acapulco, se diseminó por la Costa, incendió todo el
país y se desparramó por el continente. En principio, ellos fueron productores
de sus propios discos, es decir, hicieron una mala grabación de algunas de sus
canciones, llevaron las pistas al DF para que les maquilaran un disco LP, cuyos
acetatos vendían durante los bailes que amenizaban, hasta que una de las
compañías disqueras grandes se los apropió y los contrató “en exclusiva”
(ganaron dinero de verdad: en esos tiempos, los mejor pagados en el ámbito
cobraban hasta 25 mil pesos por presentación, en tanto ellos llegaron a cobrar
hasta 100 mil pesos). Y dejaron de ser independientes, a costa de la fama y el
dinero. “Eran descuadrados, desentonados, desafinados y cada quien terminaba
como Dios le daba a entender”, escribió un crítico del Altiplano Central sobre
el famoso Acapulco Tropical, los famosos Monstruos del Trópico, entre quienes se cuentan Walter Torres, Lauro Navarrete, Elder
Torres y Margarito García. A pesar de ello, el Acapulco Tropical llevó la
cumbia a ser escuchada por millones de oídos y a mover infinidad de culos con
sus sosas cumbias. Y también los llevó a ser imitados. Eran algo insólito: un
ritmo diferente y nuevo, o eso pareció.
En las antípodas de la epopeya del Acapulco Tropical se puede situar
a La Luz Roja de San Marcos, en el terreno musical, claro está. [Entra Charanga
costeña, en versión de este grupo, con Aniceto al acordeón, un poco más lenta
que en la suya propia]: A mediados de los setenta, Aniceto Molina se integró,
con todo y sus dos acordeones, a La Luz Roja, y ambos llegaron a una de las
cimas más altas y prolongadas de la cumbia costeña, creando un estilo que
llamaron colombia-mexicano. Vendieron y siguen vendiendo discos, tanto cantando
cumbias como boleros costeños, de composiciones propias y ajenas, ahora CD o
DVD, haciendo bailar a indios, negros y blancos, es decir, a todo mundo, aquí y
allá. Incluso, conjuntos mixtecos y amuzgos, por ejemplo, cantan en sus propias
lenguas estas canciones, estas cumbias, dándoles toques particulares, pero
siempre imitando esta línea. Curiosamente, en este grupo se dan la mano
nuevamente Sudamérica y La Costa Chica, como en la época de auge y poderío de
la Nueva España, cuando se crea la chilena, emparentada con la zamacueca. En
Charanga costeña, amén del ritmo y otros aspectos musicales, encontramos
palabras específicas, muy dichas y escuchadas por nosotros: fandango, costa,
charanga, pachanga, charangueando, ganga, que aluden a nuestra vida cotidiana,
a pesar del localismo “mula” por “muleta”.
[Es momento de puchar El poquilín] En Huajintepec, en 1973,
Higinio Peláez agrupó a varios músicos excelentes con el nombre de Los
Multisónicos de la Costa. Durante mucho tiempo, el disco que ellos grabaron
(nombrado significativamente Fandango Costeño, 1975) fue el único en el cual
aparecían chilenas. Allí se incluyen algunas joyas de nuestra música, como El
santo seco, La mosca coqueta, El palomo, Bonito Huajintepec, El alingo-lingo y
El son, además de El poquilín, obviamente. Riqueza de metales, saxos y trompetas.
Una tarola incisiva, precisa y redoblante, con su respectivo cencerro. El bajo
moviéndose, discreto, al fondo. ¿Y la guitarra? Un güiro confuso, pero notorio.
Una cadencia pausada, indiana, muy incitante a mover la patita y todo el cuerpo
frente a alguna morena o negra o india o guanca o güera o blanquita o lo que
fuere. A más de treinta años, esta composición de Juan Morales, El poquilín,
sigue dando candela a las fiestas, a veces en su estado de pureza original, a
veces oídopulado por un sonidero local o hiphopeado por algún rapero: en
cualquiera de estas formas, El poquilín es, sigue siendo, será. Borra las
diferencias, y sólo importa moverse, dejarse llevar por esas delicadas
cadencias. Música de fusión, la de los primeros Multisónicos, como la de Los
Magallones, los del Conjunto Magallón, los del estilo huehueteco, Los más gallones de la Costa Chica, quienes recuperaron piezas viejas y las
rehicieron, nos las devolvieron otras para hacerlas nuestras, como El Cuararé o
Tortuga del arenal.
En esta universalización de lo local, en ese proceso de
globalización desde la periferia hacia el centro, José Barette y su Grupo
Miramar tienen su nicho apartado, en uno de los lugares más altos del tapanco
costeño [A estas alturas, el órgano y la batería, y la sutil guitarra, ya nos
introdujeron a la nostalgia de Una lágrima y un recuerdo]: La pretensión de
este grupo de parecerse a los grupos musicales del centro y el norte,
modernizados con aparatos eléctricos y sonidos suaves, propios de la llamada
balada, no los hace desprenderse de ese modo de cantar, de ese lloriqueo en la
voz para mejor convencerse, por verdadera actuación, del dolor propio y
convencer al escucha de la veracidad de ese dolor, cantado en esta vez a una
“bella y falsía mujer”, a la que se le alaba y denosta, para conquistarla por
reconvenimiento o regaño. El bolero costeño, otro modo de respirar del paisano,
hermano sufriente de la cumbia, a pesar de los adornos propios de esa época y
delatados en la pretensión de un órgano tenue y arrastrante o en el golpeteo de
una batería de muchos tambores, de lágrimas y recuerdos (¿A poco nomás somos de
uno?). El bolero costeño, desde el mar, desde Oaxaca, conquistando la Costa, el
país, la América. Y como sello distintivo, el localismo que se le suelta al
cantante: mamita. Era 1978.
Estoy sufriendo por ti, es el título [y se sospecha que ya la
estamos escuchando]. Emiliano Gallardo, el compositor. Los Cumbieros del Sur,
el conjunto. Aunque tuvieron muchos éxitos y difusión en los setenta, no sólo
en nuestra región sino en el país y el continente, esta canción es una de las
más logradas del bolero costeño. Fue compuesta y grabada en 2003, hace tres
años, y es una de las canciones más escuchadas en la Costa Chica. En ella se
condensa un trozo de poesía, emparentada con la copla tradicional, con la copla
antigua que todavía perdura y nos muestra su belleza y sabiduría: Si algún día llego a morir/ y muerto quieras
mirarme,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes/ si en vida me despreciaste.// Si amor tú
me vas a dar,/ dámelo ahora que estoy vivo,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes?/ Ni
me llores, te lo pido. Belleza y poesía, por la
hondura del sentimiento expresado, por la certeza de la enseñanza vital, con la
concisión de los versos, y la voz del hombre que no llora pero que parece
llorar.
Al final, “desde Cuajinicuilapa, Guerrero”, como dice Esteba
Bernal en la introducción, Me voy pa Carolina. ¡Súbele el volumen! De nuevo, en
este nuevo siglo, en un pueblito de nombre San Nicolás, un hombre, el del
acordeón arrecho, como le gusta llamarse y ser llamado, compone una cumbia y
continúa la revolución que involucra a unos y otros, a propios y extraños. Es
la culminación de un proceso, sospecho, que pudo incluso revivir a seis
conjuntos musicales con el mismo nombre: Mar Azul. No bastó un solo conjunto
para tanta gente, la de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca y la de la Costa
Chica de las Carolinas, de Illinois, de Atlanta, de California, de Estados
Unidos, del Norte. Más allá de las enseñanzas, de la anécdota, de los tantos saludos,
de los tantos Mar Azul, la cumbia (de la mano del bolero) sigue moviendo los
cuerpos, los espíritus, las sombras, los tonos de los costeños, dando
continuidad e uniformidad a un movimiento que rebasa a los individuos y sus
nombres, a sus colores o tipos de nariz y pelo, de sus lenguas, de sus edades y
sexos.
Estamos ante una cultura viva que no solamente ha sido dominada y
ha resistido, sino que ha tenido momentos de avasallamiento sobre otras, las
dominantes. ¿A poco ninguno aquí ha bailado esta música?
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