jueves, 8 de mayo de 2014

La cumbia y el bolero, continuum cultural de los afroindios de la Costa Chica



(Para leerse con música)



Como no tengo nada que regalarte

quiero que escuches mis humildes palabras.

Bertín Gómez



Al escuchar música doy un sentido a otro que no soy yo.

La diferencia individual vivida en la comunidad.

Luc Delannoy



Los valores de una copla


Por las blancas doy un peso,/ por las negras un tostón,/ por las indias no doy nada… canta una copla nuestra. Desde hace cientos de años, tal vez quinientos, una cosmovisión europea vino a dar valor a las personas en función del color de su piel y, aparentemente, de su raza. En la parte alta se colocaron ellos, los blancos; en medio, a los de color quebrado o negro u oscuro; al final, abajo, a los indígenas o indios. A principios del siglo XXI, esa cosmovisión vive entre nosotros, la reproducimos, reproducimos esta visión discriminatoria, la vivimos.




Búsqueda de lo negro o africano

Durante los últimos treinta años, en la Costa Chica de Guerrero y de Oaxaca –que inicia en Acapulco y termina en Huatulco– ha devenido un movimiento por reconocer y recuperar la historia y las culturas de origen africano. Estudiosos e individuos legos, frasteros y locales, curiosos todos, en pos de “lo negro” o “lo africano”, seguramente motivados por los estudios de Gonzalo Aguirre Beltrán (La población negra de México, 1946, y Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo negro,1958) y también, más cercanamente, en publicaciones como un artículo aparecido en el número 44 de la revista México Desconocido –julio de 1980, La escondida “miniÁfrica” mexicana–. Dos perspectivas que teñirán los conceptos de la identidad local: la auto percepción desde lo cotidiano y el reconocimiento desde la historia y la etnografía, desde fuera.





Lo negro, lo indígena, lo mestizo, lo afromestizo,

lo afromexicano…

Seguramente la mejor elaboración del concepto de lo negro para los costeños es una atribuida al magnífico Álvaro Carrillo: Soy el negro de Costa/ de Guerrero y de Oaxaca;/ no me enseñen a matar/ porque sé cómo se mata/ y en el agua sé lazar/ sin que se moje la reata. Eso, en el año de 1954, antes del actual boom de lo negro-africano. Aunque desde mucho antes, el Estado mexicano [cuya forma más perceptible es la educación] nos inculcó con insidia y malignidad que los costeños somos mestizos, cual la mayoría de los mexicanos, nacionalistas a cual más. Todo parece estar bien, excepto cuando eres el excluido y te discriminan; excepto que el concepto de “mestizo” aducido, enseñado y aprendido tiene una deficiencia: incluye sólo a españoles e indígenas y deja en lo oscuro a los negros, a los venidos de África. “¿Por qué nosotros no aparecemos en ese libro?”, criticaría, un tanto acongojado, Rey David, creador de un grupo de música que se nombra Yanga –nombre de un caudillo africano que consiguió tierra y libertad para él y sus cimarrones, en la zona del Cofre de Perote, a principios del siglo XVII–. “Mestizo”, pues, es discriminatorio por excluir esta vena o rama de origen africano.

Pareciera, por otro lado, pluriculturales como somos, que decir “indígena” en la Costa Chica es asunto sencillo; sin embargo, dando una ojeada rapidísima hacia el comienzo de esta interculturalidad de americanos, africanos y europeos (anoto, en función de su cantidad) sabremos que 1522 es el año de choque entre estos tres grandes grupos (blancos, negros e indígenas, anoto, en función de su importancia económica, militar, etc.), integrados por castellanos, yorubas y bantús, y por mixtecas, zapotecas, chatinas, nahuas, quahuitecas, amuzgas, huehuetecas, ayacastlas, tlapanecas, yopes o yopis o yopimes, acatecas, cintecas y tuztecas. Como se ve, los “indígenas” no solamente eran muchos en número, sino también eran diversos (desde los señoríos yopimes de Acapulco, hasta el mixteco de Tututepec; desde el palenque de La Sabana hasta el de Coyula: casi 500 kilómetros de longitud). De todas esas raíces venimos, más o menos. Y eso si no olvido a algunas, o las desconozco por ignorancia. No todos estos grupos sobrevivieron los siglos de genocidio y  explotación europea, claro. Algunos investigadores hablan de que, en apenas cincuenta años, sólo pervivió el uno por ciento de la población indígena originaria.

En los años 80, los estudiosos del tema de la presencia africana en estas tierras recurrieron al concepto “afromestizos”, dando por sentado que somos un país de mestizos y poniendo énfasis en la que llamaron “la tercera raíz”, la africana. Todo bien, excepto que esa misma denominación puede utilizarse en peruanos, hondureños, ecuatorianos, colombianos y demás gentilicios, donde co-existieron, confrontadas por interconectadas, estas culturalidades. De ese modo, los académicos daban continuidad a la visión discriminatoria del Estado mexicano, pues el término “mestizo” elude la ubicación geográfica y, por ende, la política, tendiendo hacia una aparente conciliación, ficticia, que se le atribuye. Ahí está Vasconcelos, tutelado por el espíritu que hablará por “nuestra” raza, la cósmica. Y los modernos “encuentros de dos culturas”. En los 90 se retomaron otros dos conceptos, con una carga política más precisa: “negro” y “afromexicano”; el uno, espectacular, sobre todo para los estadunidenses, que mucho lo promovieron y promueven; el segundo, local, discreto, sin mucha trascendencia. El primero también es discriminatorio, niega nuestra pluriculturalidad y nuestra interculturalidad. El segundo, es más justo, aunque artificioso porque no ha penetrado la visión del común pópulo, a quien pretende reivindicar. Esta búsqueda de lo negro-africano ha dejado de lado un hecho: el gran mestizaje o mezcla en la zona ocurrió entre indígenas y africanos y sus descendientes. Por ello, conviene también comenzar a hablar de lo afroindio, porque ninguno de los tres grupos originarios de esta cultura costeña permaneció puro. Aparte, es un acto de justicia. A partir de este impactante choque, hablemos, pues, de los afroindios de la Costa Chica.





Cultura de exhibición contra cultura viva

 Hay elementos culturales que pueden observarse cotidianamente en la Costa Chica, elementos que se comparten, independientemente de la lengua de cada pueblo, grupo o individuo y de los hábitos culturales particulares, que muchas veces son préstamos entre los pueblos, de los cuales no tenemos certeza de su origen. Ejemplifico: el telar de cintura es una tecnología indígena prehispánica y preafricana; sin embargo, en una zona algodonera como la nuestra, quienes también la practicaron profusamente, y la enriquecieron, fueron los descendientes de los esclavos negros africanos -muchos de ellos, vaqueros-; hace cuarenta años, en poblaciones a las que se les pretende capitales de la negritud como Cuajinicuilapa o San Nicolás, los hombres vestían los cotones y los calzones de manta -signos distintivos de los actuales “indios”- manufacturados por sus oscuras mujeres.

En fin, en esta búsqueda hemos llegado a fundamentalismos absurdos como la certeza del origen negro o africano de palabras, cosmovisión, creencias, conocimientos de magia y medicina, fábulas, formas de comunicación orales, ritmos, bailes y danzas, comida, etc. Difícil, dificilísimo, muy, muy difícil. Es posible, tal vez, identificar zonas donde se puede vislumbrar el origen, pero el asunto sigue siendo complicado. Como resultante de esta búsqueda se ha puesto demasiado énfasis en formas culturales como el baile de los diablos y los vaqueros o el toro de petate, la chilena, la artesa, los versos, el corrido, etc. Craso error, grueso, gordo y espeso error cometimos, cometemos. Reduccionismo, pues. Limitación. La Costa Chica es mucho más. Se ha creado, con esa inercia, una “cultura” negra, afromestiza o afromexicana de exhibición, para probar a propios y extraños un supuesto origen o pasado o pertenencia. En ese viaje se ha olvidado que ése es sólo un estrato limitado de nuestra cultura, que la cultura de la Costa Chica no se agota allí. Y que lo que unifica a tantos individuos es la cultura viva. Es un estrato más rico, más diverso, más incluyente. Por ahora, sólo me referiré a un aspecto, la música costeña, y de ella, a la cumbia y al bolero.





La cumbia y el bolero unifican a los costeños

e invaden el Altiplano [o Altépetl]


Aunque para algunos cumbia es voz africana que significa fiesta, jolgorio o fandango, hay quien afirma que era el nombre de la música que mulatos y mulatas bailaban entre sí o que aquellos enseñaban a las indias a bailar, ombligo contra ombligo [como la recién moderna lambada, del norte de Brasil, otra zona de negros], “cargándola montada”, a mediados del siglo XVII y a lo largo del XVIII en la zona del actual estado de Veracruz, baile por el cual eran perseguidos y castigados, hecho que los obligaba a internarse en el monte y realizar, escondidos de la moral religiosa española, sus fandangos que, además, aderezaban con tabaco y aguardiente.

[Leerse con Cangrejito playero] A principios de los años setenta del siglo pasado, un grupo de indígenas chaparros y gorditos armó una revolución que inició en Acapulco, se diseminó por la Costa, incendió todo el país y se desparramó por el continente. En principio, ellos fueron productores de sus propios discos, es decir, hicieron una mala grabación de algunas de sus canciones, llevaron las pistas al DF para que les maquilaran un disco LP, cuyos acetatos vendían durante los bailes que amenizaban, hasta que una de las compañías disqueras grandes se los apropió y los contrató “en exclusiva” (ganaron dinero de verdad: en esos tiempos, los mejor pagados en el ámbito cobraban hasta 25 mil pesos por presentación, en tanto ellos llegaron a cobrar hasta 100 mil pesos). Y dejaron de ser independientes, a costa de la fama y el dinero. “Eran descuadrados, desentonados, desafinados y cada quien terminaba como Dios le daba a entender”, escribió un crítico del Altiplano Central sobre el famoso Acapulco Tropical, los famosos Monstruos del Trópico, entre quienes se cuentan Walter Torres, Lauro Navarrete, Elder Torres y Margarito García. A pesar de ello, el Acapulco Tropical llevó la cumbia a ser escuchada por millones de oídos y a mover infinidad de culos con sus sosas cumbias. Y también los llevó a ser imitados. Eran algo insólito: un ritmo diferente y nuevo, o eso pareció.

En las antípodas de la epopeya del Acapulco Tropical se puede situar a La Luz Roja de San Marcos, en el terreno musical, claro está. [Entra Charanga costeña, en versión de este grupo, con Aniceto al acordeón, un poco más lenta que en la suya propia]: A mediados de los setenta, Aniceto Molina se integró, con todo y sus dos acordeones, a La Luz Roja, y ambos llegaron a una de las cimas más altas y prolongadas de la cumbia costeña, creando un estilo que llamaron colombia-mexicano. Vendieron y siguen vendiendo discos, tanto cantando cumbias como boleros costeños, de composiciones propias y ajenas, ahora CD o DVD, haciendo bailar a indios, negros y blancos, es decir, a todo mundo, aquí y allá. Incluso, conjuntos mixtecos y amuzgos, por ejemplo, cantan en sus propias lenguas estas canciones, estas cumbias, dándoles toques particulares, pero siempre imitando esta línea. Curiosamente, en este grupo se dan la mano nuevamente Sudamérica y La Costa Chica, como en la época de auge y poderío de la Nueva España, cuando se crea la chilena, emparentada con la zamacueca. En Charanga costeña, amén del ritmo y otros aspectos musicales, encontramos palabras específicas, muy dichas y escuchadas por nosotros: fandango, costa, charanga, pachanga, charangueando, ganga, que aluden a nuestra vida cotidiana, a pesar del localismo “mula” por “muleta”.

[Es momento de puchar El poquilín] En Huajintepec, en 1973, Higinio Peláez agrupó a varios músicos excelentes con el nombre de Los Multisónicos de la Costa. Durante mucho tiempo, el disco que ellos grabaron (nombrado significativamente Fandango Costeño, 1975) fue el único en el cual aparecían chilenas. Allí se incluyen algunas joyas de nuestra música, como El santo seco, La mosca coqueta, El palomo, Bonito Huajintepec, El alingo-lingo y El son, además de El poquilín, obviamente. Riqueza de metales, saxos y trompetas. Una tarola incisiva, precisa y redoblante, con su respectivo cencerro. El bajo moviéndose, discreto, al fondo. ¿Y la guitarra? Un güiro confuso, pero notorio. Una cadencia pausada, indiana, muy incitante a mover la patita y todo el cuerpo frente a alguna morena o negra o india o guanca o güera o blanquita o lo que fuere. A más de treinta años, esta composición de Juan Morales, El poquilín, sigue dando candela a las fiestas, a veces en su estado de pureza original, a veces oídopulado por un sonidero local o hiphopeado por algún rapero: en cualquiera de estas formas, El poquilín es, sigue siendo, será. Borra las diferencias, y sólo importa moverse, dejarse llevar por esas delicadas cadencias. Música de fusión, la de los primeros Multisónicos, como la de Los Magallones, los del Conjunto Magallón, los del estilo huehueteco, Los más gallones de la Costa Chica, quienes recuperaron piezas viejas y las rehicieron, nos las devolvieron otras para hacerlas nuestras, como El Cuararé o Tortuga del arenal.

En esta universalización de lo local, en ese proceso de globalización desde la periferia hacia el centro, José Barette y su Grupo Miramar tienen su nicho apartado, en uno de los lugares más altos del tapanco costeño [A estas alturas, el órgano y la batería, y la sutil guitarra, ya nos introdujeron a la nostalgia de Una lágrima y un recuerdo]: La pretensión de este grupo de parecerse a los grupos musicales del centro y el norte, modernizados con aparatos eléctricos y sonidos suaves, propios de la llamada balada, no los hace desprenderse de ese modo de cantar, de ese lloriqueo en la voz para mejor convencerse, por verdadera actuación, del dolor propio y convencer al escucha de la veracidad de ese dolor, cantado en esta vez a una “bella y falsía mujer”, a la que se le alaba y denosta, para conquistarla por reconvenimiento o regaño. El bolero costeño, otro modo de respirar del paisano, hermano sufriente de la cumbia, a pesar de los adornos propios de esa época y delatados en la pretensión de un órgano tenue y arrastrante o en el golpeteo de una batería de muchos tambores, de lágrimas y recuerdos (¿A poco nomás somos de uno?). El bolero costeño, desde el mar, desde Oaxaca, conquistando la Costa, el país, la América. Y como sello distintivo, el localismo que se le suelta al cantante: mamita. Era 1978.

Estoy sufriendo por ti, es el título [y se sospecha que ya la estamos escuchando]. Emiliano Gallardo, el compositor. Los Cumbieros del Sur, el conjunto. Aunque tuvieron muchos éxitos y difusión en los setenta, no sólo en nuestra región sino en el país y el continente, esta canción es una de las más logradas del bolero costeño. Fue compuesta y grabada en 2003, hace tres años, y es una de las canciones más escuchadas en la Costa Chica. En ella se condensa un trozo de poesía, emparentada con la copla tradicional, con la copla antigua que todavía perdura y nos muestra su belleza y sabiduría: Si algún día llego a morir/ y muerto quieras mirarme,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes/ si en vida me despreciaste.// Si amor tú me vas a dar,/ dámelo ahora que estoy vivo,/ ya muerto yo, ¿a qué vienes?/ Ni me llores, te lo pido. Belleza y poesía, por la hondura del sentimiento expresado, por la certeza de la enseñanza vital, con la concisión de los versos, y la voz del hombre que no llora pero que parece llorar.

Al final, “desde Cuajinicuilapa, Guerrero”, como dice Esteba Bernal en la introducción, Me voy pa Carolina. ¡Súbele el volumen! De nuevo, en este nuevo siglo, en un pueblito de nombre San Nicolás, un hombre, el del acordeón arrecho, como le gusta llamarse y ser llamado, compone una cumbia y continúa la revolución que involucra a unos y otros, a propios y extraños. Es la culminación de un proceso, sospecho, que pudo incluso revivir a seis conjuntos musicales con el mismo nombre: Mar Azul. No bastó un solo conjunto para tanta gente, la de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca y la de la Costa Chica de las Carolinas, de Illinois, de Atlanta, de California, de Estados Unidos, del Norte. Más allá de las enseñanzas, de la anécdota, de los tantos saludos, de los tantos Mar Azul, la cumbia (de la mano del bolero) sigue moviendo los cuerpos, los espíritus, las sombras, los tonos de los costeños, dando continuidad e uniformidad a un movimiento que rebasa a los individuos y sus nombres, a sus colores o tipos de nariz y pelo, de sus lenguas, de sus edades y sexos.

Estamos ante una cultura viva que no solamente ha sido dominada y ha resistido, sino que ha tenido momentos de avasallamiento sobre otras, las dominantes. ¿A poco ninguno aquí ha bailado esta música?

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