(septiembre de 2008)
Es una historia que le cuentan a uno desde pequeño: a San Nicolás lo vendió uno de los que lo cuidaban, allá por los años de la Revolución, de la familia Mayoral. Lo vendió, pero el santo lo castigó, le trajo una enfermedad; al final, el hombre, cuyo nombre no siempre se recuerda, terminó muerto. Lo castigó el santo. Es más, a mí me contó por primera vez esta historia un biznieto o tataranieto del hombre que lo vendió. Y cada vez que platica uno del santo o sobre el Toro de Petate, el tema sale a la luz: Lo vendieron a unos indios de la montaña, y allá lo tienen.
Esa es otra parte de la historia: San Nicolás fue comprado por los indios de un pueblo que se llama Zitlala. Y conozco varios testimonios de quienes juran haber estado en Zitlala y haber sido hostilizados por los zitlaleños, acusados de querer robarse el santo: Lo ven a uno negro o moreno –me contaba uno de los testimoniosos–, y te sacan el machete, te preguntan qué haces por allí, casi casi te corren del pueblo. Piensan que uno va a por el santo, para regresarlo a la iglesia de San Nicolás en Cuaji.
En Cuaji sabemos que es un santo nuestro y nos lo robaron porque él, en vida, era moreno y cuculuste, así se le representaba; aunque ahora lo pinten medio blanquito. Cuando niño, lo mandaban a traer leña, a la orilla del pueblo, a los dragales, donde ahora se asienta el camposanto o panteón. Pero él no se dedicaba a cortar leña ni a trabajar ni a nada de eso, sino a hacer toritos de vara y bejuco, por eso en su honor, después de muerto, siempre se le ha festejado con el baile del Toro de Petate.
Cuando San Nicolás –en es tiempo no era santo todavía– se hizo hombre, no comía los días viernes, aunque algunos aseguran que tampoco comía los otros días, es decir, ayunaba; su mamá le daba de comer, pero él hacía como que comía y no comía. Se dieron cuenta que era un santo cuando lo descubrieron azotándose con una disciplina, sangrándose las espaldas.
Su santidad dejó de ser dudosa cuando falleció, pues su cuerpo era devuelto por la tierra apenas lo enterraban, flotaba; además, su cuerpo permaneció incorruptible, no se echaba a perder a pesar de los años. Fue por ello que decidieron construirle una iglesia en el centro del pueblo. Pero él quería tener una iglesia allá por el panteón, donde pasó su niñez. Por eso, cuando se lo traían a su nueva iglesia, él se regresaba. Y así se la pasaban, trayéndolo y él yéndose, hasta que alguien descubrió que quitándole la cadena que traía en la mano, él se quedaba en el sitio.
Lo trajeron a su nueva iglesia y allí se quedó; hasta que vino la Revolución, época en que decidieron esconderlo, como se escondían todos los vecinos de Cuaji, por miedo a los zapatistas y a los carrancistas y a los maderistas y a todos los armados. A San Nicolás lo dejaron al cuidado de dos señores, uno de los cuales lo vendió.
Aunque otros dicen que quien se lo robó fue un cura; al huir con San Nicolás en una mula, ésta se andaba ahogando allá por Charco Choco, llevándose con ella al cura, del cual se desconoce el nombre. Si esto fue cierto, el santo, la mula y el cura iban hacia Marquelia y, luego, hacia Acapulco, porque esa era la ruta de principios y hasta mediados del siglo pasado.
Hay quienes cuentan que, en realidad, lo vendieron a unas gentes de Puebla, a unos de esos indios güeros; y que cuando pasaron por un pueblo que se llama Zitlala, San Nicolás se puso pesado y ya no quiso caminar, y tuvieron que dejarlo allá; incluso se sabe que le construyeron una iglesia y que lo festejan cada año por las mismas fechas que nosotros.
Y los ateos y descreídos juran y perjuran que el santo, ya estando en su iglesia, se cayó de su nicho en uno de esos tantos temblores que antes hacían, en los que hasta parecía que el suelo se le caía a uno en la cara, de tan fuertes que eran; de esos terremotos que abrían grandes zanjas en la tierra. Según esta versión, al caerse, el santo se rompió; por ello, lo llevaban a Puebla para repararlo, porque solamente en Puebla podían reparar santos, y al pasar por Zitlala, lo vendieron, por más ambición que necesidad, a gente de ese pueblo.
Finalmente, hay algunos que afirman que este santo no es nuestro, que los españoles que vinieron durante la Colonia trajeron a San Nicolás desde Italia, de donde es originario, y lo utilizaron para catequizar a los tantos hijos de vaqueros zambaigos –mezcla de indios y negros– que descendían de las cien familias de africanos que Tristán de Luna y Arellano trajo a mitad del siglo XVI para explotar la ganadería (en perjuicio de las sementeras de los amuzgos, quahuitecos, mixtecos, ayacastecos y demás indios de la zona), actividad en la que eran diestros los negros bantús, a quienes se les atribuye haber introducido el culto al Toro de Petate en toda América, y no sólo en nuestras tierras.
En abono de esta atribución se señala que los únicos autorizados por la legislación colonial de la Nueva España para poseer y cabalgar bestias equinas, aparte de los europeos, fueron los negros y sus descendientes, cuya práctica de la vaquería fue generalizado en todo el territorio dominado por los españoles, dando origen a otras prácticas como la charrería y el jaripeo y, por supuesto, al mariache (así, con “e” al final, como fue en su origen), así como a la arriería; además, se les atribuye el beneficio de permisos para portar armas, pues, una de sus primeras ocupaciones fue ser guardaespaldas de los amos blancos.
Los hermanos de la Cofradía de San Nicolás de Tolentino en Cuajinicuilapa aseguran que todavía en Zitlala está nuestro santo, pero está escondido, lo guarda uno de los mayordomos, no lo exponen en el altar para evitar que alguno de nosotros vaya y lo rescate, para traerlo a su verdadera iglesia; dicen, además, que el santo que festejan y sacan en procesión cada año, no es el santo santo, sino una copia.
Antes, al parecer, no dejaban a cuijleño alguno entrar a Zitlala; y si alguno podía entrar, se la pasaban vigilándolo e impidiendo que visitara la iglesia. Desde hace algunos años, unos diez o quince, esa situación se ha modificado: ya permiten que gente negra o morena pueda entrar al pueblo y a la iglesia y reverenciar a San Nicolás, sin problemas, aunque con vigilancia.
Incluso, por intermediación de algún sacerdote, cuyo nombre tampoco se recuerda, los Vaqueros de San Nicolás de Tolentino de Cuajinicuilapa pueden ir a bailar en su honor hasta Zitlala, a su iglesia, en una fecha distinta a septiembre, casi siempre después de que pasa su celebración en ambos pueblos. Dicen quienes han ido que allá lo veneran con mucho fervor, casi casi como acá, entre los morenos. Llegan los Vaqueros y la gente nuestros, y en un ratito se juntan, nomás les suenan las campanas y ya está. Y a ellos les gusta mucho nuestro baile.
Nosotros también lo festejemos con música y cuetes y misas y rezos y el baile a su toro, el Toro de Petate, pues nos ha hecho muchos milagros; y aunque su rancho esté disminuido, con apenas unos cuantos animales, pues la gente ya no coopera como antes, muchos jóvenes y niños, hombres y mujeres, cada año se visten de Vaqueros y bailan en su honor, agrandando el grupo de quienes ya lo hacen por tradición y no fallan.
A la hermana mayor, Saula Carmona Morales, por ejemplo, quien mantiene esta tradición porque la heredó de su madre, y su madre de su padre y así hasta varias generaciones anteriores, el santo le hecho el milagro de sanar a su hijo, según cuenta: “Mi mamá le dejó el cargo a mi hermano Chano, pero él casi no le hacía mucho caso, y yo me hice cargo, porque me pasaron cosas milagrosas, a mí el santo me hizo dos milagros por esas fechas. Se acababa de morir mi mamá y mi marido, y yo me sentía sola. Enseguida, mi hijo Ventura cayó enfermo, se lo llevaron sin pulso al hospital, y parecía que se iba a morir. En esos mismos días la migra agarró a mi hija Elizabeth; así que yo me puse a rezarle a San Nicolás, pidiéndole que librara a mis hijos; y lo hizo: a Ventura lo dieron de alta el mero día 9 de septiembre, lo mismo a Ely, salió libre. Por eso, porque a mí me hizo milagros, es que yo agarré el compromiso del Toro”.
Ella misma cuenta que Sabino, trompetista fallecido y uno de los músicos usuales del Toro, se convenció de que San Nicolás quería que él tocara en sus fiestas: cuando Sabino se iba a tocar a otro lado, le sucedía alguna “demala”, como que le estallara un cuete o el carro que lo transportara se quedara varado; finalmente, el músico regresaba a tocar, gratuitamente, en honor a San Nicolás; se sabe, además, que él fue uno de los músicos que más sones del baile conocía; con su muerte, muchos de ellos se han perdido.
También se cuenta que a un señor de apellido Urbán, que negaba a alguno de los Vaqueros el préstamo de una silla de montar para utilizarla en la cabalgata-persecusión del Toro, el mero día de San Nicolás, la silla solicitada, nuevecita, cayó al piso, inexplicablemente, despedazándose completita, hecho tomado como una señal; a partir de entonces, él cambió su actitud, participando y contribuyendo generosamente en su festejo.
Acaba de concluir la fiesta de San Nicolás en Cuajinicuilapa, y los Vaqueros bailaron tres días (9, 10 y 11 de septiembre) en su honor, recolectando dinero en cada casa donde bailaban con el propósito de juntar suficiente dinero para acudir este año a Zitlala, a rendirle honor al santo, a cantarle sus relaciones, ese santo que se robaron unos indios o que vinieron a comprar, por ser milagroso, o que alguien llevó a reparar, ese mismo que seguimos celebrando en una fiesta de color y ritmo, de mitos y ritos, de magia y religión, de alegría, cuyo grito de cada año [¡Alegre esa partida, vaqueros!] nos sigue reuniendo y emocionando.
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