lunes, 6 de agosto de 2018

EN 1854, SANTA MARÍA SE EXILIA DE LOS CUISLEÑOS



Que Vicente Guerrero, que los negros de la costa,
que otros como ellos se metan en esta empresa descabellada,
se comprende, no tienen nada qué perder,
pero que sujetos acomodados... se comprometan con riesgo de sus vidas,
eso sí es extraño.
Ignacio Manuel Altamirano


Mira muerte, no seas inhumana,
no vengas mañana, déjame vivir.
Canción “Clarín de campaña”


Otros negros, también establecidos en palenques y que no se concertaron con las autoridades coloniales, utilizan, asimismo, para organizar su vida, el modelo de república ideado por los españoles para la población india. Esto sucede especialmente en la costa del Pacífico, en donde los negros fugitivos no tienen problemas para defenderse con éxito de las expediciones punitivas de los colonos. Cuando el despotismo ilustrado se consolida en México, la situación marginal de las repúblicas negras es respetada y en ellas se reclutan los hombres que integran las milicias de Pardos y Morenos.

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Los negros y los hombres de mezcla, mestizos y mulatos, alforrados y fugitivos, constituyen –después de los indios– el sector más numeroso al término de la Colonia. Es precisamente el logro simple de esa magnitud lo que en definitiva acaba con el sistema de castas, ya que no teniendo los hombres marginales una posición definida en el sistema, y siendo los más, faltaba al sistema lógicamente bases de sustentación.
Gonzalo Aguirre Beltrán


A la vejez, virgüela –habrá pensado Francisco Atilano al mirar la escolta de guancos que, sin su consentimiento, lo guarda de sí mismo. No es cuestión de ellos, sólo obedecen órdenes; decide ignorarlos, a los ignorantes. Prefiere acomodar sus aperos para sembrar y aprovechar la mañana, antes de que el sol se caliente. Ahora que ha obtenido permiso de residencia para ser vecino de Oaxaca, para vivir en su casa de Cortijos con el destino manifiesto de estar en paz con los hombres, tiene que vivir vigilado porque los del Supremo Gobierno temen que su espíritu levantisco, legado de los negros cimarrones, lo haga desandar la vejez y regresar, jinete, armado con hombres y armas, y pelear por recomponer las desviaciones –una más, qué importa: ¿Qué le hace la jícara al mar?– de la revolución de los años idos, la verdadera, la del pueblo, con el amigo Vicente Guerrero como jefe y caudillo; sólo que esta vez al lado de otro de sus amigos, Juan Álvarez, y de Florencio Villarreal, desde Ayutla, contra el cabrón de Santana, quien regresó al país a malgobernar, a querer imponer su capricho como si él fuera el Supremo Gobierno.
Pero ya está lejos de toda esa boruca; lo que lo ocupa ahora es sembrar unos palitos de zopilote para dar sombra a su solar y, con el tiempo, madera de buena sangre y preciosa a alguno de sus hijos o sus nietos o a cualquiera que le aproveche. El General Luis de Noriega, Prefecto y Comandante Principal del Departamento de Ometepec, ha dado su consentimiento para que Santa María cambie de vecindad; a cambio lo sujeta a vigilancia, lo esclaviza a soportar la presencia de unos chocos que ni saben de verdad quién es él; él, que siempre ha sido negro libre, americano legítimo, criollo nativo de Quajinicuilapa, donde desde hace mucho antes de que naciera todos eran libres, dueños de su casa, su hogaza y su pedorraza, sin necesidad de pelear contra nadie para serlo, dueños de dos o tres vaquitas, pudiendo hacer su tlacolole o chagüe en el lugar que les acomode para sembrar algodón, maíz, chile, frijol, tabaco, ejote, calabaza, sandía, ajonjolín, a condición de venderle la cosecha de algodón y de que sus vacas coman el rastrojo de las milpas cosechadas; abundar gallinas, totoles y cuches; cazar conejo, iguana, cucucha, pichiche, cusuco, venado o pescar cuatete, sacamiche, blanquillos, alaguate, mojarra, chacalín o endoco; andar de peón, arriero o vaquero o en cualquier otro menester, sea trabajando el algodón en la hacienda o acarreando en carreta de bueyes el algodón para llevarlo a la Barra de Tecoanapa y embarcarlo con rumbo a Acapulco; y fachoseando en días de fiesta con sus trapos nuevos, pantalones largos y anchos y sombreros de lana, los hombres; sus nagüas largas, anchas y floreadas y sus cadenas y pulseras de oro, las mujeres.
Los de la guardia se aburren viéndolo metido en sí mismo mientras trata que el espeque agujeree lo suficiente para que el suelo guarde las raíces. Él tiene su maña: ha hecho que el chiquitillo que lo acompaña eche agua en cada pozo, y deja que penetre y ablande la tierra colorada y como de piedra, en tanto se ocupa de otro.
Anoche, apenas bajada la luna de lo alto del cielo, el charrear del tecolote lo despertó sin siquiera imaginarse que la pájara de pico torcido lo había emitido, pues apenas le queda la insistencia del canto que lo ha acompañado todo el día, como lo han hoy acompañado los recuerdos viejos removidos por el sueño de anoche, soñado de madrugada, luego de reconquistado el sueño: Había fandango en Cuisla, y el chimisco animador de la fiesta era servido en abundantes jícaras para fortalecer la jácara y el jolgorio de los prietos champurrados; y los pasadobles, chilenas, sones y corridos valseados a surgir del bajo sexto, la guitarra, la caja y el violín, y las voces de los músicos a surgir como serpenteando desde sus bocas hasta los oídos de los presentes, haciéndolos vibrar con su ritmo, dándoles ocasión para reír y gritar; y el taloneo de las parejas a resecar la a propósito humedecida tierra para evitar las molestias del polvo, en tanto los elegantes cuerpos erguidos se deslizan con cadencia a placer; y a calentar el agua o endulzarla con miel para la garganta de los cantantes y verseros; allí, como cusucos en la cusuquera, como iguanos en el iguanal, él y Juan se enfrascaron en pícaro torneo, en disputa de versos, donde la imaginación y el ingenio prestos despicaban para ofender y ganar al rival y complacer a los escuchas, impresionar a las negras y chingar al otro, como lo hizo al fin, Competían para ver quién tenía mejor montura, y él, con su caballo albo corto, demostraba cómo se manda a una bestia, al punto de hacerla pararse de manos y acercarse a una mesa a beber agua de una jícara sin tirar nada de agua, parado el animal sólo en sus patas traseras; o, machete en mano, se aprestaban a enfrentarse... Hasta que tuvo conciencia de que soñaba, y despertó.
Hay buena luna para sembrar; a ella se acoge. Sus movimientos son lentos: ha hecho montoncitos de arcilla al lado de cada pozo y deja que el agua haga lo suyo antes de seguir; va hacia el bule y toma un largo trago de agua, como si la sed fuera mayor.
Pero no, con el Teniente Coronel Juan Bruno siempre tuvo buena amistad; las disputas con él sólo fueron de palabras, como en julio de 1830, siendo Jefe del Batallón Activo de Ometepec y teniendo el encargo de vigilar toda la Costa Chica, cuando tuvo que emplear la paciencia completa para quitarle muchas pendejadas de la cabeza y hacerle entender a ese negro fiero que la revuelta no era para ir a pelear la España, ni que los blancos hubieran quitado al presidente Guerrero por ser negro, ni pretendían acabar con los indios y negros; ni menos que se tratara de matar gachupines por matarlos –él no odiaba a los españoles, menos a los gachupines de agua dulce que conocía en el pueblo de Ometepec, de los que apreciaba su dedicación al trabajo, aunque los despreciaba un poco por su tozudo propósito de ser españoles auténticos, siempre buscando ser considerados y tenidos por blancos, resaltando su religiosidad y su ‘sangre limpia’, por la posición de privilegio que ello traía; admiraba a españoles como el General Joaquín Rea, que alguna vez fue su comandante, porque era un hombre generoso y emprendedor, cuyo capital invertía en sembrar algodón y criar ganado, dando trabajo y preocupado por el progreso de las personas y los pueblos, ayudando a quienes lo necesitaran sin cobrar nada a cambio.
Luego, ya completa la partida con los hombres de las Estancias de Quajinicuilapa, San Nicolás y Maldonado, el día 25, urdieron el modo de hacer creer a los hombres del Supremo Gobierno que él no participaría por su voluntad en la revolución para devolver a Vicente Guerrero a la Presidencia de la República; por lo que permaneció prisionero –según lo idearon– en Cuisla, en tanto Juan y una brosa de más de mil hombres a su mando (la mayoría, machetero) ponían sitio a Cortijos el día 29, y derrotaban sin disparar ni un tiro ni amellar ningún machete, a punta de palabras y boruca, a los gobiernistas comandados por el Teniente Coronel Juan Nepomuceno Olvera, jefe de las fuerzas de Tehuantepec, que iba en auxilio de Nicolás Bravo, capturándoles cantidad de machetes, 200 armas de fuego, parque y dinero, y convenciendo a la tropa a cambiarse de bando. Luego de su hazaña, Bruno se fue a la revolución con Guerrero y Juan Álvarez; él prefirió quedarse porque no quería complicaciones ni dejar lo suyo, sabiendo que desde allí también podría poner algo para el triunfo; como quiera, ya habría momento para que se sumara.
Cuando el Supremo Gobierno pidió cuentas de su participación en el asunto, dijo, en carta del 27 de agosto de 1830:

... le pongo ésta para decirle un pormenor de cómo ha sido toda esta revolución. Los señores Generales Armijo y Berdejo me oficiaron para que les mandara cien hombres, lo que verifiqué, y un día antes de que salieran les fui yo mismo a pasar lista, y con toda tropelía entró el Teniente Coronel Don Juan Bruno aconsejando a la tropa que no convenía el ir a morir por los gachupines, y así ‘viva el señor Guerrero’. Para esto ya tenía conquistado a las dos estancias de San Nicolás y Maldonado que se nos echaron encima con sus machetes, y yo tuve a bien el chisparme y venirme a mi casa, y dar cuenta al Juez de 1ª Instancia y al Comandante. Esto fue el día 25 y el 28 traté de que restablecieran el gobierno pronunciándome, y me acompañaron 200 hombres hasta lograr correr a los de San Nicolás, pero el resto de la noche se fueron a reunir con Bruno, de modo que sola quedó esta estancia. De este hecho fue la causa que me pusieron preso, y se fueron a poner el sitio a Cortijos, y el día que lo ganaron vinieron por mí a donde me tenían preso con 40 hombres de custodia, y me hicieron Comandante de un firmón, pues es delito que por ahora me compaña. ¿Pero qué quería usted que hiciera?, pues de lo contrario me hubiera costado la vida, y todavía no la tengo muy segura... están muy resueltos con el número de mil hombres que tienen entre todas las estancias...

Pero no le creyeron; y en septiembre, el Gobierno buscó a su tío Francisco Estévez, Diputado al H. Congreso Local de Oaxaca, para presionarlo y conminarlo a abandonar sus actividades subversivas. Ya antes, a comienzos de año, había sido aprendido y hecho preso en Oaxaca por reunir gente del Departamento de Ometepec a favor de Vicente Guerrero, y puesto en libertad en abril al no comprobársele la acusación de guerrillero subversivo. Ahora no, en esta ocasión se presentó ante el Teniente Coronel Eligio Ruelas, Comandante de la División de Operaciones Sobre la Costa Chica de Oaxaca, para someterse a las órdenes de los hombres del Supremo Gobierno.
Así ha vivido su vida, ajustándose a los hechos que se le imponían y que poco podía hacer para mudar: fue realista en 1816, a las órdenes de Juan Bautista Miota; en 1818 militó en las filas de los insurgentes americanos; se levantó en defensa de Guerrero cuando lo obligaron a dejar la Presidencia y hasta su muerte –la que, en compañía de Juan Álvarez, quiso evitar–; en 1831 fue indultado directamente por el Vicepresidente Bustamante, y se sumó al Gobierno de la Costa Chica, con la obligación de perseguir a Bruno; en 1833 ofreció sus servicios al Presidente Santa Anna y combatió en la zona a los simpatizadores del General Mariano Arista; al lado de los Generales José Antonio Reguera y Joaquín Rea, en apoyo al Plan de Fueros y Religiones, en 1844; en 1845, por órdenes del General Rea, juntó gente para apoyar al Presidente José Joaquín de Herrera; cuando el General Rea era hostilizado por Juan Álvarez, en 1846, volvió a la guerra; en 1850, cuando llegó a Ayutla en auxilio del Comandante Principal de la Costa Chica, Señor Carlos Tejada, quien se encontraba en el lugar con el Gobernador del Estado, Juan Álvarez, con el fin de investigar el asesinato de Joaquín Rea...
Del lado de unos y, luego, del de los otros, no por voluble o acomodaticio, por quedar bien con Dios y con el Diablo, sino porque aprendió que la verdad no cambia, pero sí los hechos y los modos de los hombres, sobre todo cuando tienen el poder; sino porque es fiel a sí mismo y no a las ideas de otros, y serlo consigo es la manera más honesta de serlo con los demás. Y su verdad es su tierra, su ganado, sus caballos. Si hay algo que lo ha comprometido con todos ellos es la amistad; y se ha obligado a ser hombre de palabra con todos y fiel con quien admira y a quien respeta, sobre todo si es honesto y valiente. Cree en el trabajo, en la propiedad y en el orden, es enemigo de la anarquía; quiere paz y tranquilidad, mas ve que todo lo hacen mal y no le queda más remedio que entrar a componer las cosas, a hacerlas él mismo, a pesar de que sólo se complique. De 1835 a 1844 se alejó de la vida pública y de los asuntos de la política para dedicarse a los suyos, a su trabajo y a sí mismo. Ahora es lo mismo, aunque esta vez está solo, sólo se acompaña a él mismo; y los vigías que le han puesto, pero ellos no importan. Ha terminado de plantar; sonríe, a gusto con lo hecho.
Se dirige al río, sus pasos son calmos bajo el sol que apenas quiere encumbrarse. Corre el año de 1854 y ha cumplido 62 años e ignora que su muerte lo ha alcanzado; aunque ignorarla es el mejor modo de tenerla presente, a la despreocupada, la que vive al acecho de todos y por ello ni conviene desvivirse por siquiera asomarse a verla, menos dedicarle tiempo y pensamientos. Cuando murió su animal creyó, más que nunca, que pronto moriría; pero nada de eso pasó, sólo eran creencias: el cuero curtido del tigre le sirvió para tapar la cama y, de esa manera, siguieron siendo compañeros. Durante muchos años, la idea de tener animal le ayudó a mostrar valentía y seguridad en sus actos y en las cosas de su vida, en lo fácil y en lo difícil; como cuando tuvo que enfrentarse, de nuevo, al rebelde y temido guerrillero Juan Bruno, alias El Africano, para convencerlo de que se indultara y se agregara al Supremo Gobierno, buscando la calma de la Costa Chica. Y lo logró: en el fondo Juan era un alma de cántaro que le entró a la revolución más por el gusto de las armas y los balazos que por ideas que no entendía bien; de guapo lo hizo, más que de inteligente. Tal vez fue sencillo convertirlo en hombre de orden y trabajo porque ya estaba cansado de andar a salto de bestia, malcomiendo totopo y plátano y alguna que otra alimaña y yerbas, sin bailar ni enamorar a alguna negra, y ni un tasajo de carne asada que le recordara su tierra.
La paz permite el fandango y la borrachera, aunque de ahí se deriven riñas y muertes; y no hay costeño que se niegue a estar alegre, cuando menos ninguno de Cuisla. Trabajar no es lo suyo, menos progresar: son buenos para problemáticos, para pleitistos; él lo ha vivido en carne propia: no por nada, ya siendo Coronel de Caballería Activa, dejó la Presidencia Municipal, en la que duró apenas un año, para ir a refugiarse a su casa de Cortijos –que con esa chingadera de los límites quedó del lado de Oaxaca, cosa que nunca le ha parecido: ¿Cómo quiere el Gobierno que seamos dos estados distintos si la Costa Chica es una sola y nada puede dividirla? La gente nunca va a decir: “Soy de Guerrero”, “Soy de Oaxaca”; uno dice: “Soy costeño” y ya–. De poco le valió haber dado sus terrenos para que, el 1 de abril de hacen dos años, se constituyera el Municipio de Cuajinicuilapa, formado por el pueblo del mismo nombre –elevado a ese rango y al de Cabecera Municipal el mismo día–, las Estancias de Maldonado y San Nicolás y el Rancho de Santiago, ya independientes de Ometepec al fin. Pero gobernar a esos negros era como acostarse en una cama llena de chinches; allá ellos, los pobrecitos, que se estén en su hormiguero, que sigan chingándose entre ellos mismos, que se peleen por “¿qué me ves?”, que maten por afrentados, que las familias se acaben por la honra. Tienen sus propias leyes, que es la del arma, la del valor, la de la amistad, que los hace ser más fieles que perra iguanera... pero que nos los ofendan, porque entonces se vuelven animales a los que ciega el coraje y no se detienen ante nada ni ante nadie. Fiesta y armas es lo único que quieren, y robar lo ajeno, lo que no han trabajado, sean mujeres o vacas, carne siempre quieren: como si todo les perteneciera; trabajan apenas para comer y para el lujo de las fachoseras.
El gusto de saber añidido su apellido al de su pueblo no se lo quita nadie, aunque pocos lo sepan y se le olvide a la gente. A fin de cuentas, todos vamos hacia el olvido, y nadie tiene su mapa comprado. Nunca ha esperado el agradecimiento de alguien para actuar; hace las cosas por cuenta propia, porque así lo quiere y se siente a gusto consigo. De su nobleza que hablen los demás, hombres como Don Vicente Guerrero y Juan Álvarez: El primero le tenía tanta confianza que le expidió nombramiento de Comandante Principal de la Costa Chica y le escribió una carta exponiéndole los motivos que había para combatir al gobierno emanado del Plan de Jalapa –documentos que nunca llegaría a leer porque todavía los cargaba el General en el momento de ser capturado por gobierno impostor, luego de la traición de Picaluga pagada por Bustamente; ya muerto Don Vicente, supo de ellos y volvió a llorar, como en el momento en que tuvo noticia de su fusilamiento, para ya no volver a llorar nunca más, que lágrimas no son adorno en los hombres–. El otro influyó para que se constituyera el Municipio de Cuajinicuilapa y que llevara su apellido, en pago de los muchos esfuerzos y luchas que hizo durante su vida a favor de su lugar de nacimiento y de sus habitantes.
A orillas del río corta una hoja de yucucata, busca la sombra, la coloca en la playa y se sienta: mira cómo corre el agua, la misma agua de siempre. Antes, siendo joven, lo seducía estar frente al mar, quedarse horas y horas viendo cómo los tumbos se sucedían, pausados y violentos, estallando su espuma, hasta sentir su cuerpo moverse desde dentro de la misma cadencia, sin tener pensamientos, sólo la mirada emperrada en esa agua estancada que parece viva de un modo distinto a la que contempla en el río, cuya agua viene a veces limpia y lenta, a veces rápida y turbia, como la vida, como su vida, ahora a cargo de una escolta de guamucheros que le impide acudir a Ayutla donde, armas en mano, seguramente cantan los guerrilleros:

¡Qué bonita guacamaya,
azul, amarilla y verde
que peleó contra Santa Anna!
Chatita,
mi gallito nunca pierde.
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