Que Vicente Guerrero, que los negros de la costa,
que otros como ellos se metan en esta empresa
descabellada,
se comprende, no tienen nada qué perder,
pero que sujetos acomodados... se comprometan con riesgo
de sus vidas,
eso sí es extraño.
Ignacio Manuel Altamirano
Mira muerte, no seas inhumana,
no vengas mañana, déjame vivir.
Canción “Clarín de campaña”
Otros negros, también establecidos
en palenques y que no se concertaron con las autoridades coloniales, utilizan,
asimismo, para organizar su vida, el modelo de república ideado por los
españoles para la población india. Esto sucede especialmente en la costa del
Pacífico, en donde los negros fugitivos no tienen problemas para defenderse con
éxito de las expediciones punitivas de los colonos. Cuando el despotismo
ilustrado se consolida en México, la situación marginal de las repúblicas
negras es respetada y en ellas se reclutan los hombres que integran las
milicias de Pardos y Morenos.
*
* * * *
Los negros y los hombres de mezcla,
mestizos y mulatos, alforrados y fugitivos, constituyen –después de los indios–
el sector más numeroso al término de la Colonia. Es precisamente el logro
simple de esa magnitud lo que en definitiva acaba con el sistema de castas, ya
que no teniendo los hombres marginales una posición definida en el sistema, y
siendo los más, faltaba al sistema lógicamente bases de sustentación.
Gonzalo
Aguirre Beltrán
A la vejez, virgüela –habrá pensado Francisco
Atilano al mirar la escolta de guancos que, sin su consentimiento, lo guarda de
sí mismo. No es cuestión de ellos, sólo obedecen órdenes; decide ignorarlos, a
los ignorantes. Prefiere acomodar sus aperos para sembrar y aprovechar la
mañana, antes de que el sol se caliente. Ahora que ha obtenido permiso de
residencia para ser vecino de Oaxaca, para vivir en su casa de Cortijos con el
destino manifiesto de estar en paz con los hombres, tiene que vivir vigilado
porque los del Supremo Gobierno temen que su espíritu levantisco, legado de los
negros cimarrones, lo haga desandar la vejez y regresar, jinete, armado con
hombres y armas, y pelear por recomponer las desviaciones –una más, qué
importa: ¿Qué le hace la jícara al mar?– de la revolución de los años idos, la
verdadera, la del pueblo, con el amigo Vicente Guerrero como jefe y caudillo;
sólo que esta vez al lado de otro de sus amigos, Juan Álvarez, y de Florencio
Villarreal, desde Ayutla, contra el cabrón de Santana, quien regresó al país a
malgobernar, a querer imponer su capricho como si él fuera el Supremo Gobierno.
Pero ya está
lejos de toda esa boruca; lo que lo ocupa ahora es sembrar unos palitos de
zopilote para dar sombra a su solar y, con el tiempo, madera de buena sangre y
preciosa a alguno de sus hijos o sus nietos o a cualquiera que le aproveche. El
General Luis de Noriega, Prefecto y Comandante Principal del Departamento de
Ometepec, ha dado su consentimiento para que Santa María cambie de vecindad; a
cambio lo sujeta a vigilancia, lo esclaviza a soportar la presencia de unos
chocos que ni saben de verdad quién es él; él, que siempre ha sido negro libre,
americano legítimo, criollo nativo de Quajinicuilapa, donde desde hace mucho
antes de que naciera todos eran libres, dueños de su casa, su hogaza y su
pedorraza, sin necesidad de pelear contra nadie para serlo, dueños de dos o
tres vaquitas, pudiendo hacer su tlacolole o chagüe en el lugar que les acomode
para sembrar algodón, maíz, chile, frijol, tabaco, ejote, calabaza, sandía,
ajonjolín, a condición de venderle la cosecha de algodón y de que sus vacas coman
el rastrojo de las milpas cosechadas; abundar gallinas, totoles y cuches; cazar
conejo, iguana, cucucha, pichiche, cusuco, venado o pescar cuatete, sacamiche,
blanquillos, alaguate, mojarra, chacalín o endoco; andar de peón, arriero o
vaquero o en cualquier otro menester, sea trabajando el algodón en la hacienda
o acarreando en carreta de bueyes el algodón para llevarlo a la Barra de Tecoanapa y embarcarlo
con rumbo a Acapulco; y fachoseando en días de fiesta con sus trapos nuevos,
pantalones largos y anchos y sombreros de lana, los hombres; sus nagüas largas,
anchas y floreadas y sus cadenas y pulseras de oro, las mujeres.
Los de la
guardia se aburren viéndolo metido en sí mismo mientras trata que el espeque
agujeree lo suficiente para que el suelo guarde las raíces. Él tiene su maña:
ha hecho que el chiquitillo
que lo acompaña eche agua en cada pozo, y deja que penetre y ablande la tierra
colorada y como de piedra, en tanto se ocupa de otro.
Anoche, apenas bajada la luna de lo alto
del cielo, el charrear del tecolote lo despertó sin siquiera imaginarse que la
pájara de pico torcido lo había emitido, pues apenas le queda la insistencia
del canto que lo ha acompañado todo el día, como lo han hoy acompañado los
recuerdos viejos removidos por el sueño de anoche, soñado de madrugada, luego
de reconquistado el sueño: Había fandango en Cuisla, y el chimisco animador de
la fiesta era servido en abundantes jícaras para fortalecer la jácara y el
jolgorio de los prietos champurrados; y los pasadobles, chilenas, sones y corridos
valseados a surgir del bajo sexto, la guitarra, la caja y el violín, y las
voces de los músicos a surgir como serpenteando desde sus bocas hasta los oídos
de los presentes, haciéndolos vibrar con su ritmo, dándoles ocasión para reír y
gritar; y el taloneo de las parejas a resecar la a propósito humedecida tierra
para evitar las molestias del polvo, en tanto los elegantes cuerpos erguidos se
deslizan con cadencia a placer; y a calentar el agua o endulzarla con miel para
la garganta de los cantantes y verseros; allí, como cusucos en la cusuquera,
como iguanos en el iguanal, él y Juan se enfrascaron en pícaro torneo, en
disputa de versos, donde la imaginación y el ingenio prestos despicaban para
ofender y ganar al rival y complacer a los escuchas, impresionar a las negras y
chingar al otro, como lo hizo al fin, Competían para ver quién tenía mejor
montura, y él, con su caballo albo corto, demostraba cómo se manda a una
bestia, al punto de hacerla pararse de manos y acercarse a una mesa a beber
agua de una jícara sin tirar nada de agua, parado el animal sólo en sus patas
traseras; o, machete en mano, se aprestaban a enfrentarse... Hasta que tuvo
conciencia de que soñaba, y despertó.
Hay buena luna para sembrar; a ella se
acoge. Sus movimientos son lentos: ha hecho montoncitos de arcilla al lado de
cada pozo y deja que el agua haga lo suyo antes de seguir; va hacia el bule y
toma un largo trago de agua, como si la sed fuera mayor.
Pero no, con el Teniente Coronel Juan Bruno siempre
tuvo buena amistad; las disputas con él sólo fueron de palabras, como en julio
de 1830, siendo Jefe del Batallón Activo de Ometepec y teniendo el encargo de
vigilar toda la Costa Chica, cuando tuvo que emplear la paciencia completa para
quitarle muchas pendejadas de la cabeza y hacerle entender a ese negro fiero
que la revuelta no era para ir a pelear la España, ni que los blancos hubieran
quitado al presidente Guerrero por ser negro, ni pretendían acabar con los
indios y negros; ni menos que se tratara de matar gachupines por matarlos –él
no odiaba a los españoles, menos a los gachupines de agua dulce que conocía en
el pueblo de Ometepec, de los que apreciaba su dedicación al trabajo, aunque
los despreciaba un poco por su tozudo propósito de ser españoles auténticos,
siempre buscando ser considerados y tenidos por blancos, resaltando su
religiosidad y su ‘sangre limpia’, por la posición de privilegio que ello
traía; admiraba a españoles como el General Joaquín Rea, que alguna vez fue su
comandante, porque era un hombre generoso y emprendedor, cuyo capital invertía
en sembrar algodón y criar ganado, dando trabajo y preocupado por el progreso
de las personas y los pueblos, ayudando a quienes lo necesitaran sin cobrar
nada a cambio.
Luego,
ya completa la partida con los hombres de las Estancias de Quajinicuilapa, San
Nicolás y Maldonado, el día 25, urdieron el modo de hacer creer a los hombres
del Supremo Gobierno que él no participaría por su voluntad en la revolución
para devolver a Vicente Guerrero a la Presidencia de la República; por lo que
permaneció prisionero –según lo idearon– en Cuisla, en tanto Juan y una brosa de
más de mil hombres a su mando (la mayoría, machetero) ponían sitio a Cortijos
el día 29, y derrotaban sin disparar ni un tiro ni amellar ningún machete, a
punta de palabras y boruca, a los gobiernistas comandados por el Teniente
Coronel Juan Nepomuceno Olvera, jefe de las fuerzas de Tehuantepec, que iba en
auxilio de Nicolás Bravo, capturándoles cantidad de machetes, 200 armas de
fuego, parque y dinero, y convenciendo a la tropa a cambiarse de bando. Luego
de su hazaña, Bruno se fue a la revolución con Guerrero y Juan Álvarez; él
prefirió quedarse porque no quería complicaciones ni dejar lo suyo, sabiendo
que desde allí también podría poner algo para el triunfo; como quiera, ya
habría momento para que se sumara.
Cuando el Supremo
Gobierno pidió cuentas de su participación en el asunto, dijo, en carta del 27
de agosto de 1830:
... le pongo
ésta para decirle un pormenor de cómo ha sido toda esta revolución. Los señores
Generales Armijo y Berdejo me oficiaron para que les mandara cien hombres, lo
que verifiqué, y un día antes de que salieran les fui yo mismo a pasar lista, y
con toda tropelía entró el Teniente Coronel Don Juan Bruno aconsejando a la
tropa que no convenía el ir a morir por los gachupines, y así ‘viva el señor
Guerrero’. Para esto ya tenía conquistado a las dos estancias de San Nicolás y
Maldonado que se nos echaron encima con sus machetes, y yo tuve a bien el
chisparme y venirme a mi casa, y dar cuenta al Juez de 1ª Instancia y al
Comandante. Esto fue el día 25 y el 28 traté de que restablecieran el gobierno
pronunciándome, y me acompañaron 200 hombres hasta lograr correr a los de San
Nicolás, pero el resto de la noche se fueron a reunir con Bruno, de modo que
sola quedó esta estancia. De este hecho fue la causa que me pusieron preso, y
se fueron a poner el sitio a Cortijos, y el día que lo ganaron vinieron por mí
a donde me tenían preso con 40 hombres de custodia, y me hicieron Comandante de
un firmón, pues es delito que por ahora me compaña. ¿Pero qué quería usted que
hiciera?, pues de lo contrario me hubiera costado la vida, y todavía no la
tengo muy segura... están muy resueltos con el número de mil hombres que tienen
entre todas las estancias...
Pero no le creyeron; y en septiembre, el Gobierno buscó a su
tío Francisco Estévez, Diputado al H. Congreso Local de Oaxaca, para
presionarlo y conminarlo a abandonar sus actividades subversivas. Ya antes, a
comienzos de año, había sido aprendido y hecho preso en Oaxaca por reunir gente
del Departamento de Ometepec a favor de Vicente Guerrero, y puesto en libertad
en abril al no comprobársele la acusación de guerrillero subversivo. Ahora no,
en esta ocasión se presentó ante el Teniente Coronel Eligio Ruelas, Comandante
de la División de Operaciones Sobre la Costa Chica de Oaxaca, para someterse a
las órdenes de los hombres del Supremo Gobierno.
Así ha vivido su vida, ajustándose a los
hechos que se le imponían y que poco podía hacer para mudar: fue realista en
1816, a las órdenes de Juan Bautista Miota; en 1818 militó en las filas de los
insurgentes americanos; se levantó en defensa de Guerrero cuando lo obligaron a
dejar la Presidencia y hasta su muerte –la que, en compañía de Juan Álvarez,
quiso evitar–; en 1831 fue indultado directamente por el Vicepresidente
Bustamante, y se sumó al Gobierno de la Costa Chica, con la obligación de
perseguir a Bruno; en 1833 ofreció sus servicios al Presidente Santa Anna y
combatió en la zona a los simpatizadores del General Mariano Arista; al lado de
los Generales José Antonio Reguera y Joaquín Rea, en apoyo al Plan de Fueros y
Religiones, en 1844; en 1845, por órdenes del General Rea, juntó gente para
apoyar al Presidente José Joaquín de Herrera; cuando el General Rea era
hostilizado por Juan Álvarez, en 1846, volvió a la guerra; en 1850, cuando
llegó a Ayutla en auxilio del Comandante Principal de la Costa Chica, Señor
Carlos Tejada, quien se encontraba en el lugar con el Gobernador del Estado,
Juan Álvarez, con el fin de investigar el asesinato de Joaquín Rea...
Del lado de unos y, luego, del de los
otros, no por voluble o acomodaticio, por quedar bien con Dios y con el Diablo,
sino porque aprendió que la verdad no cambia, pero sí los hechos y los modos de
los hombres, sobre todo cuando tienen el poder; sino porque es fiel a sí mismo
y no a las ideas de otros, y serlo consigo es la manera más honesta de serlo
con los demás. Y su verdad es su tierra, su ganado, sus caballos. Si hay algo
que lo ha comprometido con todos ellos es la amistad; y se ha obligado a ser
hombre de palabra con todos y fiel con quien admira y a quien respeta, sobre
todo si es honesto y valiente. Cree en el trabajo, en la propiedad y en el
orden, es enemigo de la anarquía; quiere paz y tranquilidad, mas ve que todo lo
hacen mal y no le queda más remedio que entrar a componer las cosas, a hacerlas
él mismo, a pesar de que sólo se complique. De 1835 a 1844 se alejó de la vida
pública y de los asuntos de la política para dedicarse a los suyos, a su
trabajo y a sí mismo. Ahora es lo mismo, aunque esta vez está solo, sólo se
acompaña a él mismo; y los vigías que le han puesto, pero ellos no importan. Ha
terminado de plantar; sonríe, a gusto con lo hecho.
Se dirige al río, sus pasos son calmos
bajo el sol que apenas quiere encumbrarse. Corre el año de 1854 y ha cumplido
62 años e ignora que su muerte lo ha alcanzado; aunque ignorarla es el mejor
modo de tenerla presente, a la despreocupada, la que vive al acecho de todos y
por ello ni conviene desvivirse por siquiera asomarse a verla, menos dedicarle
tiempo y pensamientos. Cuando murió su animal creyó, más que nunca, que
pronto moriría; pero nada de eso pasó, sólo eran creencias: el cuero curtido
del tigre le sirvió para tapar la cama y, de esa manera, siguieron siendo
compañeros. Durante muchos años, la idea de tener animal le ayudó a
mostrar valentía y seguridad en sus actos y en las cosas de su vida, en lo
fácil y en lo difícil; como cuando tuvo que enfrentarse, de nuevo, al rebelde y
temido guerrillero Juan Bruno, alias El Africano, para convencerlo de que se
indultara y se agregara al Supremo Gobierno, buscando la calma de la Costa
Chica. Y lo logró: en el fondo Juan era un alma de cántaro que le entró a la
revolución más por el gusto de las armas y los balazos que por ideas que no
entendía bien; de guapo lo hizo, más que de inteligente. Tal vez fue sencillo
convertirlo en hombre de orden y trabajo porque ya estaba cansado de andar a
salto de bestia, malcomiendo totopo y plátano y alguna que otra alimaña y
yerbas, sin bailar ni enamorar a alguna negra, y ni un tasajo de carne asada que
le recordara su tierra.
La paz permite el fandango y la
borrachera, aunque de ahí se deriven riñas y muertes; y no hay costeño que se
niegue a estar alegre, cuando menos ninguno de Cuisla. Trabajar no es lo suyo,
menos progresar: son buenos para problemáticos, para pleitistos; él lo ha
vivido en carne propia: no por nada, ya siendo Coronel de Caballería Activa,
dejó la Presidencia Municipal, en la que duró apenas un año, para ir a
refugiarse a su casa de Cortijos –que con esa chingadera de los límites quedó
del lado de Oaxaca, cosa que nunca le ha parecido: ¿Cómo quiere el Gobierno que
seamos dos estados distintos si la Costa Chica es una sola y nada puede
dividirla? La gente nunca va a decir: “Soy de Guerrero”, “Soy de Oaxaca”; uno
dice: “Soy costeño” y ya–. De poco le valió haber dado sus terrenos para que,
el 1 de abril de hacen dos años, se constituyera el Municipio de
Cuajinicuilapa, formado por el pueblo del mismo nombre –elevado a ese rango y
al de Cabecera Municipal el mismo día–, las Estancias de Maldonado y San
Nicolás y el Rancho de Santiago, ya independientes de Ometepec al fin. Pero
gobernar a esos negros era como acostarse en una cama llena de chinches; allá
ellos, los pobrecitos, que se estén en su hormiguero, que sigan chingándose
entre ellos mismos, que se peleen por “¿qué me ves?”, que maten por afrentados,
que las familias se acaben por la honra. Tienen sus propias leyes, que es la
del arma, la del valor, la de la amistad, que los hace ser más fieles que perra
iguanera... pero que nos los ofendan, porque entonces se vuelven animales a los
que ciega el coraje y no se detienen ante nada ni ante nadie. Fiesta y armas es
lo único que quieren, y robar lo ajeno, lo que no han trabajado, sean mujeres o
vacas, carne siempre quieren: como si todo les perteneciera; trabajan apenas
para comer y para el lujo de las fachoseras.
El gusto de saber añidido su apellido al
de su pueblo no se lo quita nadie, aunque pocos lo sepan y se le olvide a la
gente. A fin de cuentas, todos vamos hacia el olvido, y nadie tiene su mapa
comprado. Nunca ha esperado el agradecimiento de alguien para actuar; hace las
cosas por cuenta propia, porque así lo quiere y se siente a gusto consigo. De
su nobleza que hablen los demás, hombres como Don Vicente Guerrero y Juan
Álvarez: El primero le tenía tanta confianza que le expidió nombramiento de
Comandante Principal de la Costa Chica y le escribió una carta exponiéndole los
motivos que había para combatir al gobierno emanado del Plan de Jalapa
–documentos que nunca llegaría a leer porque todavía los cargaba el General en
el momento de ser capturado por gobierno impostor, luego de la traición de
Picaluga pagada por Bustamente; ya muerto Don Vicente, supo de ellos y volvió a
llorar, como en el momento en que tuvo noticia de su fusilamiento, para ya no
volver a llorar nunca más, que lágrimas no son adorno en los hombres–. El otro
influyó para que se constituyera el Municipio de Cuajinicuilapa y que llevara
su apellido, en pago de los muchos esfuerzos y luchas que hizo durante su vida
a favor de su lugar de nacimiento y de sus habitantes.
A orillas del río corta una hoja de
yucucata, busca la sombra, la coloca en la playa y se sienta: mira cómo corre
el agua, la misma agua de siempre. Antes, siendo joven, lo seducía estar frente
al mar, quedarse horas y horas viendo cómo los tumbos se sucedían, pausados y
violentos, estallando su espuma, hasta sentir su cuerpo moverse desde dentro de
la misma cadencia, sin tener pensamientos, sólo la mirada emperrada en esa agua
estancada que parece viva de un modo distinto a la que contempla en el río,
cuya agua viene a veces limpia y lenta, a veces rápida y turbia, como la vida,
como su vida, ahora a cargo de una escolta de guamucheros que le impide acudir
a Ayutla donde, armas en mano, seguramente cantan los guerrilleros:
¡Qué bonita guacamaya,
azul, amarilla y verde
que peleó contra Santa Anna!
Chatita,
mi gallito nunca pierde.
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