jueves, 11 de febrero de 2016

Los Diablos criollos, esa sagrada hermandad secreta

Eduardo Añorve
Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.
11 de febrero de 2016

la verdad de un mito no está nunca garantizada
y no debe ser necesariamente ‘creída’
Walter Burkert


Ensayo una vez más un acercamiento al baile de los Diablos criollos, primordial y complejo, inagotable y en crecimiento siempre, ajusto mi mirada de este rito y sus variantes, que se practican entre nosotros, en esta mínima zona de africanía y negritud heredadas, cuyo territorio va del río Quetzala (en Guerrero) hasta el río de la Arena (en Oaxaca) y sus riberas, en la zona meramente costera de lo que conocemos como Costa Chica, en esta sabana que los castellanos de hace cinco siglos utilizaron para criar ganado, trayendo para ello cien familias negras, como esclavos, provenientes de esa entelequia que llamamos África, concretamente de las culturas yoruba y bantú-conga.

Leo a Burkert y algunas ideas en mi mente, que se condensaron y afinaron en mi última visita a Santiago Tapextla, encuentran eco en algunas palabras que él escribió sobre el rito y el mito en la religión griega. Desde hace tiempo he pensado que entre nosotros se he olvidado el mito detrás del baile de los Diablos (y del Toro de Petate y los Vaqueros, pero éste es otro tema) y solamente nos queda el rito (y sus variantes, insisto, las que ahora, en 2016, oscilan entre la tradición y el floclore). Lo que vemos, es de lo que podemos hablar. Y lo que vemos debe ayudarnos a entender o pensar, a preguntarnos por lo que animaba el rito. Ni siquiera conocemos relatos del cómo y el cuándo y el por qué del baile de los Diablos, pero sí tenemos lo que se ve, el rito, los ritos.

Que son una tradición primordial, que tiene siglos entre nosotros, puede verse en el uso magistral que algunos músicos hacen de ese prodigioso instrumento que es el bote, sofisticado y misterioso, sordo y profundo, y en el bote mismo, como instrumento, como creación de la inteligencia y la pasión; y en la elemental charrasca, ladina o argentina; y en el propio baile, durante el cual los bailantes acomodan el lomo para propiciar tal vez que alguna fuerza baje y los habite; y los habita, como ocurre en las ocasiones en que los bailantes se sumergen en el ritmo y puede vérseles agacharse y saltar muy alto (un metro, por ejemplo, como hacían los de El Quizá de principios de los años noventa 90 del siglo XX), proeza que realizan una y otra vez durante los tres días que duran los ritos de culto a los antepasados muertos. El puro salto en un solo ser ya es una demostración de que algo excepcional está ocurriendo.





Procurando ver qué grupo ejecuta, a mi parecer, el baile de los Diablos de manera más tradicional llegué a la conclusión de que el de Tapextla es probablemente el que mejor conserva las formas rituales de hace décadas. Allí todavía el individuo no está por encima del grupo, allí los individuos se acogen a las reglas que el grupo, la hermandad, impone para dar cohesión y mantener el orden de esa familia. Son una familia: uno de los primeros actos que hacen los encargados de organizar el baile es pedir permiso a los padres de los muchachos menores de edad que quieren participar, diciéndoles que esos días él dejará de ser su hijo para convertirse en hijos de la mama (la Minga) y el papa (el Terrón Pancho o el Diablo Viejo, depende de quien salga o se vista). A los bailantes mayores de 18 años se les advierte lo mismo: esos días no serán hijos de sus padres de verdad, sino que sus padres de verdad serán la mama y el papa que ordenan el grupo. Se les apercibe también de que en ese lapso quienes los corregirán serán los chicotes de mama y papa, y que si ven que a sus hijos (que de momento no son sus hijos) les pegan, no tienen que meterse a defenderlos ni decir nada, tienen que aceptar que la Minga y el Terrón Pacho serán los que les pondrán rienda esos tres días.

Incluso, la propia autoridad del pueblo sabe y conoce que así son esas cosas, y colabora, claro está. Hoy en día, la mama y el papa prefieren en sus filas a mayores de 18 años para que bailen, porque si tomaron la decisión de participar, van a aguantarse y no estarán sujetos a que los padres reales intervengan o los llamen ante alguna autoridad en caso de que los castiguen. Antes no había tanta congoja con la edad de los muchachos porque se daba por sentado que todo mundo aceptaba estas reglas. Otro acción preparativa que realizan los en cabeza es avisar a la autoridad del pueblo y pedirle las llaves de la cárcel, porque en esos tres días quienes mandan en el pueblo son ellos. Así, si algún diablo no obedece las órdenes o desacata la disciplina o deja de asistir uno de los días a bailar, se le encarcela y se le echa llave a la puerta, y ese diablo permanecerá preso durante el tiempo que dure el rito.

Porque la palabra y el criterio de los nuevos nana y tata de los Diablos son inapelables. Si uno no se forma en la fila cuando le toca, le tocan dos o tres chicotazos; si uno agarra algo que no le toca (por ejemplo, tamales, arroz con leche, calabaza o cualquier alimento de la ofrenda), chicotazos; si uno ya se cansó y no baila con enjundia, chicotazos; si uno le responde a la mama o al papa, chicotazos; si uno se quita la máscara cuando baila o delante de la gente, chicotazos (aunque en los últimos años esta prohibición se ha flexibilizado); si uno se equivoca al bailar, chicotazos; si uno no obedece la orden de la mama y del papa, chicotazos; si uno les miente, chicotazos; si alguien revela la identidad de la mama o del papa, chicotazos; y así. El castigo es una forma de mantener el orden, el precario y ancestral cosmos del baile de los Diablos. Y vertiginoso, también, ese cosmos. La misma gente del pueblo acepta esa autoridad, incluso en el caso en que se burlen de ellos, como ocurre cuando se les hacen versos/coplas donde los tildan de burros viejos.

Es una disciplina que tiene mucho de militar, la aplicada por la mama y el papa: hay un mando centralizado en dos personas o tres personas (personajes) que en esos días asumen la representación del núcleo familiar y del núcleo social, legal y legítimamente, además de la del propio grupo. Y a quienes se les respeta. De esta hermandad (de unos 20 miembros que se alienan en dos o tres y hasta cuatro filas, según el espacio que tengan para bailar) son excluidos quienes no están dispuestos a aceptar ser mandados de acuerdo al interés del grupo, anteponiendo los intereses de éste y subsumiendo los propios; aunque muchos se excluyen y no se interesan en ser bailantes sino en espectadores. La disciplina no puede relajarse, excepto que aquéllos lo permitan. Y aunque pudiera parecer excesivo el trato que reciben quienes infringen las reglas, los muchachos siempre están con ganas de ser incluidos, pero no pueden ser aceptados todos, sino sólo los electos.



Es un grupo cerrado, y así aparece ante los demás, ante quienes los ven y los siguen por horas en tanto recorren las casas de quienes desean que honren a sus muertos con el baile y los versos que suelen improvisar para el casero o la casera, de corte satírico-burlesco (Ya se van los Diablos,/ ya se van felices/ en el burro viejo/ del señor Ulises o Ya se van los Diablos,/ se van muy feliz/ en la burra vieja/ de doña Beatriz). El pago es la ofrenda de los altares o dinero (20, 30 pesos, a lo sumo) o, a veces, bebidas alcohólicas. Este año, por ejemplo, uno de los diablos convenció al portador de las bebidas que le diera un trago de aguardiente, se lo bebió furtivamente, pero la mama y el papa se dieron cuenta y lo hicieron beberse una media (botella de 335 ml, aproximadamente) de un trago, y luego otra, hasta terminar totalmente borracho, en tanto era recriminado por adelantarse, por romper la regla (¿Querías beber? ¡Ahora te la acabas! ¡Para que se te quite lo perro, para que no andes más de jamba’o!). Y el infractor tuvo que pedir perdón y jurar que no lo volvería a hacer. El portador de las bebidas también fue castigado a chicotazos. La mama y el papa son guardianes inflexibles de este orden, su orden, pues.

A los castigados suele dolerles el castigo, pero los demás diablos se ríen y se burlan de ellos y aplauden los chicotazos y piden que les asesten otros más, y el castigado aguanta de pie y en su lugar la chinga, y al final nadie guarda rencor. De hecho, nadie cuestiona los castigos, nadie cuestiona su justicia, nadie cuestiona la autoridad de la nana y el tata de tres días, excepto que quiera exponerse a ser castigado. Así, los diablos tienen que pedir permiso para ausentarse de la fila (por ir a mear, etc.), y siempre deben tener una causa que aducir para solicitar permiso. Y si les niegan el permiso, lo aceptan de buen modo, o no muestran su disgusto, en caso de que lo tengan.

Uno de los organizadores del baile, el principal, en Tapextla, padre de familia, de unos 40 años, me contaba que ni a él lo respetaban la mama y el papa una vez que se ponían las vestimentas y la máscaras y comenzaba el ritual. Pero no se arrepentía de ello, a pesar de que en algún momento ya le dolía el lomo de tantos chicotazos: estaba esperando con ansiedad el siguiente año para volver a salir de diablo, o de Minga o como músico. Claro que tampoco los músicos escapan a estas prohibiciones y castigos. Y si no te gusta, ni te arrimes, dicen la nana y el tata.

En las casas de Tapextla uno puede ver cómo los niños de tres años en adelante ya andan brincando, pidiendo que les hagan las máscaras y que los vistan de diablos. Algunos se pegan a las filas de los Diablos grandes en algún momento, consentidos por las familias; otros hacen sus pequeños grupos de diablitos en su casa o en su barrio, con máscaras rústicas y elementales que ellos mismos elaboran con ayuda de la mamá y hasta del papá. Se preparan, pues, para ingresar al grupo ritual cuando sea su tiempo.






Walter Burkert escribe, en Religión griega. Arcaica y clásica: “El ‘rito’, visto desde el exterior, es un programa de acciones demostrativas –fijado según el tipo de ejecución y a menudo según el período– y es ‘sagrado’ en cuanto que cada omisión o desviación suscita gran miedo y es causa de sanciones. Al ser comunicación e impronta social al mismo tiempo, el rito crea y asegura la solidaridad del grupo cerrado; en tal función, ha acompañado las formas de la convivencia humana desde los tiempos primordiales”.

No dudo que el baile de los Diablos de Santiago Tapextla sea un rito sagrado, ni que el mito todavía muestre algunos jirones de su telar.

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