martes, 22 de septiembre de 2015

LA ALEGRE PELEA DE LA NOCHE TRISTE EN SAN NICOLÁS


A las doce del día 16 de septiembre inició la pelea entre los apaches y los gachupines (guachupines, dice la mayoría de la gente de San Nicolás, tal vez porque se ha asimilado la idea de los gachupines con la de los guachos, los soldados, creándose esta nueva palabra).

Inició a esa hora porque la doncella que encarnó a la América nació hace 15 años; por esta razón también se llama América y sus padres le cumplieron el anhelo de representar a la protagonista de esta fiesta popular (como también fue el deseo de su abuela) en la que se escenifica en las calles de San Nicolás la derrota de los españoles a cargo de los indígenas aztecas, la llamada noche triste.
Antes de esto, la caravana que formaban los carros alegóricos de la reina de España y la América y sus huestes (aztecas, apaches, las tres garantías; la dama de compañía, los chambelanes) desfilaron para sumarse al desfile mayor, que incluyó a algunas escuelas y hasta a una representación de la Policía Comunitaria.

Había muchas expectativas en el aire, desde hacía meses: que la pelea iba a ser encarnizada (es sentido figurado, claro) pues los guachupines habían acopiado unas 18 gruesas de cuetes y cuetones, como para durar 3 horas peleando; y la gente de la América había respondido que iban a ver, que estaban dispuestos casi casi a todo pero que ni un cuete le iba a pasar cerquita a la doncella y que llegaría sana y salva, la honra intacta, a la iglesia.

La pelea de este año fue más corta, fue rápida. Hay un motivo de fondo: siempre tiene que ganar la América y perder la reina, como nos enseñan que sucedió en la noche triste. Así el asunto, los guachupines nunca deben ganar, porque sería traicionar la historia nacional, nuestra historia como mexicanos; por eso, aunque puedan ganar, terminan perdiendo, y a veces eso los encabrona, como ahora.

Y esta vez perdieron, pero lo hicieron para seguir con el guión tradicional: al final, después de que sonó la campana para anunciar que la pelea debería terminar porque la América había entrado en la iglesia, los guachupines siguieran guerreando; y tuvieron que intervenir los policías comunitarios para parar la pelea, porque no hacían casi a las amonestaciones y las amenazas que les hacían en la bocina.
Uno que otro moreteado, uno que otro raspado, uno que otro con las ropas rasgadas, pero todos en paz, a pesar de que en ciertos momentos las pasiones amenazaban con desbordar a los guachupines y arrollar a los apaches; por fortuna, todo quedó en palabras, y al final, todos contentos, como amigos o no enemigos, sabedores que éste es un juego.

Tampoco la reina de España y la América escaparon a estas pasiones: estas niñas se hicieron señas groseras, se dijeron palabras ofensivas, se echaron miradas de puñal, se jalonearon y desgreñaron durante el acto de entrega de la corona de aquélla a ésta, y después todo siguió: América cortó las cadenas de la esclavitud, los apaches bailaron esos viejos sones de indios (como El pitorreal), y al final terminaron casi todos en la cancha, echando chelas mientras esperaban la barbacoa, y escuchando música arrecha.

La imagen que cierra esta historia es la de la América bailando con los guachupines; ellos haciéndole rueda; ella, bailando con ellos de a uno por uno, riendo, gozando, festejando que hace un chingo de años pelearon la independencia y la abolición de la esclavitud los indios aztecas o apaches y los guachupines de España, o tal vez que en algún momento la suerte se volteó y se hizo triste para estos, que perdieron una gran pelea en Popotla, la que en los libros de historia de los escolares se suele llamar la noche triste (aunque, viendo a los sannicolareños, debería llamarse la noche alegre).

[Eduardo Añorve]

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