Parece que, a contrapelo de su voluntad, el héroe
afromexicano don Vicente Guerrero ha podido franquear la frontera de “línea
racial”, ha conseguido el anhelado, por muchos, pase de casta: de
negro-mexicano a mestizo y de mestizo a blanquito —según
se mira ahora en las estampas que lo retratan— para que
presencie, mudo e impasible, las ceremonias patrias de septiembre: decolorado de piel,
nariz afilada, los rizos alisados. De hablar ahora, criollizado, blanqueado,
embellecido, ¿cecearía?
Paradójico destino de un hombre que se sabía
negro y se asumió como tal; para muestra baste un dato: el 15 de septiembre de
1829, siendo presidente de la República, y en medio de muchas tribulaciones e
intrigas políticas, don Vicente decretó abolida la esclavitud, “deseando
señalar el aniversario de la independencia con un acto de justicia y de
beneficencia nacional que reintegrase en los derechos á una parte desgraciada
de los habitantes del país”, según interpretan y apuntan Enrique Olavaria y
Ferrari y Juan de Dios Arias. Estos autores quedan cortos: la abolición de la
esclavitud no sólo fue un acto hacia la masa de los excluidos, la mayoría del
país, por quienes pudo realmente llegar a la presidencia; también hacía
justicia a sus soldados cercanos, gente de su confianza, como Francisco Atilano
Santamaría, Juan Bruno (a) “El Africano” y Juan del Carmen, vecinos los
primeros de Cuajinicuilapa y el otro de Cuanachinicha —zona amuzga, a decir de
los que se supone que conocen—. También se incluía el héroe en la casta de los
infames por el color de la piel, por tener una gota de sangre africana, como
condenaban los europeos: en 1830 se alborotaba a la negrada y a la indiada del
sur —ahora estado de Guerrero— con el argumento de “que se quitó a Guerrero de
Presidente por negro” y había que defenderlo. Negro.
Al paso de los
siglos, la iconografía oficial reciente —imbuida, tal vez, de la ideología que
condensa el errático José Vasconcelos apóstol del magisterio: “Los tipos bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De
esta suerte podría redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por
extinción voluntaria, las estirpes más feas irán cediendo el paso a las más
hermosas”— le ha quitado la mácula de la infamia, post mortem, como si le hiciese
falta; de paso, lo han hermoseado. ¡Bendito San José Vasconcelos! En tiempos
suyos, los de don Vicente, en los de la Colonia y aún en los nuestros, los
post-modernos, el color de la piel ubica y jerarquiza a los individuos. Como si
el sistema de castas, los estamentos que impedían o pretendían impedir el
ejercicio de los derechos humanos, tuviera vigencia, ya no en las leyes
escritas sino en las conductas prejuiciosas de los humanos, en los estereotipos
sociales que rigen y ciñen esas conductas, en contrario con la moral.
Decretar abolida la esclavitud desde esa
posición, en esa fecha, con esa investidura, es un hecho que no ha sido
suficientemente valorado: fue darle una patada en el culo al sistema de castas,
porque a pesar de que en esos años y en los cincuenta anteriores, cuando menos,
ya no existía la esclavitud, sí pesaban sobre los afrodescendientes el estigma
de infamia, la marginación por el color de la piel y los rasgos fenotípicos, la
discriminación por incivilizados. Para mejor enterarnos de ello, veamos un
ejemplo: en el Congreso de Puebla, en 1848, cuando se discutía si se aceptaba o
no la formación de un nuevo estado, el de Guerrero, se argumentaba que “un
pueblo recien conquistado por los bárbaros de la edad media no presentaria peor
aspecto que estos paises en la actualidad. Todo lo que la miseria tiene de horrible:
todo lo que la ignorancia tiene de abatido: todo en fin lo que en el abandono y
destrucción tiene de mas espantoso, he aquí en compendio el departamento de
Tlapa” [se respeta la ortografía original]. Aclaro que la actual Costa Chica
pertenecía entonces al departamento de Tlapa. Además, seguían los sesudos
diputados: “¿qué sociedad particular y privativa será dado formar entre sí á
unas gentes que carecen aun de los primeros elementos de civilización,
hallandose por decirlo así, sumidas en embrutecimiento y la barbarie? ¿Qué
conocimientos tienen de los derechos y obligaciones que el pacto social impone
y concede à los ciudadanos? ¿Que capacidad hay en ellos para ocupar los puestos
públicos y desempeñar las altas funciones administrativas? ¿No será un
escándalo ver compuestas sus asambleas por hombres rudos y groceros (sic), inútiles tal vez aún para dirigir
por sí mismos los asuntos domésticos mas triviales? Objetos de risa y desprecio
seràn sin duda, señor, esos representantes, cuando pretendan ejercer los
difíciles cargos que les fueren confiados, no pudiendo sostener por sí una
independencia propia, y luchando con los graves inconvenientes y peligros que
el mando y el poder traen consigo”. Edificante, ¿no?
La estirpe magisterial en este país se ha
encargado de diseminar y hacer germinar verdades no verdaderas, que se toman
como tales pero no lo son; de entre ellas, una que despoja a don Vicente Guerrero
de su condición de negro, de su filiación étnica, una circunstancia no
circunstancial sino esencial en el guerrero y sus huestes. Incluso se perpetran
representaciones conmemorativas de “La Independencia”, se hace desfilar a los
“alucnos” —así lo dicen y repiten hasta la saciedad y hasta por altavoces o bocinas,
alucnos por alumnos— y se ponen en escena carros alegóricos para ensalzar La
Madre Patria y La América, maters doloridas de la nacionalidad mexicana,
ignorando la de la tercera raíz, La Negra, La Africana, que es también la de
don Vicente, quien de blanquito es retratado y seguro que si a la guerra va, se
raja por la calor tan candente, o ésta lo quema tal que nos lo devuelve negro o
prieto.
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