viernes, 13 de noviembre de 2009

CIMARRÓN MODERNO, PATÓN SE REÚNE CON SUS ANTEPASADOS MUERTOS


Para
Giusseppe Irra

(Despacito pero sí toda, que es otro modo de decir: Tarde, pero seguro)


La esencia, el entramado de la cultura cimarrona de la Costa Chica no reside en la labor y el trabajo de individuos personalizados sino en el de individuos que forman parte de una red, de un grupo, de una comunidad, que por sí mismos no son, no significan, no despliegan su potencialidad creadora, a diferencia de los creadores y artistas burgueses. Estos personajes son héroes de nuestra cultura que pasan a la posteridad de manera anónima, en las letras de chilenas como La sanmarqueña y La yerbabuena, o en corridos como el de El paso de la canoa y Filadelfo Robles, en los bailes del Toro de Petate o de los Diablos, amén de innumerables coplas y versos.

Para mejor precisar lo que enuncio cuando digo cultura cimarrona de la Costa Chica, recupero algo de lo escrito por Richard Price en el libro Sociedades Cimarronas: “Muchas de las técnicas para adaptarse al medio ambiente fueron aprendidas claramente, de manera directa o indirecta, de los indios americanos… Las tecnologías indígenas –desde la elaboración de artesanía y la costura de hamacas hasta la pesca por intoxicación o el procesamiento de mandioca [o camote]– fueron adoptadas y, frecuentemente, desarrolladas más aún por los esclavos, quienes tenían que cubrir la mayoría de sus necesidades cotidianas. La vida cimarrona significó numerosos cambios en su diaria sobrevivencia, pero fue a base del conocimiento técnico desarrollado en la ‘interacción’ entre indígenas y negros en las plantaciones que se forjaron la mayoría de las notables adaptaciones cimarronas”.

Este estudioso pone énfasis en la interacción entre indios y negros; más tarde, matiza estas relaciones, matiz que, a mi juicio, se aplica a la Costa Chica, particularmente en las zonas de palenques como La Sabana, las llanuras y los bajos del oriente del río Quetzala (municipio de Cuajinicuilapa, en Guerrero, y San José Estancia Grande, y pueblos intermedios, en Oaxaca), como en Collantes y el desaparecido Coyula, también en Oaxaca: “En algunos casos, grupos de indígenas y de cimarrones se ‘fusionaron’, tanto cultural como genéticamente, pero sus posiciones relativas en sus contactos sociales fueron diferentes”. Y aunque en la Costa Chica no sólo se “fusionaron” indígenas (mixtecos, amuzgos, nahoas, zapotecas, etc.) y cimarrones, sino también negros esclavos y libertos, la posición de hombres “de confianza” o la cercanía que tuvieron los africanos con los europeos sirve para explicar en gran medida las diferencias entre afrodescendientes e indígenas en los actuales pueblos costeños, y también su unidad.

Los héroes, decía, de la cultura cimarrona permanecen en el anonimato o tienen nombres no propios, es decir, no oficiales, que no pueden figurar en el acta de nacimiento ni en la credencial para votar. Miguelito Matatoro, Culobajito, Juan Tilinque, la Mula Bronca, algunos tan viejos como Pedro de Urdemalas o el Negrito Vasconcelos o el Periquillo Sarniento. Anoto sólo algunos de mi pueblo; seguramente en cada región habrá los propios. Agrego ahora otro nombre: Patón.

Productos del pueblo, se dice. Decantadores de siglos y siglos de conocimiento, de sabiduría, de arte, creadores. Lejanos de la Kultura, ese esperpento, esa entelequia occidental que excluye lo que no le es semejante. No hablo ahora de creadores burgueses. [Permíteme este epíteto, lector ilustrado, para hablar del concepto occidental o eurocentrista del artista: el individuo elegido que es capaz de crear poesía -en forma de pintura, escultura, dibujo, música, literatura, cine, teatro, fotografía, etc.-, solo, como resultado de una actividad intelectual interior movida por una conciencia a menudo desgarrada, al margen o de espaldas a una sociedad que deberá convalidar posteriormente sus hallazgos para que adquieran valor e, inevitablemente, comercializarlos. Es el caso del genial Álvaro Carrillo, quien medió entre estos dos extremos; aunque a lo largo de la humanidad lo popular nutre lo “culto”.]

En sentido contrario, un artista popular, un héroe cultural, como fue Patón se forma en la observación y en la ejecución, en el trabajo de grupos, de comunidades, aprendiendo por sí mismo y por formar parte de ellas: a sus 28 años de edad, era maestro de niños y jóvenes que pretendían ser vaqueros del Toro de Petate, que pretendían bailar como Diablos, grado que adquirió después de años y años de ser alumno de esas escuelas sin aulas ni materias ni títulos vacuos. Tampoco le eran desconocidas las artes del baile de los Diablos, como bailante y en la ejecución de personajes como la Minga o el Tenango, dueños de sus propios bailes y chanzas, o del Terrón-Pancho; ni las técnicas de elaboración de máscaras de Diablos ni las de construcción del Toro de petate le fueron desconocidas, actividades colectivas éstas. Organizador y líder de jóvenes.

Patón acaba de fallecer, en Cuajinicuilapa; se accidentó viajando en motocicleta de Punta Maldonado, o El Faro, hacia Cuaji. Era descendiente de cimarrones. Era uno de los puntales de la profunda cultura cimarrona de Cuaji y, en ese sentido, de la Costa Chica, y como tal era él porque era parte de un grupo, de una comunidad, de los Diablos, de los Vaqueros del Toro de Petate; y sólo en esa medida era él mismo. Más allá, tal vez, del individualismo que educa este sistema de producción, el capitalismo. No necesitó ir a la escuela para que aprendiera a ser solidario con todos, sin distingos de clase social ni posición económica ni color de piel o pendejadas de ese tipo. Solidario, particularmente, con los pobres como él, con sus iguales, con sus pares, con quienes viven al margen del sistema, cuestionándolo inconscientemente tal vez (no forman parte de las buenas conciencias ni las complacen), siguiendo alguna pulsión antigua, de siglos, buscando libertad, armados de rebeldía e insolencia, armados de inteligencia y creatividad, valores estos que se manifiestan en esas formas rituales, que siguen intuitivamente antiguas prácticas paganas olvidadas, el baile y la música, capaces de tensar y romper las reglas sociales cuando es preciso. Cimarrones modernos que regresan al monte para celebrar la cruz el 3 de mayo, por citar un caso.

Fue Vaquero del Toro de petate, más que de San Nicolás Tolentino; Capataz, Caporal, Minga, Terrón-Pancho, Corazón del Toro. Constructor del toro, también, maestro de vaqueros. Fue Diablo, Minga y Diablo mayor o Tenango. Tocaba el tambor, la charrasca y el cuerno. Pero estas palabras no pretenden retratar la inmensidad de un hombre de tantos tamaños, sino recordar algunos hechos suyos y reflexionar sobre su quehacer, y sobre su vida, que la muerte ahora ha definido o delimitado, como hará con nosotros, lector vital y mortal.

Nobleza y tranquilidad, generosidad, no las desconoció, gesto importante en esta época de miserias espirituales públicas. Guerrero, y más hombre de paz que de guerra, pero basado en un código de honor que hacía de sus amigos él mismo, llegando a pelear sus guerras sólo por solidaridad, a riesgo, incluso, de su propia integridad. Ninguna calle llevará su nombre y en ninguna escuela rendirán homenaje a Patón, héroe cultural de Cuajinicuilapa, de la cultura negra o afromexicana o afroindia.

Hombre del solidario alcohol, también, Patón. Alcohol, ese pegamento que une a los hombres antes que desunirlos, porque Patón prefería no pelear aunque terminara haciéndolo, prefería amigos antes que enemigos. Pero mis palabras no dicen lo que mejor expresa Nicanor Parra en estos versos que anoto, pensando en las últimas cervezas que bebí con varios amigos, entre ellos Patón: “…¿Hay algo, pregunto yo/ más noble que una botella/ de vino bien conversado/ entre dos almas gemelas?// El vino tiene un poder/ que admira y que desconcierta/ transmuta la nieve en fuego/ y al fuego lo vuelve piedra.// El vino es todo, es el mar,/ las botas de veinte leguas, /la alfombra mágica, el sol/ el loro de siete lenguas.// Algunos toman por sed,/ otros por olvidar deudas, /y yo por ver lagartijas/ y sapos en las estrellas.// El hombre que no se bebe/ su copa sanguinolenta/ no puede ser, creo yo,/ cristiano de buena cepa.// El vino puede tomarse/ en lata, cristal o greda/ pero es mejor en copihue/ en fucsia o en azucena.// El pobre toma su trago/ para compensar las deudas/ que no se pueden pagar/ con lágrimas ni con huelgas.// Si me dieran a elegir/ entre diamantes y perlas, /yo elegiría un racimo/ de uvas blancas y negras.// El ciego con una copa/ ve chispas y ve centellas,/ y el cojo de nacimiento/ se pone a bailar la cueca.// El vino cuando se bebe/ con inspiración sincera/ sólo puede compararse/ al beso de una doncella.// Por todo lo cual levanto/ mi copa al sol de la noche/ y bebo el vino sagrado/ que hermana los corazones”.

Bebamos, pues, lector dionisíaco [o apolíneo, que los dos son uno, el hombre], el sanguinolento vino del dolor por la pérdida nuestra y por el placer que le debe representar a él reunirse con sus antepasados muertos, esos cimarrones que entintaron y embellecieron y se embellecieron y destiñeron con las antiguas y originarias culturas indígenas de la Costa Chica, que nos legaron lo que guardamos profundamente. Resumo este espíritu con un par de versos nuestros, conocidos, muy conocidos: pa morir nacen los hombres,/ no vivir la esclavitú.

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