sábado, 18 de marzo de 2017

COSTA CHICA... ¿COLOMBIANA?
(Agosto de 2004)


Cuando mi tío Licho Zavaleta bajaba en su panga –uno de los nombres con que nos referimos a la piragua o canoa– por el río que comunica a Comaltepec con Cerro de las Tablas, encendía el motor de gasolina para hacer sonar su tocadiscos. Iba a tocar en algún baile en Las Tablas. Por el camino se deleitaba escuchando alguna cumbia o guaracha o charanga o cualquier ritmo de esos de Colombia, a cargo de los tales Corraleros de Majagual, por ejemplo: El espejo del chinito, La cotorrita, El vampiro, La piragua, La burrita, Charanga costeña, Cumbianberita; en fin, infinidad de canciones y títulos que olvido por negligencia memorial. En la cancha de Las Tablas, jóvenes, niños, adultos y [hasta los] perros se alborotaban esperando la hora de la fiesta, regada y barrida la pista, los oídos atentos. Al percibir el más pequeño rumor de alguna nota musical de avanzada, los chiquitillos corrían a la playa, abajo del remanso, para esperar al “músico” del tocadiscos. En despuecito llegarían los mayores a por Licho y su máquina de sonidos. ¡Y hágase el baile! Eran los últimos años de los sesenta.
Decía mi abuelo Tino que la música de Los Magallones ya era vieja, anterior a ellos. Si uno se entera que los Corraleros de Majagual cantaban Festival de Guararé, puede colegir una certeza: el mítico Cuararé de los huehuetecos es deformación fonética del Guararé panameño que cantan los colombianos –y otros que no viene al caso incluir–, sobre todo porque no existe en nuestra geografía lugar con ese nombre ni sustantivo o verbo o nombre propio o algo que le dé un significado alternativo. No se pretende restar importancia a la inventiva de Nacho y sus secuaces musicales, sino rastrear el origen de una palabra que cantamos y cantamos, sin entender bien a bien qué quiere decir. Si lo anterior es cierto, en la obra de Los Magallones concurre, también, una presencia colombiana. Andando el tiempo, en los finales años de los setenta, la Luz Roja de San Marcos importó, desde el meritito Colombia, a uno de los músicos más importantes para la cumbia costeña: Aniceto Molina. Seguro es que llegaron también muchos más músicos colombianos y de otras latitudes; sin embargo, la digitación acordeónica, el arrecho ritmo, el fraseo vocal y la picardía en las letras de las canciones de Aniceto son excepcionales. Su influencia ha sido y es tanta que hasta conjuntos jóvenes y de otros géneros musicales se han enriquecido bajo su tutela; pongamos por caso a El Gran Silencio, quienes lo reconocen y admiran e imitan en lo que se puede.
Anoto lo anterior para apuntalar la idea sugerida en el título: lo colombiano en la Costa Chica. Y paso a enunciar una idea que me preocupa, motivo por la cual reflexiono de este modo: En los años recientes –diez, cuando menos–, la producción, el tráfico y el consumo de drogas ilegales llamadas estupefacientes ha crecido aceleradamente. Y no hablamos de mariguana y otras mariguanadas, sino de coca –no de la negra–, crack y XTC o éxtasis. No sé si técnicamente sea correcto hablar de producción de cocaína en la Costa Chica; quiero referirme al proceso químico que convierte a la pasta extraída de las hojas de la planta y es “cocinada” para convertirla en una sustancia inhalable, fumable o inyectable, normalmente adulterada o “cortada” –se sabe que el polvo que se vende en las calles no es cocaína pura, sino que está adulterado y contiene apenas entre 20 y 40 por ciento de coca; a veces se le agrega bórax, lactosa o manitol, o anfetaminas y algún anestésico, o gis o talco y procaína o novocaína–. En Pinotepa, por ejemplo, existen laboratorios subterráneos donde se le “cocina”; en el municipio de Cuaji, se sabe de algunos excelentes “cocineros”; en San Nicolás, los últimos dos años han sido fecundos para el tráfico y el consumo de estas drogas –se venden como vender palomitas: a la vista de todos, los clientes amontonados ante la ventera y sin que nadie diga nada–. En Ometepec, como en Pinotepa y Cuajinicuilapa, el asunto es cosa normal y aceptada por autoridades y ciudadanos.
Que los humanos tenemos necesidad de conocer y habitar otras realidades o de fugarnos de ésta, se conoce y acepta. El arte, por ejemplo, promueve formas y visiones de otras realidades. “La pregunta –incita mi amigo Jaime d’Angela– es ¿por qué nos drogamos?”. Mil y una noches llevaría cuestionar, aventurar respuestas y concluir al respecto. No la justicia ni la moral sino la ontología, propone explorar Jaime; es decir, meternos en los recovecos de la naturaleza de la existencia humana. Ni conocimiento ni espacio suficientes para ello tenemos ahora. Baste con saber que quienes la consumen experimentan, durante un lapso de media hora a una hora, euforia, locuacidad y sensación general de bienestar y lucidez, excitación, ansiedad, disminución de la fatiga, aumento de la capacidad de trabajo y sensación de mayor fortaleza física.
Lo complicado y conflictivo es el círculo vicioso que se genera en rededor de las drogas ilícitas: consumo, delincuencia y violencia. Aderezados con la corrupción de los cuerpos policiacos encargados de combatirlos, la impunidad legal y la impunidad social, tanto de los delincuentes como de los consumidores. El robo a casas, el asalto a mano armada, el robo de ganado, la extorsión, el vandalismo, los asesinatos, se han convertido en cosa frecuente. El que no anda armado quiere armarse, quiere defenderse al ojo por ojo, aunque terminen tumbándole un diente. Uno de los actores más involucrados en la comisión de delitos es la policía judicial, lo que garantiza la impunidad legal. La aceptación social de los narcotraficantes permite la impunidad social. Un encargado de procurar seguridad pública confiesa, en corto, que el asunto está cabrón, cabroncísimo, y entrarle es arriesgar la vida. Se sabe que en la zona actúan agentes de la Agencia Federal de Investigación infiltrados, y que son conocedores de la situación; se conoce que la Secretaría de la Defensa Nacional acopia información al respecto; en fin. Y no pasa nada. Parece que no pasa nada. Nadie hace nada.
“Está difícil, dice un amigo ganadero. Ni cómo meterse a ese asunto. Que las autoridades actúen”. Así se piensa, se pretende resolver el asunto personal, el individual, el que atañe a uno y a su familia. “¿Hasta que te secuestren un hijo, vas a actuar? –contra ataco–. ¿Hasta que te hagan o les hagan algún daño? Colombia parece estar cerca. O, si no lo estuviera, ¿para qué esperar hasta allá?”. No hay respuesta de su parte. Lo cierto es que mucha gente comienza a armarse por miedo. El código de honor de las armas ha cambiado: ya no se trata de demostrar valor sino de defender el patrimonio, hierro contra hierro. O de conquistar lo ajeno, de robar, de extorsionar, de envilecer al otro. Tiremos la Ley al monte.

Dice José Luis Arriaga Ornelas que “en México, durante la segunda mitad de los noventa se batieron casi todos los registros sobre el número de secuestros, robos, asesinatos y el contrabando de droga, entre otros índices delictivos. Ante ello, se volvió lugar común equiparar la realidad mexicana con los problemas de violencia que aquejan a Colombia desde hace varias décadas. No obstante, los argumentos esgrimidos para pretender tal comparación se alejaban de la causalidad de la violencia en la misma medida que se acercaban al carácter meramente informativo: era en los medios donde se daba cuenta del acercamiento entre los dos países; el síntoma de ello era la explotación de la nota roja”. Tiene razón. Son realidades distintas y obedecen a causas distintas. En mi caso, no me mueve la explotación de la nota roja para hacer la comparación, sino el miedo a la violencia, al delito, a la corrupción y a la impunidad. Porque sé que vivir en medio de ellos no es sano y sí peligroso y deprimente. Y también por cuestiones sentimentales: la riqueza que los colombianos han dado a la Costa Chica, cuando menos en lo musical, es alentadora y gozosa, y el deseo insiste en pretender que sea la única.

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