Lorenzo Meyer
Nada está escrito de antemano. Lo que acaba de suceder en Haití –el terremoto y sus consecuencias– es el último episodio de una tragedia que muestra, por si hiciera falta, que los procesos históricos son indiferentes a la idea de lo justo. Si en nuestro hemisferio alguna sociedad debería haber corrido con mejor suerte política y económica de la que tuvo, es precisamente el país más pobre del continente: el que hoy ocupa la parte occidental de la isla que una vez se llamó La Española.
Una característica fundamental de los procesos de la naturaleza es su completa indiferencia hacia el dolor y hacia lo que nosotros entendemos por moral, por el deber ser y la compasión. En el estado de naturaleza la regla es que el pez grande se come al chico y que el fuerte sobrevive y el débil perece. En las sociedades animales de alto desarrollo funciona la cooperación pero no la solidaridad ni el altruismo: cuando el beneficio común no se da, la sociedad se disuelve.
Por algún tiempo, el proceso de evolución de las especies se explicó por una meta última de todo lo viviente: el perfeccionamiento constante. Hoy, los biólogos han abandonado esa idea y ven a la evolución como un mecanismo de adaptación que tiene mucho de azar y que carece de propósito final. Desde esta perspectiva, nada está definido de antemano.
La idea de progreso. Desde tiempo inmemorial, desde que cobró conciencia de lo precario de su existencia, el hombre buscó una razón de ser y la encontró en esa diversidad de dioses que registra la historia. Sin embargo, en la civilización occidental se fue elaborando otra respuesta paralela o alternativa: la idea del progreso. Según esta perspectiva, la marcha de la historia no es cíclica ni está dominada por el azar, sino que tiene un sentido y una finalidad última. Esta visión optimista del acontecer humano como progreso, se elaboró durante la Ilustración, se afianzó con Hegel y se independizó de cualquier elemento religioso con Marx. Este último supuso que por la vía del choque milenario entre las clases, el mundo llegaría a la etapa de la verdadera historia, a esa donde ya no existiría la propiedad capitalista, la explotación ni el dominio de una clase o grupo sobre otros –por eso el Estado y la política desaparecerían– y la naturaleza sería definitivamente conquistada por el hombre y sometida mediante la ciencia y la tecnología al punto que entonces y sólo entonces, la verdadera esencia humana tendría posibilidad de expresarse.
La visión radical del progreso y por tanto de la seguridad sobre el futuro, ya perdió fuerza; está a la defensiva. Las sociedades no pueden confiar en razones metafísicas que les aseguren un futuro mejor que el pasado y el presente. Es el esfuerzo humano consciente lo único que puede llevar a un arreglo colectivo mejor, pero la mala fortuna o el predominio de intereses particulares sobre los generales pueden conducir al retroceso y al fracaso de la empresa colectiva sin importar lo injusto del hecho. Así, un conflicto nuclear o una continuación del abuso del medio ambiente, pueden terminar con la historia humana misma.
Un ejemplo de injusticia histórica. Haití no ha visto la suya desde que tuvo lugar el brutal encuentro entre los europeos y la población nativa en el 1492. Los pobladores originales fueron arrasados por los españoles mediante tres vías: el exterminio directo, el trabajo extremo y la enfermedad. Luego vinieron los franceses, que en el siglo XVIII convirtieron esa parte de la isla en la colonia más productiva del mundo al combinar el clima con las plantaciones de azúcar y café destinadas a satisfacer la demanda de commodities de un mercado mundial en expansión con el trabajo esclavo africano de gran intensidad.
Hay que tener en cuenta que el comercio mundial de estos esclavos alcanzó su apogeo en el decenio 1783-1793, es decir, justo cuando estalló la gran rebelión de los trabajadores esclavizados en Haití. Las tropas de Napoleón trataron pero no pudieron imponerse sobre sus antiguos cautivos y para 1803 perdieron de manera definitiva el control del occidente de la isla, de la joya económica del imperio francés de ultramar. En 1804 el medio millón de antiguos esclavos africanos declararon la independencia de su territorio bajo el nombre que le habían dado los habitantes originales, los eliminados tres siglos atrás: Haití. Se trató de la única rebelión de esclavos que culminó su triunfo con la formación de un país: ¡un éxito impresionante! si se le compara con México, en donde el esfuerzo de los insurgentes terminó en derrota militar y donde la independencia sólo fue posible años después, en 1821, gracias a que los criollos anti insurgentes se volvieron contra su rey.
Una victoria muy amarga. En 1804 los antiguos esclavos franceses le dieron un sentido profundo a eso que la revolución en París había proclamado antes pero, desde luego, sin incluir a sus esclavos africanos en El Caribe: libertad, igualdad y fraternidad. Sin embargo, Francia y el resto del mundo de los imperios, le hicieron pagar muy caro su logro. Estados Unidos, por ejemplo, no reconoció a la nueva nación sino hasta 1862 porque ¿cómo iba a recibir la Casa Blanca un embajador negro si en Washington los negros eran aún esclavos? Francia, por su parte, exigió en 1825 a sus antiguos explotados que le pagaran 100 millones de francos como condición para su reconocimiento: ¡quienes robaron la libertad de los africanos les cobraron para retornársela!
Y es aquí donde la historia se torna particularmente injusta. El Haití independiente estaba formado por individuos que fuera de su condición de antiguos esclavos tenían muy poco en común. Los franceses no habían fomentado que los trabajadores forzados echaran raíces, era más económico trabajarlos sin descanso hasta la muerte y remplazarlos de inmediato por otros recién capturados, que permitirles formar familias y tener hijos, eso era demasiado costoso. Así, al asumir su independencia, y a diferencia de experiencias coloniales como la mexicana, los haitianos independizados no tenían historia en Haití, nada equivalente a los pueblos indios de México. Sin identidades culturales, y con la antigua economía en ruinas, los haitianos terminaron por abandonar la odiada economía de plantación –hoy, el azúcar la importan– y la guerra civil –en parte una lucha entre mulatos y negros– se convirtió en la casi inevitable conclusión de la magnífica victoria de los esclavos sobre los amos. La mala relación entre Haití y su vecino, la República Dominicana, tampoco ayudó al buen desarrollo del país de los descendientes de los que se habían liberado a sí mismos. Entre 1843 y 1915, año en que Estados Unidos ocupó Haití, hubo 20 gobiernos donde las sucesiones fueron marcadas por represión, rebeliones y asesinatos. El desarrollo económico en esa situación simplemente fue imposible y la cultura de la pobreza echó raíces hondas.
La ocupación norteamericana duró hasta 1934, pero como tuvo lugar en una época de fuerte racismo en el país ocupante, ese par de decenios no sirvieron para darle una segunda oportunidad a la independencia haitiana. Más tarde, la Guerra Fría propició que las dictaduras de Francoise Duvalier, Papa Doc y de su hijo (1957-1986), fueran aceptadas como funcionales para los intereses de Washington en el Caribe. El último descalabro político de la sociedad haitiana fue el fracaso de Jean-Bertrand Aristide, el cura salesiano que llegó con un enorme apoyo popular a la presidencia en 1990 como resultado de las primeras elecciones realmente libres en el país, pero que finalmente no supo estar a la altura de su gran responsabilidad y oportunidad históricas.
El terremoto del 2010 encontró a Haití como la nación más pobre del Hemisferio Occidental y necesitada de la presencia de una fuerza estabilizadora de las Naciones Unidas para darle un mínimo de fuerza a un Estado que por sí solo era incapaz de mantener el orden y el mínimo de servicios en un país de 10 millones de habitantes, básicamente rural y devastado por la miseria y los efectos de huracanes sobre una geografía previamente destruida por la deforestación.
El futuro. La historia de Haití –único país moderno nacido de una exitosa rebelión de esclavos– demanda de sus antiguas metrópolis, de los países de nuestro hemisferio y del resto de la comunidad internacional, un esfuerzo extraordinario para transformar una catástrofe en un punto de inflexión y que se empiece a pagar la enorme deuda que significó la inhumanidad de la esclavitud. Sería de desear que hoy surja la voluntad para que el mundo obligue a la historia a dejar de ser indiferente y se haga justicia en Haití.
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