(La Esquina de Xipe)
Para el Yor, el convertido
Antes huía de mí,
ahora me salgo al encuentro…
Víctor
Manuel
Siempre he sido lerdo, obtuso o tarugo para
esos asuntos de la religión, de las creencias en seres supra o infra naturales.
En mi infancia acudí por voluntad de otros a la iglesia, fui bautizado,
confirmado y comunionado e, incluso, caseme de blanco y toda la cosa por esa
misma vía, aunque en realidad durante mucho tiempo fui incrédulo: acudí a todos
esos actos aparentemente religiosos como quien oye misa, sin prestar atención y
más por obligación ante mis semejantes que por convicción, y atento, sí, a la
hora de las chelas y el mole, los tamales o la barbacoa y el baile, sobre todo
cuando fungí de padrino de niños que sigo queriendo, a pesar de que ya no soy
y, tal vez, nunca fui católico, como se sospecha o sostiene que semos los mexicanos.
En mi adolescencia y juventud me declaré ateo,
más convencido que aconsejado por el maestro Rius y unos librillos rojos que
llegaban de China y hablaban de la inexistencia de Dios y del opio del pueblo.
Ateo, y no gracias a Dios sino al marxismo dialéctico, que embonó perfectamente
con mi carácter y mi modo de entender y vivir el mundo. Ateo, ni comunista ni
socialista sino anarquista, enemigo de todo lo que significase poder para
oprimir, como en el caso de las iglesias, más que de las religiones. En ese
tiempo descubrí que el cristianismo fue en su origen una religión
revolucionaria, pues pretendía en medio de un imperio que todos los hombres,
desde el emperador hasta el esclavo, eran semejantes o iguales ante la ley de
Dios. Y no conozco más ley de Dios que dos preceptos: tratar al otro como a uno
mismo. Si ese precepto lo practicaran los creyentes en Dios (en cualquiera de
sus advocaciones o nombres), seguro que me suscribo a la idiosincracia. El otro
precepto lo enunció así un poeta español, diciendo que el niño Jesús dice que pecado es/ hablar mal de los
vecinos,/ y que pecado no es/ besarse por los caminos.
No creo en Dios, no creo en las religiones, no
creo en las iglesias (espero haber enunciado bien estas definiciones). Para el
caso de Dios, he entendido que mi entendimiento es estúpido o incapaz o
insuficiente, que mi mente no alcanza a desentrañar o comprender o aprehender o
inteligir o intuir su presencia. Por ello suspendo mi juicio: de Dios, no sé si
existe o si no existe. En cuestión de religiones, me agrada el budismo, pero
sólo en lo que dice y no en lo que hace; la mitología griega me apasiona,
particularmente porque es invención de una imaginación fecunda; de la santería
conozco poco, a pesar de que a veces me asumo bajo la égida de Exhú, el yoruba,
o del Santo Niño de Atocha católico; en fin, sospecho que hay una religión para
cada gusto o talante: que os aproveche. Tomad,
vosotros, catadores ruines de vinillos humanos, esos vasos donde el jugo de
lirio a grandes sorbos sin compasión y sin temor se beben, dejó escrito el
amadísimo José Martí.
Mi experiencia con amigos míos, creyentes en
religiones diversas, me mueve a risa. AE profesaba una especie de
budismo-aztequismo-marcialismo que la conminaba a la privación de todo lo
mundano, como un modo de purificación del cuerpo para purificar por esa vía el
espíritu. Llegó a esta posición después de haber derramado placeres en exceso.
Me interesaba su verborrea y los soportes ideológicos de su religión, sobre
todo porque sus argumentos solían ser interesantes, aunque no siempre
verosímiles. Olvidaba mencionar su vegetarianismo, el cual compartí y disfruté,
pero su abominación por la carne nos llevó a la ruptura: nuestra conversación y
compañía eran excelentes, hasta que la carne mía pidió su cuota de placer y
ella se negó a tocar siquiera esta mortificada y doliente y necesitada y oscura
carne. Entendí que, obtenidas de ese modo, las cosas del cielo y la gloria no
me interesaban. Ya sabía que también por el cuerpo se llega a ambas. Y abandoné
el juego.
Otra amiga, extranjera, se definía como
jansenista (hija putativa del herético Jansen o Jansenio -traducido al casteñol).
Los jansenistas creen que los humanos no tenemos libertad para decidir nada
pues todo ya está destinado por Dios; por lo mismo, no podemos hacer bien ni
mirando a quien, si Dios no lo quiere, y sólo nos salvaremos o condenaremos si
Dios quiere (como con el chiste del de la vaca). Ella, como los pocos que son
los jansenistas, creía que era una elegida para salvarse. Eso está bien, son
sólo creencias, pensaba este que escribe. Hasta que un día tuvimos que
compartir una jornada entera en Tecoyame, a orilla de mar: lejos de su hábitat,
no tenía qué comer pues se les prohíbe comer “todo lo que tenga ojos o sea su
producto”. Pasamos la de Dios es padre para encontrarle comida en ésta, para
ella, inhóspita zona. La gente que nos hospedaba, por supuestamente, estaba más
espantada que asombrada: ¡Habrase visto gente así! ¡Por Dios!
Casos muy más cabrones he visto en ateos que
se convirtieron en hermanos o cristianos o de logias similares: fanáticos de
rabo a cabo, y al cabo. En fin. Que no tengo talento para seguir pastores.
Entiendo que las religiones van más allá de ser el opio del pueblo, la droga
que adormece las conciencias, aunque las iglesias casi siempre estén al
servicio de poderes más terrenales que divinos para desdecir con hechos ese
precepto del hombre semejante del hombre, o que su actuación parezca inspirada
más por El Malo que por El Altísimo. Cosas de hombres, pues, las religiones y,
por ello, mágicas, míticas, maravillosas, angelicales incluso. Las religiones,
no las iglesias: las ideas, los mitos, las historias, los preceptos, no los
sacerdotes, clérigos, canónigos, pastores y eclesiásticos. La maravilla de la
esperanza contra la vileza del engaño o la manipulación.
Y cosa de cada quien, sus creencias y
religiones e iglesias. Yo sólo expongo mi pensamiento, en público. No creo
tener ni poseer esa cosa inexistente que llaman La Verdad; en todo caso,
existen las verdades, la de cada cual, y todas son válidas. Yo digo mi verdad,
pues. La pongo en letras impresas para que quien quiera la lea y critique o
acepte. No voy ni iré puerta por puerta para imponérsela a nadie, ni pretendo
convencer a nadie para que piense de este mismo modo; al contrario, por
pretensión de singularidad, me complazco pensando que soy único. Tampoco por lo
aquí expuesto dejaré de acudir a comerme el mole de los cuarenta días, después
de haber estado en la misa acompañando a gente que quiero y que me quiere. Como
dice Víctor Manuel: no me prometas
salvación/, que se me ablanda el corazón…
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