jueves, 24 de septiembre de 2015

Juan Damián, hacedor y creador de huaraches

** Creó un modelo con correas de mochila, que vino a sustituir al de campesino, el cruzado de carnaza, y es el que le copian mucho, muchísimo, dice
** la cuestión es que siempre estoy intentando estar en el gusto del cliente
Eduardo Añorve
Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.
24 de septiembre de 2015


 Trabajando las suelas.

Juan Damián Peláez tiene 44 años, tres hijos y cinco hermanos. Nació en Cuajinicuilapa, en el barrio de La Banda.

Ocho años vivió en Acapulco y trabajó en la llamada industria turística; allí mismo estudió Contabilidad en la universidad e inglés al mismo tiempo. Otro año de su vida lo vivió en Estados Unidos, en el estado de California, donde fue a trabajar y a estudiar, y le fue bien, le gustó vivir allá sobre todo porque hay mucho respeto por las leyes. Pero sus responsabilidades aquí lo hicieron regresar, aunque tenía en mente volver al Norte.

Mujer e hija, primero, luego el trabajo, fueron las razones para quedarse ya en Cuajinicuilapa y dejar la escuela. Juan Damián desciende de una mujer oriunda de Cuajinicuilapa y de un hombre originario de Santa María, quien le enseñó el oficio que ahora lo llena de orgullo y le da muchas satisfacciones.

–Para mí era importante hacer una carrera, por cumplir con la familia, conmigo mismo también, ya que mi salida de Cuaji se dio por eso, por estudiar; después venía lo otro, de trabajar. Y como también me gustaba el fut... era otra... quería ser futbolista profesional.

–No terminaste la carrera, ¿ahí quedó?
–¡Ahí quedó! No, no me atormentó ni me atormenta, solamente que... ahí quedó... Me atormenta en este momento la cantidad de becas que hay, cabrón, porque en ese momento yo era alumno de los que sacaban mucho diez y yo no me acuerdo de haber recibido una pinche beca de esa madre...

–El 80 por ciento son recomendados...
–Sí, hay recomendados, hay recomendados, pero sí, no tengo ninguna cuestión de tener pensamientos encontrados por no haber estudiado. Sí me hubiera gustado, pero lo que pasó, pasó... No me siento chingón, pero estoy tranquilo, estoy bien. Ahora que estudien mis hijos, si quieren...

–Llegas a Cuaji, a trabajar; ¿el taller era de tu papá?
–Sí, pero casi coincidió mi llegada con su partida a Estados Unidos; él ya había ido muchas veces para allá. Pero, llego y él se va, y de hecho no llegué a lo que es el huarache, llegué a curtir pieles, ése fue mi negocio primero, pero la gente seguía viniendo a buscar este huarache y un día pensé: Voy a hacer huarache, a ver qué tal me va.

No quería hacer huarache, no me gustaba. Nunca me gustó, desde que era chamaco; le ayudaba a mi jefe a trabajar pero sin el gusto por hacerlo; le ayudaba porque había que ayudarle. Yo veía que mi jefe trabajaba y me decía: Bueno, hay que echarle la mano.

–Ahora ya lo haces con gusto...
–Sí, pues, comparé mis dos trabajos, la curtida con el huarache y dije: Aquí me canso menos, y, pues, está mejor.


 

En la máquina, cosiendo las correas.

–¿Se gana más?
–Sí... bueno, en aquel momento, no. Allá vendía cantidad y era más ingreso monetario. Curtía todo tipo de pieles y las vendía; también hacía cinturones de distintas pieles de animales: de venado, de víbora, de lagarto... está prohibido ahora, pero en ese entonces no estaba. Hace como unos diez años que dejé de curtir.

–Perdimos a un curtidor y ganamos a un huarachero...
–En un principio fue más hacer [huaraches] sobre pedido, más que hacer para vender; entonces, no había falla, pues, buscábamos siempre satisfacer la necesidad del cliente, no tanto vender el huarache por venderlo...

–La primera camada de huaracheros que llegó de Santa María [municipio de Ometepec] vendía ya un tipo de huarache, fundamentalmente...
–Sí, pero yo nunca hice ese huarache, el cruzado, el de campesino. Yo empecé con otro tipo de huarache... digamos, yo empecé a meter la cinta ésta. Antes de que yo llegara a Cuaji esto no se trabajaba aquí; ahora ya lo trabajan, acá en Santa María, lo he visto en Acapulco, ya lo trabajan.

Sin querer empecé a innovar; la verdad, no fue mi intención. Empecé a meter piel de otro tipo, de más calidad, la famosa piel de caballo, que le llaman, que se usa en la industria automotriz. Hacía huarache por pedido, pero el cruzado no me gustó hacerlo. Yo le decía al cliente: ¿Sabes qué? Mejor te hago este huarache, uno tejido, en piel de ternera, que yo curtía, la pielecita que está dentro de la vaca, que tiene un pelito muy finito y, la verdad, se ve bien chingón... en color negro, blanco... está bien asentado. Yo les decía: Mira esta piel, yo la curto, ¿qué te parece si te la hago de ésta? –Ah, mira, se ve bien bonita. Y empezó a gustar, a gustar, a gustar...

–Era un huarache para vestir, más que para trabajar, ¿no?
–Ajá, no era para trabajo, pues. Pero yo le di un giro al cruzado. Aparte, para que salga, hay que hacer muchos huaraches y yo, la neta, decía: Si no me gusta hacer huarache, menos voy a hacer por montones...

–¿Tú usabas ese huarache?
–No, no lo usaba; será por eso que le agarré como roña, no sé...

–No es fino, pues...

Nos interrumpe un niño que va a encargar unos huaraches.

–Éste huarache lo empecé a hacer porque... los que vendían agua... me dice uno: Oye, el huarache que compramos se revienta. Hazte uno que no se reviente. Le dije en broma: Solamente que te lo haga de fierro. –No, dice, debe haber algo; búscate. Y un chavo me dice: Hazte unos de mochila. La cinta de la mochila, ¿ves que esa no se revienta aunque se moje? Y ya, me aventé un parcito, así sin... Y ya, le dije al del agua: Llévatelos. Después ahí viene otro compañero de él, y otro y otro y otro... Hasta la fecha lo sigo haciendo.

–Ése es el de trabajo ahora...
–Ajá. Me lo compran mucho los albañiles porque dicen que aguanta el cemento y que no sé qué, y los que venden agua también, no, que aguanta demasiado ese pinche huarache...

–Y el ciudadano común, ¿lo compra?
–No, me compra el de piel. Como ése, el rojo [de piel de caballo]; ése ahora lo usan los chavitos que andan de corrideros, el que le gusta andar de sombrero, el ganadero, o el de pelito también.

–¿De dónde salen los modelos?
–Muchos modelos salen a petición del cliente...


 
Ensamblando los huaraches.

–El milpero o de campesino vino a ser sustituido por éste, el de correa de mochila; ¿cómo hiciste ese diseño?
–El diseño original no era así [la cinta central no llegaba hasta la suela y no tapaba todos los dedos, era más corta], pero me dijo un cliente: ¿Sabes qué? Es que yo uso el huarache al ras y al hacer esto [poner el pie con los dedos hacia abajo] me raspo la uña. ¿Por qué no lo cierras? –Sí, yo lo hago con lo que el cliente me pida. Y lo cierro.

Otro cliente me pidió que pusiera las correas salteadas, con huecos; sin embargo, nunca nadie me lo pidió, nomás él. Dije: No funcionó.

Sin embargo, el que está cerrado, todo el mundo me lo empezó a pedir. Es más, ya ni hago ese que está abierto, ya no lo quieren. Cuando está nuevo, dicen, se ve bien con pantalón también. Lo hacía negro, pero luego me decían: Oye, métele colores. –Ah, sí. Y la gente viene: Traigo unos modelos, traigo fotos, ¿lo haces? –A ver, sácalas. Ah, sí.

–¿Cuánto vale en promedio un par de huaraches?
–170 pesos, en promedio.

–Y el de correa es el más vendido...
–Sí, es del que saco más dividendos. Aparte, me da gusto hacerlo porque es de mi creación, salió de mí, pues, ése no se lo copié a nadie y me lo han copiado mucho, muchísimos; entonces, sí me da gusto.

–¿Tus hijos le entran al taller?
–A regañadientes, el chavo, pero sí le entra; la muchacha, ésa sí le entra bien...

–Tu hijo, como tú...
–No, no, no. Aquel huarache yo no quería hacerlo; éste sí. Es más, a mí me puede amanecer... Es más, yo le madrugo y... no me aburro. Mucha gente me pregunta si no me aburro. ¡Cómo me voy a aburrir si estoy haciendo algo creativo! No representa más de lo mismo; cada vez que hago un huarachito, para mí es algo chingón... Yo no tengo competencia; la gente viene a comprarme a pesar de que en los últimos años han puesto varias zapaterías en Cuaji. ¡Que bueno! A mí no me afecta. Yo, si no se vende éste, busco hacer otra cosa, otro huarache; la cuestión es que siempre estoy intentando estar en el gusto.

Juan Damián tiene un tallercito en el barrio de La Banda, donde expone, vende y le encargan sus huaraches. En el rato que dura esta entrevista, una hora y más, llegan personas que van a por sus huaraches que llevaron a reparar o a encargar otros. En una hora y media se hace cinco pares de huaraches de distintos modelos.

martes, 22 de septiembre de 2015

Aquí no hay discriminación; eso pasa en otro lado

(Crónica)
Eduardo Añorve Zapata
Cuajinicuilapa, Gro.
20 de septiembre de 2015


Muñeca de una quinceañera de San Nicolás. Fotografía: Eduardo Añorve

Es San Nicolás, comunidad de este municipio algunos de cuyos ciudadanos pretenden la creación de uno nuevo y hace unos días recrudecieron esa lucha que iniciaron en 2006, sin conseguirlo.

Con unos amigos reporteros visitamos en su casa a una señora de unos 50 años y que tiene tres hijos: dos hombres y una mujer.

La reportera habla con ella y se medio entienden, porque la sintaxis de cada una es diferente, no siempre coinciden sus vocabularios, además de que cada contexto personal también es distinto. Por si eso no fuera suficiente para entorpecer la comunicación, la una pregunta lo que quiere saber y la otra responde lo que quiere que sepan.

Ambas intentan acercarse a través de sus dialectos y hacerlos coincidir en una solo lengua, o hacerlos funcionar como una lengua, y a ratos lo consiguen.

La reportera intenta averiguar sobre el asunto de la discriminación y de cómo las percepciones de los sannicolareños sobre el tema influyen o no en la pretensión de crear un municipio independiente de Cuajinicuilapa. Algo así como: Ustedes quieren ser otro municipio porque ahora los discriminan, no les reconocen sus derechos como afromexicanos.

Ante una pregunta directa, la mujer morena (curiosamente, la reportera tiene la piel más clara que la de la anfitriona entrevistada) asegura que en San Nicolás ni en Cuaji (el municipio) existe discriminación por el color de la piel ni otras características asociadas a la africanía o negritud.   

Antes de casarse, en su juventud, esta mujer trabajó varios años  (unos siete) en el Distrito Federal, y al final regresó a su pueblo porque entendió que es mejor vivir aquí que en otro lado, donde, finalmente, uno es extraño.

Ella habla y se explaya sobre experiencias que ha visto y escuchado sobre cómo a algunas personas en otros lugares las maltratan (les hacen feo) por ser negras, oscuras o morenas (de piel, claro), incluso narra que en alguna ocasión un hombre intentó insultarla por el mero hecho de que ella fuese negra, despotricando contra todos y todas las negras habidas y por haber.

Pero lo paró, le dijo sus verdades, lo calló, y el hombre agresor, avergonzado, tuvo que huir (a mí no me va hacer menos cualquier pendejo); ella cuenta esta anécdota con orgullo: se le encienden los ojos.

Su esposo y sus hijos son morenos, su familia es morena (tiene 20 hermanos y un chingo de sobrinos, además de tíos, primos, etcétera), con algunas excepciones. Todo anda bien, no discriminamos ni nos discriminan, eso ocurre en otro lado.

La conversación deriva hacia su familia, sus tantos hermanos, sus pocos hijos, las ocupaciones de estos: los dos menores estudian, la mayor, de 27 años, es soltera y trabaja, se graduó en alguna institución de educación superior.

Entonces le pregunto qué sucedería si su hija se casara con un negro o moreno o prieto o de color oscuro…

Y vuelve a encenderse: que no, que su hija tan bonita y estudiada y exitosa no piensa casarse ni tiene programado o pensado casarse, incluso no tiene ni novio.

Pero ya está en un punto sin retorno: ¡Ni lo permita dios!

Es una mujer hermosa.

Ahora su sonrisa se descompone un poco: relata que la hija de un tío suyo, una hermosa entre las hermosas, se casó con un negro estadounidense, tan bonita ella, y que su padre no quiso ni siquiera que la familia de él viniera a la pedida de la novia, tampoco hubo ceremonia del perdón, ni siquiera hubo fiesta, se casaron por el civil nomás y ya.

No quedó muy claro, pero parece que la familia de ella ni fue a la boda (¿a qué, a pasar vergüenzas? ¡Ni lo permita dios!).

¡Que se casen así nomás!, dijo el padre, decepcionado, lastimado profundamente, aturdido todavía por no entender cómo su hija le había pagado tan mal, con ingratitud. ¡Casarse con un negro más negro que los negros más negros! Y eso que ellos le dieron lo mejor, le dieron estudios.

El novio y el padre tienen o tenían el mismo color de piel, y rasgos fenotípicos similares: cuculustes, labios gruesos, nariz chata. ¡No quiso ni verlo!

La mujer entrevistada insiste ahora que no era posible que niña tan hermosa quisiera casarse con un hombre tan feo, tan prieto, pero prieto demás, que ella echara a perder su vida con alguien así, habiendo tantos hombres… Ella, tan bonita.

¡Y los hijos, cómo no habían de salir!

No tengo más preguntas ni más comentarios que hacer.

La reportera tampoco puede entender bien a bien qué está pasando, menos aceptar que la mujer primero le haya dicho que no, que no existe discriminación, y que ahora le narre hechos de por sí discriminantes y que además se haya encendido al recordar como su prima echó a perder su vida con un negro igual que a elle, igual que a su familia, igual que a nosotros.

Intenta cuestionarla para que aquélla recapacite y ponga atención en sus palabras, pero no hay modo, no hay espacio: para la mujer esta visión de estos hechos es natural, o le parece, es justa, es correcta, es verdadera, es real.

Al inicio de la conversación la mujer la había dicho que ella se siente orgullosa de su color, de ser negra, de ser afromexicana (por usar una palabra que está de moda), de su raza. ¡Qué bonito color!

Medio en broma, medio en serio, la reportera le había expresado su deseo de encontrarse en San Nicolás, o en Cuaji, un hombre moreno y hermoso para sostener amoríos con él, y recibió como respuesta que le sería fácil encontrarlo, sobre todo por estar blanquita (aquí luego va a encontrar).

La mujer le enseña fotos de su familia, sobre todo de los muchos hermanos y sobrinos y primos que están en Estados Unidos: morenos, morenos, morenos, la mayoría son morenos, chicos y grandes, algunos más morenos que otros, muchos de los cuales se fueron y ya no han regresados, y otros que nacieron allá y ya no regresarán, que sólo saben de San Nicolás por teléfono, por pláticas, por alguna que otra noticia, por fotos, por videos.

Ella nunca quiso ir al norte como muchos de sus familiares, como muchos de su generación, se negó a ir a Estados Unidos, no había necesidad; se casó joven con un muchacho de San Nicolás también, trabajador como ella, y se han esforzado, se esfuerzan por sacar adelante a sus tres hijos.

Son personas generosas: le pide a la reportera que los visite con más tiempo para que conozca las fiestas y tradiciones de San Nicolás, le ofrece su casa para quedarse, le insiste un par de veces que debe venir a ver a la América, que no debe perderse la pelea de los apaches contra los gachupines, que en ningún otro lugar hacen la fiesta tan bonita como aquí.

Minutos después nos despedimos. Ha sido grato y hemos aprendido sobre ella y su visión del mundo, y ello también nos hace reflexionar sobre la nuestra, y sobre ello platicamos más tarde, cuando caminamos a la comisaría municipal a buscar a gente de la policía comunitaria.

El fotógrafo se quedó un tiempo más en casa de la mujer para hacer otras tomas, más pensadas, más detalladas, incluso para pedirle que le enseñe su patio, su lugar de trabajo, el lugar de su vida, su casa.

LA ALEGRE PELEA DE LA NOCHE TRISTE EN SAN NICOLÁS


A las doce del día 16 de septiembre inició la pelea entre los apaches y los gachupines (guachupines, dice la mayoría de la gente de San Nicolás, tal vez porque se ha asimilado la idea de los gachupines con la de los guachos, los soldados, creándose esta nueva palabra).

Inició a esa hora porque la doncella que encarnó a la América nació hace 15 años; por esta razón también se llama América y sus padres le cumplieron el anhelo de representar a la protagonista de esta fiesta popular (como también fue el deseo de su abuela) en la que se escenifica en las calles de San Nicolás la derrota de los españoles a cargo de los indígenas aztecas, la llamada noche triste.
Antes de esto, la caravana que formaban los carros alegóricos de la reina de España y la América y sus huestes (aztecas, apaches, las tres garantías; la dama de compañía, los chambelanes) desfilaron para sumarse al desfile mayor, que incluyó a algunas escuelas y hasta a una representación de la Policía Comunitaria.

Había muchas expectativas en el aire, desde hacía meses: que la pelea iba a ser encarnizada (es sentido figurado, claro) pues los guachupines habían acopiado unas 18 gruesas de cuetes y cuetones, como para durar 3 horas peleando; y la gente de la América había respondido que iban a ver, que estaban dispuestos casi casi a todo pero que ni un cuete le iba a pasar cerquita a la doncella y que llegaría sana y salva, la honra intacta, a la iglesia.

La pelea de este año fue más corta, fue rápida. Hay un motivo de fondo: siempre tiene que ganar la América y perder la reina, como nos enseñan que sucedió en la noche triste. Así el asunto, los guachupines nunca deben ganar, porque sería traicionar la historia nacional, nuestra historia como mexicanos; por eso, aunque puedan ganar, terminan perdiendo, y a veces eso los encabrona, como ahora.

Y esta vez perdieron, pero lo hicieron para seguir con el guión tradicional: al final, después de que sonó la campana para anunciar que la pelea debería terminar porque la América había entrado en la iglesia, los guachupines siguieran guerreando; y tuvieron que intervenir los policías comunitarios para parar la pelea, porque no hacían casi a las amonestaciones y las amenazas que les hacían en la bocina.
Uno que otro moreteado, uno que otro raspado, uno que otro con las ropas rasgadas, pero todos en paz, a pesar de que en ciertos momentos las pasiones amenazaban con desbordar a los guachupines y arrollar a los apaches; por fortuna, todo quedó en palabras, y al final, todos contentos, como amigos o no enemigos, sabedores que éste es un juego.

Tampoco la reina de España y la América escaparon a estas pasiones: estas niñas se hicieron señas groseras, se dijeron palabras ofensivas, se echaron miradas de puñal, se jalonearon y desgreñaron durante el acto de entrega de la corona de aquélla a ésta, y después todo siguió: América cortó las cadenas de la esclavitud, los apaches bailaron esos viejos sones de indios (como El pitorreal), y al final terminaron casi todos en la cancha, echando chelas mientras esperaban la barbacoa, y escuchando música arrecha.

La imagen que cierra esta historia es la de la América bailando con los guachupines; ellos haciéndole rueda; ella, bailando con ellos de a uno por uno, riendo, gozando, festejando que hace un chingo de años pelearon la independencia y la abolición de la esclavitud los indios aztecas o apaches y los guachupines de España, o tal vez que en algún momento la suerte se volteó y se hizo triste para estos, que perdieron una gran pelea en Popotla, la que en los libros de historia de los escolares se suele llamar la noche triste (aunque, viendo a los sannicolareños, debería llamarse la noche alegre).

[Eduardo Añorve]